Tres mujeres fueron la cara de la noticia en la última semana junto con otra en la que la intemperie en el doble sentido de la palabra (la de vivir sin techo y aquella a la que somete el Estado) mató un hombre dando la alarma de que no era el único en este invierno de Macriland. Y podría decirse que las imágenes de las tres “hablaban”:  el Ché  y Fidel nunca abandonaran la barba crecida de Sierra Maestra para llevar pegada al cuerpo como una insignia la idea de una revolución siempre viva como lo es en el origen , cualesquiera sean sus avatares posteriores, ejerciendo lo que David Viñas llamaba “política capilar”. La de la capitana Carola Rackete  es la de la identificación, a través de sus rastas con algunos de los migrantes que pone a salvo. Y si Jorge Aleman dijo que ella no era Antígona (“No es un heroísmo trágico, es la mujer sustrayendo su ser a la nueva parodia neofascista que algunos sectores de izquierda desean ver con buenos ojos”), ¿podría ser Medusa, la de la cabeza hirviente de víboras en la que Freud leyó la amenaza de castración? Carola no quería atacar, quería  pasar. No quería “salvar las dos vidas” sino muchas. Y, por derrochar otro nombre mitológico, no fue Ulises resistiendo la música de las hipnóticas sirenas, su decisión de convertir su nave en gran matriz de hierro humanista hizo oídos sordos a una ley que hoy a menudo desabriga proyectando un paisaje marítimo de migrantes ahogados (y terrestre de mujeres asesinadas con la impunidad de sus victimarios). Pero, en cuanto a política capilar, la mayor novedad la produjo la ministra Bullrich con su cabellera encrespada, apropiación cultural del punk que algún asesor le habrá sugerido para contrastar su fashion orgullosamente milico, pero el tiro salió por la culata proyectándole un revoltijo eléctrico de novia de Chuckie o, lo que es peor, un efecto a tono con sus promocionadas pistolas Taser. En cambio, la discreción de peluquería quedó en cabeza de la jueza Marta Yungano, que condenó a un año de prisión en suspenso a Marian Gómez por la biaba de un beso redactada como “resistencia a la autoridad”: esa melenita híbrida con que el medio pelo –que justa la expresión– pretende imitar el casual oligarca que siempre buscó diferenciarse de las estridencias en el look de la burguesía. 

¿Estoy delatando mi pasado de cronista frívola hablando de pavadas cuando hay tantas cosas que importan? Es que lo nimio tiene su jugo político, miren si no lo que puede un beso.

Políticas del piquito

Esta es una historia salteada, más allá del beso homo-sublimado de los futbolistas, de Hollywood (no terminaría jamás esta nota), del beso de Judas a Cristo, del de Moreira a Julián y del beso socializado que a menudo suele intercambiarse por wasap entre desconocidos. 

Durante el Primer Congreso Feminista Argentino de 1910 al beso se lo trató como un transportador de gérmenes sin dejar fuera de toda sospecha a la argumentación científica de encubrir un profundo moralismo. La doctora Alicia Moreau de Justo, en su ponencia El beso y el mate, vehículos de contagio, sentenciaba con lenguaje positivista: “Nadie ignora ya que tenemos constantes y minúsculos enemigos (microbios), tanto interior como exteriormente, flaquean éstos, vencen aquéllos, flaquean éstos, vencen éstos. En la boca, por donde se ingiere y se excretan también ciertas secreciones naturales, normales o anormales, se asilan enormes clases y variedades de microbios y dable es suponer que los labios son vehículo para el contagio cuando al besar otra boca, o una cara, van a dejar o recibir aquellos seres que con los cambios de huéspedes exaltan su virulencia, es decir, redoblan sus ataques y ponen en mala situación cuando alguno de esos organismos no pueden luchar con ventaja”. 

El gran prohibidor del beso fue Luis Margaride, que ejerció altos cargos en la Sección Moralidad durante los gobiernos de Frondizi, Guido, Onganía y el último de Perón. Conocido como la Tía Margarita, se especializaba en llevar presos a hombres y mujeres que se besaban en los parques aunque lo hicieran con “el sexo correcto”, es decir el opuesto, y en delatar a los adúlteros que reclutaba en los hoteles alojamiento mediante un llamado telefónico a los cónyuges. 

El beso gay se socializó en las grandes fiestas mundiales de la comunidad, estampita laica del comming out, entre varones con estética de motociclistas, travestis vestidos como bomboneras déco, chicas en tiradores a la altura de los pechos desnudos y en diferentes combinatorias de besadores. Nuestra primera versión nacional fue un 8 de marzo de 1987, Día Internacional de la Mujer, donde un grupo de chicas que llevaban en la cabeza vinchas color lila con la inscripción “apasionadamente lesbianas” intercambió piquitos frente al Congreso.

El beso queer 

El Kiss in organizado en Madrid para la participación del papa Benedicto XVl en la Jornada Mundial de la Juventud fue una provocación eficaz y gozosa , lástima que no utilizaran nuestra versión del beso queer.

Consiste en que por lo menos cuatro participantes, de diferentes gustos eróticos, por ejemplo (¡dije “por ejemplo”!: no tengo que incluir a toda la constelación glttbi) una lesbiana, un gay, una travesti y un espécimen de lo que el gran utopista Charle Fourier llamaba “pasión gran alternante o mariposa” junten sus lenguas en un punto mientras giran un poco en dirección a las agujas del reloj pero con el ritmo de una cumbia o la Macarena si la hay. Participé por primera vez en esta práctica en la fiesta de presentación del suplemento Las 12 junto con Marta Dillon, Silvia Delfino, Lohana Berkins, Cristian Alarcón y Flavio Rapisardi. La etiqueta del beso queer es rigurosísima y si bien hasta ahora no se conocen sanciones a esta expresión performático-política no es bien visto que una lesbiana gambetee con la lengua de manera que se junte sólo con la de otra mujer o que un gay alargue una puntita seca y huidiza ante la de esa misma mujer. 

Pero el beso de Mariana Gómez a Rocío Girat irrita más a la derecha que el nacido del deseo fiestero que se caga en el público: es su conyugalidad lo irritante, su condición de sello cotidiano feliz en la repetición luego del reconocimiento de un derecho. Es eso lo que castigó con su fallo la dra Yungano. Ella encarna un tipo de mujer que, entronizándose como excepción, como si dijera “a mí no me van a patotear estas feministas”, hizo un gesto que pretende al mismo tiempo que de rebelión, de hiper obediencia a la ley, como si el status quo reaccionario necesitara de un ritual de cohesión  y dando un tiro por elevación a un derecho adquirido : el del matrimonio igualitario. Aunque –permítanme volver a la frivolidad- , al decir su estúpida frase “Todos sabemos lo que cuesta que nuestro pelo crezca” con que consideró un daño el tirón de pelos a la oficial Karen Villareal , en última instancia demostró que su mayor interés fue cuidarle la peluca a la policía.