Juan Carr es un dirigente social reconocido, activo, práctico. Notable comunicador y organizador se ocupa de problemas dolorosos sin restarles gravedad ni sobreactuar sentimentalismo. Avezado para manejarse en el espacio público, cultiva el siempre difícil arte de convivir con las autoridades políticas sin embanderarse ni ser cooptado ni dejarse usar.

En la etapa macrista algunas ONG renombradas se sumaron (de modo capcioso y esquivo) a Cambiemos. Fungen de cantera de funcionarios y de justificadoras seriales. Se autocelebran en soirées costosas, cuasi tangueras por el derroche de frufrú y de champagne. Carr no dedica tiempo a tales frivolidades (que lubrican el mangazo de fondos públicos): desempeña un rol distinto y éticamente superior.

En esta semana proclamó que cinco personas muertas de frío en los primeros días del invierno tipifican una emergencia que incita a actuar. Dedicó su experticia a promover acciones con organizaciones de la sociedad civil, en particular clubes de fútbol. La solidaridad de personas comunes redondeó un cuadro paliativo, con pinceladas nobles.

De cualquier forma, es significativo que Carr asumiera el rol de autoridad pública del que desertaron el Gobierno nacional y el de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA). Este último, el estado federal con mayor riqueza per cápita del país, desertó de sus deberes.

Para colmo, la propaganda oficial hostigó a quienes suplían su pasividad. El diputado Fernando Iglesias a quien se confía el rol de energúmeno intemperante porque lo es, les faltó el respeto a las víctimas. Trolls comandados desde Jefatura de Gabinete, alertaron vía twitter: muchos de los supuestos homeless calzan zapatillas de marcas afamadas, caras en consecuencia. Un eje argumental alcanza eficacia en el núcleo talibán del macrismo: detrás de todo mal que acecha a la Argentina están los kirchneristas.

Las áreas sociales de la CABA como las nacionales han sido desfinanciadas y jibarizadas en un proceso continuo y acentuado. La cantidad de gente común que se hiela en la calle aumentó notablemente en los últimos dos años. No son las “personas en situación de calle” que conforman un mini universo común en otras metrópolis: son seres empobrecidos que se quedaron sin techo, como consecuencia de una política económica devastadora.

En la próspera ciudad que alberga a la City, los timberos elegantes, restaurantes cinco tenedores para regalar, la desocupación supera los dos dígitos, en la zona sur trepa al 17 por ciento según informa el colega Ismael Bermúdez en un tuit. El triste fenómeno resulta perceptible a simple vista para un porteño que conoce su ciudad. Esta columna lo destaca desde hace largo rato, con una mirada impresionista.

También se multiplicó el conjunto de personas que “piden”, unos pesos o comida, directamente. El ojo habituado del vecino advierte quién es novel en esa cruel experiencia. La nota de tapa de Página 12 de ayer recorre el informe preliminar del Censo Popular de personas en situación de calle. Sus guarismos impresionan y desmienten falacias del equipo de Rodríguez Larreta. A ellos remitimos consignando solo que las personas relevadas quintuplican largamente las informadas por el oficialismo. El 52 por ciento vive a la intemperie por primera vez en su existencia. Cuando les preguntaron por qué habían perdido el hogar respondiero alternativamente: "porque perdieron el trabajo, porque los expulsaron de sus viviendas, porque se separaron de sus parejas o porque no pudieron pagar el alquiler”.

Esta columna focaliza en la CABA por contar con información reciente y por conocerla este cronista. Es notorio que la situación se repite en todas las ciudades de la Argentina.

Resucitan el frío en las escuelas, desprovistas de gas, las pibas y pibes que se llevan parte de la vianda escolar a sus hogares para hacer menos dura la noche, las cenas familiares mal suplidas por mate o una sopa. Ya aconteció durante las presidencias de Carlos Menem y Fernando de la Rúa: las marcas de las políticas de ajuste son aluvionales, se van develando en años, renacen problemas olvidados, recrudecen enfermedades que se suponían extinguidas. Procesos tremendos, cuya cuantificación puede engañar: cualquier tecnócrata puede ponderar qué escaso porcentaje representan cinco muertos de frío entre 50 millones de habitantes. O desechar por costumbrista el dato que uno de ellos, Sergio Zacaríaz, falleció a pocas cuadras de la Casa Rosada y el ministerio de Hacienda.

El Gobierno de la Ciudad culpó a la víctima, un clásico del macrismo. Los trolls injuriaron a Carr, un protagonista muy respetado quien varias veces fue propuesto como candidato para el premio Nobel de la Paz. Los embustes macristas funcionan como el living de Indomables: la finalidad de los gritos no es convencer al público sino tapar los argumentos del adversario.

Luego, advirtiendo que los vecinos se plegaban a la movida solidaria, el Jefe de Gobierno Horacio Rodríguez Larreta se dignó colocar una carpa en Caballito para atender urgencias, durante un ratito. La coartada oficial es que las personas ateridas de frío se niegan a ir a los centros municipales. La desmiente la numerosa asistencia a clubes o entidades sociales, acaso más hospitalarios.

Una miríada de clubes barriales o centros culturales “silvestres” sucumbieron por los tarifazos de servicios públicos o por la política persecutoria de Rodríguez Larreta, quien no empatiza con esas vivaces (por definición, resistentes) expresiones del pluralismo porteño. Lástima porque habrían podido cooperar con los grandes clubes de fútbol, los únicos que conoce el presidente Mauricio Macri.

El relato de la derecha soslaya hechos intervinculados. Mucha gente común no llega a fin de mes, muchos enfermos discontinúan las compras de medicamentos, otros dejan de asistir a centros de salud u Obras sociales porque el viático les duele en el bolsillo. En otros tiempos se hablaba de círculos viciosos, hoy cunden más las expresiones “realimentación” o concatenaciones. La Argentina se sumerge en una vasta emergencia social y sanitaria mientras el oficialismo y sus economistas orgánicos se empalagan porque baja la cotización del dólar aunque (ay) sin contagiar a los precios al consumidor.

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La franqueza de un ganador: La propaganda oficialista saca conejos de su prolífica galera para proponer debates que no incursionen en la realidad cotidiana. El pasado se esquiva, salvo para denostar al kirchnerismo: minga de relacionar circunstancias actuales con la política económica desplegada desde que asumió Macri.

El futuro venturoso, en los inicios se fechaba “pronto”: el segundo semestre, la maduración de los brotes verdes. Ahora se opta por la imprecisión: cuando madure el Tratado entre la Unión Europea (UE) y el Mercosur al que se atribuye un sinfín de funcionalidades incomprobables. Se desconoce el texto íntegro, la discusión de campaña opuso dos versiones antagónicas y, piensa uno, algo prematuras. A la espera de un debate más circunstanciado y la develación del pacto de momento semiclandestino, vale la pena refutar ciertos simplismos oficiales. Por ejemplo, pontificar que si Uruguay y Chile bendicen el libre comercio nuestro país debería imitarlos. El, menudo, problema es que ambas naciones carecen de una estructura industrial similar a la Argentina. Uruguay no tiene, dijo un estadista de allá, ni fábricas de sifones. Chile exporta cobre, salmón, vinos, alguna fruta. La complejidad del sistema argentino no será pura virtud pero es realidad ineludible. La industria da trabajo, arraigo, genera la parte del león del empleo formal, los mejores salarios relativos. Así las cosas, sus perspectivas ante el aluvión de productos de países desarrollados es una perspectiva preocupante. No es menester forzar la imaginación para temer ese futuro: basta con tener memoria. Los intercambios desiguales tienen historia pasada, reciente, durante la dictadura o en el falso paraíso de la Convertibilidad.

El Gobierno promete ventura en el horizonte fugitivo, disimula que será necesario que el Tratado se apruebe por todos los Parlamentos de los estados miembros de la UE y el de esta Comunidad. También, caramba, por el Congreso nacional. A libro cerrado lo que acrecienta los escollos para la unanimidad. Francia emitió la primera alerta.

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La franqueza de Grobo: En un arranque de sinceridad sorprendente Gustavo Grobocopatel, un ganador de este modelo y de otros, se permitió anunciar-prescribir: “hay que permitir que algunos sectores desaparezcan y aparezcan otros”. “Grobo” es un personaje agradable en el trato, distante del discurso basto de otros grandes empresarios o de la chabacanería de Cristiano Ratazzi. Su franqueza impacta, acaso magnificada por el uso de la palabra “desaparecer” que la cultura política humanista aconseja no utilizar. Nadie imputa al gran sojero una doble intención o un elogio solapado de la dictadura, no es lo suyo. Pero la palabra provocativa lanzada como si tal cosa acentúa el salvajismo capitalista que preconiza el hombre. Curiosa parábola de la evolución de las especies: el pensamiento (el deseo) gorila se mestiza con el darwinismo económico. Ante el escándalo suscitado por su sinceridad, Grobocopatel formuló una fe de erratas… tardía, culposa, menos creíble que el enunciado original: “lo que deben desaparecer son empresas, no sectores”. Ah, bueno.

Es idéntica la réplica para la versión genuina (el espíritu de los ganadores infatuados) o para su corrección edulcorada. Las actividades o las empresas no desaparecen solas: su caída arrastra a millones de trabajadores que no son la principal preocupación de Grobocopatel o sus contrapartes comerciales. “El campo” crea contados puestos de trabajo, con récords de empleo informal, trabajo infantil o esclavo, evasión de cargas sociales. Las cifras espantan, el actual gobierno dejó de censarlas, ni qué decir de combatirlas. Porque con los aliados no se jode y porque para algo la Secretaría de Agroindustria es manejada por sus dueños desde el 10 de diciembre de 2015. En el último tramo por el mismísimo titular de la Sociedad Rural, algo que supera cualquier fantasía o panfleto izquierdista de tiempos idos. Paradojas te da la vida: sesudos opineitors de salón festejan que se haya terminado con el “capitalismo de amigos” mientras las corporaciones gestionan el Estado acodadas a ambos lados del mostrador.

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Hilos conductores: La ahora Secretaría de Energía provee otro ejemplo de promiscuidad entre empresas y Gobierno. Supo ser ministro el ex CEO de Shell, Juan José Aranguren. Lo sucedió Javier Iguacel, otro cuadro del sector (que no debe desaparecer). Hoy en día la comanda Horacio Lopetegui, un lobista todo terreno quien intentó explicar el apagón más grande de la historia. Le faltaron argumentos, elocuencia y seriedad. Acusó a la distribuidora Transener en la que son socios el Estado nacional y Pampa Energía, cuyo capo es Marcelo Mindlin amigazo y acaso socio de Macri.

Lopetegui rehúsa implicar a la distribuidora Cammesa mientras encubre al titular del Ente Regulador de Electricidad (ENRE) Andrés Chambulleyron cuyo paradero se desconoce desde el mismo momento en que se produjo el black out.

Alienar, desconectar causas de efectos, deshistorizar. El verbo macrista propone que “pasan cosas”, porque la vida es así. Aliena causas de efectos, se desentiende de los daños causados por sus políticas. Por caso, la doctrina Chocobar deja ver sus secuelas. Alentados por las consignas del presidente, los policías se creen autorizados a disparar por la espalda. La masacre de San Miguel del Monte tributa a la consigna lanzada desde el vértice del Estado. Después hubo otros homicidios alocados contra personas corrientes. El macrismo los cuestiona pero no asume su responsabilidad originaria. Es el caso más terrible, extremo… pero no la excepción a la regla: hace juego con el resto.

 

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