Hubo un tiempo, que hoy parece uno de esos sueños lejanos de alguna religión australiana, en que los argentinos diseñábamos con elegancia, construíamos bien, hacíamos ciudades de calidad internacional. Y lo hacíamos a la nuestra, tomando ideas y motivos pero combinando de modos que sólo acá. Una ciudad argentina no podía ser otra cosa que argentina. Un edificio nuestro era nuestro y se acomodaba con derecho en el discurso del mundo.

Arquitectura Moderna en Buenos Aires es un catálogo razonado, una juguetería visual y un recordatorio de esos tiempos. Es un bello libro sobre bellos edificios, un álbum que asombra porque recoge cientos de piezas racionalistas –y algunas Art Déco– sin que se pueda descubrir una nota fuera de lugar, una única chingada. Los autores agregan textos que explican de dónde salió todo esto, en qué país vivíamos para poder producir así, y las ideas que fueron el andamiaje del proceso.

Pero el primer contexto es visual, porque este libro se transforma en un tesoro reuniendo muchísimas fotos de época, lo que se llama de entrega de obra, la toma del edificio a estrenar, impecable como nunca más. La primera foto, por ejemplo, muestra el cruce de Alem y Corrientes, onírica y vacía: en primer plano se ve un policía cancherísimo arriba de una Harley que hoy vale una fortuna por lo clásica; atrás hay exactamente cinco autos a bigote, estacionados en el medio de una avenida sin tránsito, unas casas bajas, cinco o seis personas cruzando esa calma sin mirar siquiera. Y por encima de esta era remota y tranquila se alzan dos edificios racionalistas impecables, el Comega y el Safico, que parecen naves espaciales recién aterrizadas.

Es el Shock de lo Nuevo expresado en arquitectura, una evolución que no tiene nada que ver con la vocación infantil de la profesión de hoy, que busca el corte brutal, la contradicción, para hacerse notar como un berrinche. La piel de piedra París, la elegante proporción, la volumetría bien pensada, integran el edificio racionalista al contexto urbano.

De hecho, en Argentina este estilo en buena medida hizo nuestro contexto urbano. Los años que cubre el libro fueron explosivos para la construcción. Los centros de nuestras ciudades se densificaron y crecieron en altura, y la tierra disponible empezó a agotarse. Fue entonces que el Bajo porteño comenzó a tomar su fisonomía actual y barrios más de verde que otra cosa, como Belgrano, se hicieron ciudad. El lenguaje preeminente de estos lugares nuevos fue racionalista.

Con un mínimo de atención, esto se puede ver esto en los detalles de las fotos, en las veredas nuevas y en los arbolitos a medio crecer de una ciudad a estrenar. Pero algo llamativo que el libro demuestra con claridad es que el estilo cubrió toda la ciudad y todas sus necesidades. Aquí están los edificios de lujo de Recoleta y la avenida Libertador, las viviendas colectivas en La Boca -una tipología degenerada en el monoblock y la espeluznante torre exenta- y las viviendas de clase media en todos los barrios. La única diferencia parece ser la superficie de las unidades, el prestigio de la ubicación y algún detalle en los materiales constructivos. Lo impresionante es lo parejo de la calidad, en particular en la concepción y el diseño. No había arquitectos-estrella que justificaran la mediocridad de los demás.

Y hablando de decoración, el racionalismo es el último de los estilos en crear un sistema ornamental, impecable en su modernidad, reticencia y elegancia. En este libro hay agradables páginas de puertas, columnas, lámparas y los inolvidables halles de entrada que fascinan al fotógrafo Claudio Larrea. Pocas veces se hizo tanto con tan poco, como esas puertas lisas de Alfredo Williams en la calle Ayacucho, con apenas dos manijones –un simple caño– y dos troneras verticales colocadas exactamente donde deben ir, donde en el mundo de las esferas van las troneras en las puertas.

Quien recorra la página 278 y las que le siguen verá un excepcional ejemplo en el Edificio Los Eucaliptos, creado en 1942 por Ferrari, Hardoy y Kurchan. El edificio abraza un colosal eucalipto, se retira en la manzana para crear un largo jardín y viene equipado con un completo arsenal de soluciones, desde las famosas persianas verticales para seguir el sol hasta los muebles de recepción y los armarios más deliciosos que se pueda pensar. Quien haya visto esta joya por dentro, quien dejó una carta en una de esas recepciones con mostradores náuticos, sabe de qué se trata.

¡Qué energía! La ciudad abría la 9 de Julio, alzaba el Obelisco, abría las Diagonales y hasta creaba algo hoy inimaginable, pecaminoso para los invalidados descendientes de esa generación, una Comisión de Estética de la Vivienda. Los ancestros modernistas ahora traicionados incluyen nombres como Sánchez, Lagos y De la Torre, Vilar, Casado, Sastre y Armesto, Duggan, Salamone, Pater y Morea, Morixe, Malbranche, Hardoy, Dumas, Bunge, Caveri, Vaslavsky, Migone, Gantner y Gambourg, Moret, Birabén, Aslan y Ezcurra, Virasoro, Acosta, Sabaté, Ferrari, Hardoy y Kurchan, Kálnay, Gurevitz, Prebisch, Pirovano, Sacriste, entre muchos otros.

El libro de Larrañaga, López Martínez y Petrina tiene que terminar en alguna parte, con lo que no se mete a reflejar el impacto del racionalismo en la vivienda más modesta, de barrio o de pueblo, unifamiliar y de una planta. Rosario, por ejemplo, tiene literalmente hectáreas así construidas, pero esta tipología argentina le da identidad a todo tipo de lugares propios. Es tan difundido, que los autores rompen su propia regla y agregan algunas joyitas platenses, rosarinas, tucumanas, cordobesas y mendocinas, como para ir picando.

En fin, nuestro último estilo humanista, exigente, estético. Luego vino lo que fue literalmente nuestro último estilo discernible en arquitectura, en los años de Perón. Después fue esta noche azarosa que seguimos viviendo, de copiar revistas, cubrir vanos en las estructuras de hormigón con ladrillos huecos… un mero comercialismo. Son tantos años que libros como este se agradecen para recordarnos quiénes fuimos. u