El “zorro sabio” escribió un buen libro y después otro mejor, y cuando las hienas del mundillo literario esperaban el traspié -un libro malo-, el zorro se negó a caer en la trampa. La reticencia a publicar alimentó la leyenda, pero el propio escritor, ante el asedio de las preguntas, respondía con sorna y explicaba por qué no aparecían más libros: “Es que se murió el tío Celerino, que es el que contaba las mejores historias”. La obra del autor de la novela Pedro Páramo y los cuentos El llano en llamas no fue producto de “un burro que un día tocó la flauta”, como señalaron algunos maliciosos críticos mexicanos. El zorro, más sabio y silencioso, expresó como nadie las voces ásperas y lacónicas de los campesinos hundidos en la pobreza más miserable. Juan Rulfo (1917-1986) nunca dejó de escribir. Muchos de sus cuadernos sobrevivieron a su proverbial rigorismo destructivo y hoy son parte de su archivo, resguardado por la familia. La Fundación Juan Rulfo y la agencia Carmen Balcells están avanzando hacia la edición de un libro que tendrá dos ensayos inéditos del gran narrador mexicano del siglo XX.

En uno de esos ensayos, Rulfo hace un repaso de la literatura brasileña del siglo XX. El otro inédito es sobre literatura mexicana. Ninguno de los dos están fechados, pero desde la Fundación Juan Rulfo estiman que serían de 1982, cuatro años antes de su muerte. “Estos textos son probablemente lo último que escribió y nos ayudan a situarnos en qué andaba metido al final de su vida”, dice Víctor Jiménez, director de la Fundación, al periodista mexicano David Marcial Pérez en un artículo publicado en El País de España.

Según la investigación de Jiménez, los dos ensayos serían una extensión de otros trabajos anteriores: un prólogo a una edición de 1982 del autor brasileño Joaquim Maria Machado de Assis y una conferencia que dio en la universidad de Harvard en 1981 sobre literatura mexicana. A estos dos inéditos se sumarían cuatro ensayos más, escritos en un período que va desde los años '50 hasta su muerte, que aparecieron en revistas universitarias y editoriales menores. El próximo libro con los seis ensayos del escritor mexicano será lo primero que se publicará después de Cartas a Clara (2000), el rescate de la correspondencia amorosa que mantuvo en los años '40 con quien sería su futura esposa.

“Aquí todo va de mal en peor”. El comienzo del cuento “Es que somos muy pobres” es memorable. A la muerte de la tía del chico que cuenta sus desgracias cotidianas, se añade un aguacero repentino que arrasa con todo; ni Serpentina, la vaca de su hermana, se salva del naufragio. En los márgenes de la modernización urbana y del capitalismo industrial, Rulfo mostró la angustia y la desdicha de un puñado de seres que parecen condenados en el mismo momento en que fueron concebidos. En “El hombre”, uno de los personajes desgrana sus pensamientos, que acaso coincidan con los que el propio Rulfo experimentaba: “Los muertos pesan más que los vivos; lo aplastan a uno”.

Al escritor mexicano, cuyo nombre completo era Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, lo aplastaban los fantasmas de sus propios muertos. Su padre había sido asesinado cuando Rulfo tenía 7 años, en 1923, y casi toda su familia fue masacrada en lo que llamaron “La guerra santa”, cuando el clero lanzó al pueblo contra el gobierno, poco antes de la contrarrevolución cristera. Y como si no le faltaran muertos, a los 12 perdió a su madre.

En el magnífico “¡Diles que no me maten!”, acaso el mejor cuento desde la construcción formal, el condenado Juvencio Nava pide clemencia ante su ejecución. Esgrime que está viejo, que vale poco, pero mató a su compadre porque “le negó pasto para sus animales” y, desde el crimen, estuvo escondido durante cuarenta años. Rulfo va desplegando, con una gran eficacia narrativa, los ángulos que pintan el alma humana de víctimas y victimarios. El coronel, el único que podría perdonarlo, es el hijo del hombre asesinado por Juvencio. El militar le dice al condenado una de esas frases rulfianas inolvidables: “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta”. No hay salida ni esperanza ni redención. Los personajes se percatan del fracaso ineludible de su lucha.

Después de la aparición de su obra maestra, Pedro Páramo (1955), el escritor mexicano no volvió a publicar ficción, con la excepción de la novela corta El gallo de oro. En los años '60 trabajó en una novela que llegó a tener el título La cordillera. Rulfo adelantó en alguna entrevista que estaría ambientada en tiempo de la colonia y que había un cura neurótico y una familia que vive “un conflicto del alma humana”. Nada quedó de esa novela por el celo y la máxima exigencia que tenía con su escritura.

El auténtico “vicioso de la lectura”, como se consideraba a sí mismo, era un erudito que tenía una debilidad especial por la literatura brasileña de Clarice Lispector, Diná Silveira de Queirós, Nélida Piñon y Lygia Fagundes Telles. Su conocimiento de la narrativa mexicana era más exhaustivo. En uno de los ensayos inéditos comienza con la figura del cronista de indias fray Bernardino de Sahagún para ir avanzando desde los tiempos de la colonia al siglo XIX. El escritor mexicano enumera una serie de novelas y relatos indígenas que considera que han sido escritos con “verdadero acierto”, entre los que destaca los textos de Francisco Rojas González, Andrés Henestrosa, Rosario Castellanos, Ramón Rubín y Eraclio Zepeda.

Rulfo puso en circulación las voces trágicas y desarraigadas de los desposeídos del pasado, pero esos ecos rebotan en el presente de un mundo que funciona como una máquina de gestación de excluidos.