Desde Río de Janeiro

El ultraderechista Jair Bolsonaro mostró, a sus menos de seis meses de gobierno, que tiene características peculiares, generadas por su personalidad: la vena agresiva, aliada a sus escasas condiciones para el cargo y su relación más que limitada con la realidad, hace con que se mantenga en ofensiva contra quien no comparta su no muy clara visión del mundo y de la vida. 

Nunca jamás hubo un presidente tan primate en la democracia brasileña. Hasta los más torpes de los dictadores militares supieron, a su manera, actuar con más equilibrio.

De las características que dependen directamente de esa extravagante personalidad, salta a la vista la ausencia de cualquier articulación con el Congreso, como con el ala más sensata, o menos enloquecida, de su gobierno.

Para enturbiar el escenario, en los últimos días explotaron escándalos altamente corrosivos, y a la vez disputas internas por espacio y poder elevaron peligrosamente la temperatura. 

Surgieron pruebas de actos ilegales –todas sólidas– involucrando al ex juez Sergio Moro, que ocupa la cartera de Justicia y Seguridad Pública. Además, se retomó la guerra entre dos facciones internas: la de los ideólogos comandados a distancia por un astrólogo que se autonombró filósofo, Olavo de Carvalho, ideólogo de la familia presidencial, contra la considerada técnica, representada por militares y algunos ministros específicos.  

Bajando en picada (de enero a junio la popularidad la aprobación del gobierno cayó 20 puntos, estando debajo de los que lo reprueban), sin diálogo con el Congreso y enfrentando en un mes tres masivas manifestaciones populares en su contra, el ultraderechista reacciona agrediendo.

La crisis social sigue en creciente profundización, el año está perdido para la economía, las proyecciones para 2020 se derriten como un helado al sol, y se refuerzan indicios de que la salida preferida por los que en última instancia detienen el poder –los militares– será endurecer, y rápido, frente a la turbulencia. 

De los puntos que merecen atención, dos se destacan. 

Primero: el escándalo Moro. El sitio The Intercept, capitaneado por el periodista norteamericano Glenn Greenwald, detentor de un premio Pullitzer y revelador, vía Edward Snowden, de la maniobras de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA por la sigla en inglés) espiando a dios y el mundo, sigue goteando datos de mensajes entre el entonces juez de primera instancia Sergio Moro y los fiscales acusadores de Lula. 

Ya quedó claro de toda claridad que no había una colaboración entre Moro y los acusadores: el juez actuaba como una especie de coordinador del grupo de fiscales. Aparece indicando pasos para la acusación, y, en lo que se divulgó el viernes 14, llega a dar instrucciones de cómo mover a los medios de comunicación para maniobrar contra el ex presidente Lula da Silva. Bolsonaro solo fue electo porque Lula no pudo disputar la elección. El premio de Moro, que mandó detenerlo, fue el ministerio de Justicia.

Segundo punto clave: las disputas internas entre “olavistas”, seguidores del gurú familiar, contra “técnicos”, y el creciente malestar de los militares que integran un gobierno que tiene a un general como vicepresidente.

Olavo de Carvalho suele referirse a los uniformados como enemigos conspiradores, y lo hace en términos que van de “bostas inútiles” a “mierda engominada”. Hace poco más de un mes los militares que rodean Bolsonaro lo presionaron para que tanto Carvalho como el hijo presidencial Carlos, concejal municipal de Rio, bajasen el tono de sus agresiones en las redes sociales. En público, el tono efectivamente bajó. Pero en concreto el viernes Bolsonaro echó a un general en actividad, Carlos Alberto dos Santos Cruz, que ocupaba la secretaría general de Gobierno de la Presidencia y era blanco favorito del astrólogo-gurú. La razón: una disputa con Carlos y allegados por el presupuesto destinado a redes sociales ultraderechistas. Santos Cruz quería imponer un criterio técnico, Carlos Bolsonaro quería favorecer a sus indicados. Los militares que integran el gobierno presionaron a Bolsonaro para que nombrara, para el puesto, otro general en activo indicado por ellos, Luis Eduardo da Silva Pereira, quien, a ejemplo del vicepresidente y también general Humberto Mourão, y del jefe del Gabinete de Seguridad Institucional, Augusto Heleno, es un duro entre duros. 

El viernes, Augusto Heleno, en un desayuno con periodistas junto a Bolsonaro tuvo un ataque de furia al referirse a Lula da Silva. Dijo, entre otras cosas, que el ex presidente es un canalla que debería haber sido condenado a prisión perpetua. Luego se puso gafas de sol, quizá para que nadie se diera cuenta del tamaño del odio en su mirada. Por esos días, y a raíz de las pruebas sobre la conducción arbitraria e ilegal de Moro en el juicio que mandó Lula a la cárcel, sin prueba alguna, el Supremo Tribunal Federal decidirá qué hacer con el preso más importante de América.

¿Se quitará las gafas de sol el general?