El chiste estaba cantado, y no se hizo esperar en las redes: “Ahora todo Mad Men va a durar 15 minutos”, y variaciones por el estilo. La ONG The Truth Initiative le tiró de las orejas a Netflix por exhibir personas fumando y la plataforma, que sabe que está en un momento de creciente competencia, respondió rápido con un comunicado en el que promete dejar de mostrar productos de tabaco en ficciones dirigidas a menores de 14 años, y en las series y películas para adultos limitarse solo a la necesidad de la precisión histórica. “Fumar es perjudicial para la salud, y cuando se lo representa de manera positiva en pantalla puede influir negativamente en los jóvenes”, remarca el comunicado.

Sería obtuso negar ambas afirmaciones. Pero también es cierto que la corrección política a veces lleva a distorsiones en la frontera del ridículo. Hay en la industria de Hollywood una histeria con respecto al tabaco que está lejos de aplicarse con otras sustancias igualmente peligrosas. Cabe preguntarse qué sucedería si una ONG o un grupo de ellas iniciara una campaña igualmente agresiva con respecto al alcohol. Además de que Mad Men duraría cinco minutos, quedarían involucrados muchos más títulos que aquellos que muestran el denostado cigarrillo (y su primo vaporero).

Según la Organización Mundial de la Salud, el tabaquismo mata a unos ocho millones de personas al año. El alcoholismo produce 3 millones de muertes, pero esa estadística solo contempla las enfermedades asociadas, no los fallecidos por accidentes relacionados con el alcohol. Ambos son problemas de salud pública, pero claramente el tabaco es el villano más odiado.

“A menos que sea esencial para la visión del artista o porque sea definitoria del personaje, histórica o culturalmente importante”, señala el comunicado de Netflix. Mad Men o Stranger Things quedan bajo el paraguas de la justificación porque reflejan una época histórica en la que el cigarrillo estaba mucho más presente. Lo realmente curioso de todo este asunto es la intervención sobre la creación artística. Hace algunos años, el lanzamiento en Estados Unidos de una estampilla tributo a Robert Johnson disparó una polémica porque a la imagen clásica del bluesman (una de las muy pocas existentes, en rigor) se le había borrado el cigarrillo que colgaba de su boca. Para el homenaje, la representación de lo real en realidad era fake, mucho antes de que se meneara el debate sobre lo fake.

Las leyes antitabaco han limitado eficazmente la publicidad y venta de un producto nocivo para la salud, y está bien. Pero amoldar la obra artística y sus modos de exhibición a los principios de una ONG que se propone “inspirar vidas sin tabaco” parece... demasiado. Y no solo por la doble vara con respecto al alcohol. El consumo de cigarrillo ha descendido pero en todo el mundo aún fuman millones de personas, en modo humo o vapor. Querer obligar a las ficciones a que hagan como si eso no existiera es risible. Hoy un director puede señalar que su “visión del artista” es razón suficiente para mostrar en una película gente que fuma –gente que existe-, pero quién sabe qué sucederá el día de mañana. Frente a su propia estampilla, quizá Robert Johnson tendría algunas cosas para decir.

Las batallas por la salud pública deben librarse en la vida real, o corren el peligro de perder eficacia por culpa del ridículo. Porque además un día la policía del pensamiento quizá quiera imponer límites a otra clase de exhibiciones que considere “perjudiciales para la salud” (drogas legales y de las otras, sexo, violencia, prostitución, llene la línea de puntos) y las obras de ficción empiecen a ser cada vez más un reflejo deforme de una sociedad que no existe. El consumo de tabaco es nocivo para la salud, eso es indiscutible. La censura sobre lo que pueden o no ver las personas no mata, pero tampoco fortalece.