Domingo

Amanece lloviendo. 

El último día: no hará nada para impedirlo, no podía. No supo. Marcos se despertó de golpe, sobresaltado, confundido, como si de pronto hubiera tomado conciencia de que llegaba tarde a alguna parte. Durmió tres horas en toda la noche; pero fue inútil: no logró evitar que amaneciera. Ni siquiera fue capaz de impedir que su hijo entrara  en la habitación cuando el reloj despertador aún no había dado las ocho de la mañana. 

Parado a los pies de la cama, dijo:

–Se llevan todo, papi.

Y luego se acostó a su lado, serio. Durante un instante, lo sintió menos liviano y  más largo para sus nueve años de edad.

–No, todo no. Algunas cosas nada más –dijo Marcos. 

Hubo mañanas en que se acostaba en su cama para pedirle la canción que Paula le cantaba. Cada vez que lo alcanzaba  la necesidad imperiosa de preguntar algo y no se atrevía, o no encuentra la manera, la exigía con una seriedad que espantaba.

–Andá a vestirte que ya bajo a preparar el desayuno.

Antes de cerrar la puerta, su hijo le mostró algo que no alcanzó a distinguir.

–Pero esto es mío –dijo–. Mamá  me lo regaló a mí.

Marcos no necesitó ver lo que su hijo tenía en la mano para comprender que había revisado las cajas.

 –Martín –dijo, y el tono ligeramente imperativo lo traicionó cuando preguntó–: ¿Ya están despiertos tus hermanos? 

Esperó a que cerrara la puerta. Necesitaba una ducha de agua caliente. Tiempo. Alejarse de lo más amenazante: cobarde elucubraciones del otro lado de la lluvia. Porque se despertó y llovía. Domingo pensó; y de pronto lo alcanzó una sensación extraña: un intruso llegando tarde a lo que antes fue suyo, su vida. “Cantame la canción del Conde Olinos, papá”. Después le preguntaba algo sobre su madre. Marcos cantaba. ¿Qué otra cosa podía hacer? Cantaba lo que le permitía el aire. Y ahora esto: un hombre desdibujándose bajo la ducha.

 ¿Cuándo fue la primera vez que habló de irse? ¿Dónde estuvo él todo ese tiempo? Los días de silencio se llenan de un sentido que no alcanza a comprender. De pronto hay una valija del tamaño de su egoísmo repleta de todas aquellas tardes y noches en que se negó a escucharla para encerrarse en mi vida como un escapista encadenado a su especulación: no sería capaz de irse. 

Sin embargo, aquella mañana terminó metiéndose subrepticiamente por la ventana. Sin hacer ruido, sin romper nada. Todo aparentemente intacto a su alrededor. Paula le pide ayuda y  él se tira encima de la valija como si fuera capaz de doblarle el brazo a la mañana. Toda la fuerza de su desconsuelo para deslizar un cierre: larga hilera de dientes apretados por la impotencia.

“Las valijas cerradas me inquietan”. 

“La tuya me da miedo”. 

Se lo dijo.  

Paula esquivó su mirada. Las manos frías, sudadas. Él, no ella. Nada hizo presentir el menor atisbo de duda. Amaneció tan resuelta, tan segura de sí misma que lo desconcertó. En cierto modo, la envidió. Durante un instante, Marcos será capaz de odiarla. 

Estás hermosa, pensó; y provocó una mano en su cintura, un gesto subrepticio y mal intencionado. 

“No me hagas esto, Marcos”, dijo. 

Y le dio la espalda a la madrugada con su sweater rosa y el saquito tejido al crochet de hilo negro sin botones donde asomaba la chalina que acababa de anudarse al cuello. 

“Es tarde”, dijo Paula.

  Pero fue Marcos el que salió de la habitación, cargando, junto con la valija, una ligera mezcla de jazmín y nardo que ya emanaba de su perfume.

Marcos se vistió sin prisa y fue a la cocina. Encendió la radio: el mal tiempo continuará. Para algunos oyentes, la lluvia debía ser un domingo amodorrado con el cuerpo caliente, todo aletargado y sereno, tan al margen. Buscó del aparador el frasco de Nescafé y echó  tres cucharadas. Puso a calentar agua en una pequeña jarra de acero inoxidable mientras se preguntaba si la leche que había en la heladera alcanzaría para los tres. Después fue al living: levantó la persiana y contempló el cielo: la lluvia otoñal no se compadecía de los que ya no tenían un domingo. Sin embargo, no encendió la luz por temor a enfrentar la tristeza con la que luchó en vano durante toda la noche: una considerable cantidad de bolsos y cajas repletas, exhibiendo el paso decisivo de la cinta de embalaje y su respectiva clasificación y propiedad. En rígidas letras de marcador indeleble estaba escrito: Libros y objetos personales de Santiago. También Laura escribió su nombre en las cajas. Prácticamente no cenaron; pero se acostaron muy tarde. Santiago apagó la luz del zaguán a las dos de la mañana. Dos y siete minutos. Antes era parte de su rutina: necesidad de pasar llave a la puerta antes de sentarse a cenar, como si de ese modo inaugurara una fiesta propia, de familia. Después del accidente ya no le importó más. A medida que fueron pasando los días, dejó de ocupar la cabecera de la mesa. Terminaba de cenar y no disimulaba un cansancio que le nacía de los pies. Alzaba a Martín, que sin terminar la cena se dormía con los brazos cruzados sobre la mesa, y lo acostaba en su cama. Los dejaba. Aunque tuviera que interrumpir una conversación, se excusaba de un modo irreprochable para ir rápidamente a su dormitorio. No dormía. Hasta que no se apagaba la última luz no conciliaba el sueño. Nunca. Si alguien le hubiera preguntado por qué me acostaba tan temprano, habría contestado que ya no le agradaba la noche como antes, que prefería la mañana, levantarse temprano y quedarse en la cocina, mantener encendida una hornalla, el volumen de la radio al mínimo y tomar dos o tres mates amargos antes de ir a trabajar con ese aire suficiente de quien ya no espera nada de la vida y hace de la resignación su suicidio cotidiano.

 Terminó su café mientras el silencio lo acercaba a la lluvia.  Después fue al dormitorio de Santiago: nadie. Abrió lentamente la puerta del dormitorio de Laura: juntaron los colchones en el piso; todo un campamento en medio de una noche sin estrellas. Marcos tuvo ganas de despertarlos, gritar: 

“¡Arriba chicos que ya está la leche!” 

 Dejarlos dormir era en cierto modo tenerlos sumidos en su propio egoísmo. Disfrutarlos a su manera. Sabía perfectamente que era el tiempo de tenerlos juntos por última vez: ya no tendría ningún derecho sobre esos chicos. Tus hijos, pensó; y miró a Santiago: no tenés nada de mí, apenas algún gesto, o contestaciones, pequeñeces, fruto de la convivencia o de tu propia búsqueda. Parecía un hombre rendido; pero no era más que un adolescente a punto de despertarse. A su lado, Laura abrazaba la almohada como si temiera caerse de un sueño. Todos los años que compartimos juntos ahora son parte de una historia que ya no me pertenece, pensó Marcos. Laura, se dijo, ni siquiera un gesto tenés de mí, nada. Cerró la puerta. Luego, como guiado por el rumor tenue de la lluvia, regresó a la cocina. Apagó la radio, miró la hora en el reloj de pared y, mientras le preparaba el desayuno a Martín, se preguntó qué sucedería una vez que el padre de los chicos tocara el timbre de su casa.

Lunes

 Abrió los ojos y lo vio: estaba parado a los pies de su cama, serio y acostumbrado al silencio como si hubiera pasado toda la noche cuidándolo.

 –¿Quién me lleva? –preguntó, y luego se agachó para intentar, sin éxito, atarse el cordón de la zapatilla izquierda–. Ana no llegó todavía. 

Marcos sonrió al verlo tan decidido y le dijo que, si quería, podía faltar a la escuela; pero su hijo hizo un gesto negativo con la cabeza. No insistió; acaso porque Martín tenía el guardapolvo puesto y la mochila en la mano. Miró el reloj–despertador y le dijo que lo esperara en el living. Debe estar por llegar, pensó Marcos; seguramente se atrasó el tren. Pero cuando salió del baño, comprendió que Ana María no vendría.  De modo que no le quedaría otro remedio que disponerse a un sobretodo encima del pijama y  un par de mocasines viejos. 

 Antes de cruzar la última calle, entraron en un kiosco de aspecto ruinoso, pequeño, algo oscuro más allá de ciertas reminiscencias de lo que alguna vez fue un antiguo almacén de barrio y que, lejos de entristecer a Marcos, le fascinaba, no tanto por su aspecto y el viejito con cara de húngaro que lo atendía como por el hecho de saberlo ajeno a los requerimientos quejosos de las madres que cuelgan desmañadas de sus cochecitos de bebé y los alumnos que a último momento se acuerdan del mapa político, un punzón y un cartucho de tinta para su estilográfica de pluma torcida. 

–¿Querés un alfajor? –preguntó Marcos.

La gran variedad de oportunidades lo mantenía embelesado y a la vez indeciso. Maravillado es la palabra; ya que, al tiempo que le soltaba lentamente la mano a su padre, la mirada recorría suavemente la caramelera, elevándose, incluso, hasta más allá de lo que fueran los estantes con paquetes de galletitas. Absolutamente todo lo que estaba al alcance de su vista parecía exigirle una duda y un deseo, la satisfacción  y la angustia de tener que elegir algo, llevarse una sola cosa, ni muy chiquita ni muy grande, y no encuentra el chupetín que trae el autito rojo; pero abandona la búsqueda pensando que su padre no se lo compraría y rápidamente se acuerda de que no es su madre la que está detrás diciendo: “Para compartir, hijo, para compartir con tus amiguitos, apurate, mi amor, que ya va a tocar el timbre”. Y de pronto la bronca por no recordar el nombre de unas pastillitas que Gabriel, su compañero de banco, llevó una vez a la escuela. La inquietud ahora dando lugar al temor de que su padre se impaciente y deje librado a su juicio lo que él guardará en el bolsillo de su guardapolvo hasta el primer recreo. 

 Marcos se preguntó por qué nunca antes lo había llevado a la escuela. Lo contemplaba en silencio, dos pasos detrás, expectante y confiado como si en la elección del niño fuera a probarse algo a sí mismo. Por nada del mundo lo interrumpiría. De hecho, se molestó bastante cuando el quiosquero hizo aquel comentario.  

–Es así –dijo el viejo–. Si los adultos quieren saber lo que significa el tiempo para los chicos, llévenlos a un kiosco y díganles que elijan lo que quieran.

Martín dio media vuelta, levantó la cabeza y sin ningún gesto aparente miró rápidamente a su padre; una mirada armoniosa y directa, como quien busca una aprobación, un acuerdo tácito que bien podrá potenciarse con los años hasta convertirse en un lenguaje propio, acaso un modo de entendimiento que sólo los contemplara a ellos y resultara excluyente para el resto del mundo. 

Marcos recordó la tarde en que su abuela lo llevó por primera vez a una juguetería. Lamento tanto que no la hayas conocido, pensó; te hubiera contado un montón de cosas de mí. Me hubiera contado un montón de cosas sobre mí que estoy olvidando, hijo. 

“¿Qué es este lugar?”, preguntó su abuela, al detenerse frente a una vidriera colmada de juguetes maravillosos

“Una juguetería, abuela”. 

“¿Sabés lo que vamos a hacer ahora? Vas a entrar vos solito a la juguetería, yo te voy a esperar donde está el mostrador, mirá, allá, ¿lo ves? Sí, ahí te voy a esperar hasta que vos elijas lo que quieras”. 

“¿Puedo elegir lo que yo quiera, abuela?” 

“Lo que vos quieras. Pero hay una sola condición, tiene que ser un juguete que puedas traerme sin ayuda de nadie”.

 Marcos miró hacia ambos lados de la calle y luego hizo el gesto de meter las manos en los bolsillos del sobretodo. Una; una sola mano llegó a meterse del todo en el bolsillo derecho  y de pronto soltó aquello como si le quemara.  

–Mamá dice que los alfajores no se pueden compartir.

–Está bien –dijo Marcos–, podés elegir otra cosa. 

–No.

–¿Entonces?

–No quiero nada.

–¿Seguro?

–Sí.

Salieron del kiosco, tomados de la mano. No habían llegado a la esquina  cuando se dio cuenta de que su hijo estaba llorando. 

–¿Qué pasa?

Marcos se agachó hasta la altura de su hijo y lo abrazó con fuerza. Rápidamente acomodó el peso en una de sus piernas, y, cubriéndolo con todo el cuerpo como si lo importante fuera que nadie lo viera llorar, dijo en tono de complicidad:

–Mirá si te ve una de las chicas de tu grado.

–No me importa. 

–Entonces no te va a importar lo que te voy a decir, ¿sabés quien viene moviendo las trenzas de un lado hacia otro?

Martín sonrió, intentó mirar pero enseguida se escondió entre el hombro y el brazo de su padre

–Julieta está viniendo hacia nosotros, tu compañera.

–Mentís –dijo Martín, y enseguida se acomodó para mirar a su padre. Ya no lloraba–. ¿Quién es Julieta? 

–¿No tenés una amiguita que se llama Julieta? 

–¿Cuándo viene mamá?

–Pronto.

–¿Se lo diste?

–¿Qué cosa?

–El dibujo del avión, ¿se lo diste?

–Por supuesto, hijo.