Domingo por la tarde, el domingo pasado y pasado de lluvia ¿por qué no regalarse un poco de vida en vivo y en directo? Como llovía, y dado que en estos tiempos la vida virtual hiperconectiva hace que el solo hecho de tirarse a mirar televisión en patas y con el aire en 24 sea un tremendo hecho real, no Netflix, bajé las pretensiones de salir a la calle y tomé el control remoto. Paseaba de aquí para allá hasta que Crónica TV captó mi ser: un hombre, aparentemente un suicida, se había colado hasta lo alto de la cúpula de la confitería El Molino en pleno Congreso y ahí estaba, colgado de los andamios que coronan la cúpula de la expropiada y maltratada confitería. Un posible suicidio (aunque la experiencia es que no se tiran, como los que toman rehenes suelen entregarse tras oscuras negociaciones) confirmaba mi necesidad de tiempo real. No sólo miraba televisión en vivo sino que asistía a un drama de la vida real en tiempo real. Pronto, la pantalla demostró distorsiones. Había cierta mala onda con el presunto suicida. Además, estaba tan alto que no podía encuadrarse la imagen, lo que amenazaba con hacer naufragar el suspenso. Empezaron a bardear al hombre. Un loco, un drogado, que provocaba un caos de tránsito y ponía en riesgo la vida de los bomberos que debían arriesgarse hasta esas alturas entre mampostería y andamios, bajo una llovizna resbalosa. Hasta un indigente que dijo vivir en la calle, gritó que el tipo seguro estaba ahí porque quería planes sociales, en cambio él andaba en la calle y ni pensaba en suicidarse. Lo que demuestra que la imbecilidad humana no es privativa de las redes sociales ni reconoce diferencias de clase.   

Confieso que estaba por cambiar de canal cuando el movilero que estaba ahí en el Congreso, en la calle (no retuve su nombre que figuraba en una placa) empieza a advertir que ojo al piojo, estamos en condiciones de decir que a este hombre lo conocemos. Chan. Más vida en vivo y en directo. Suspenso. ¿Quién sería? ¿Matías Alé? ¿Algún escapado de Carlos Paz o Mar del Plata, del asedio de Intrusos? ¿Alguien perseguido por los Caniggia? Cuenta el periodista que el zoom de la cámara captaba un rostro familiar para los de Crónica. Pusieron al aire las imágenes del hombre flameando en el andamio, algo bastante escalofriante, y entre la producción y algunos testimonios de la calle llegaron a confirmar su identidad. Se trataba de Marcelo Novillo, padre de Adrián Novillo, un chico de 16 años atacado por una patota a la salida de un boliche en Quilmes que después de dos semanas en el hospital, murió a causa de los golpes recibidos. Fue en 2014. Su padre empezó a pedir justicia y denunciar la falta de compromiso policial. Sin resultados, el domingo había decidido subirse a la cúpula de El Molino para atraer a los medios y volver a poner en escena su reclamo.

El suicida pronto se convirtió en otra cosa. Era un justiciero, un padre desesperado, un hombre común sometido a circunstancias extraordinarias. Eso hizo que Crónica recuperara lo mejor de sí mismo, su olfato popular y su firmeza junto al pueblo en un tiempo en que, hay que decirlo, lo popular es sumamente impopular. Ningún otro medio se apersonó en el lugar, ni tampoco TN, que no se había perdido la ocasión en que Marcelo Novillo había interceptado a Aníbal Fernández cuando este era jefe de Gabinete para llevar su reclamo de justicia. En cambio, Crónica fue rearmando el caso en vivo y en directo, mientras fuera de cuadro los bomberos iban escalando posiciones, hablando con el hombre, subiendo un brazo de grúa hasta sesenta metros, subiéndolo a la canasta, bajándolo, hasta que los bomberos lo abrazaron y lo introdujeron en una ambulancia que lo llevaría finalmente a un hospital.

Final ¿feliz? para un caso que empezó como la brutal irrupción de un demente que mientras amenazaba con suicidarse abría los brazos al cielo y saludaba a la gente, un loquito digno de la “Balada para un loco” rodando por Callao y su continuación Entre Ríos que ya irritaba hasta a los pobres linyeras que viven en la calle porque hubo que cortar el tránsito, imaginate, un domingo de febrero con la gente volviendo de las vacaciones, en esta ciudad donde los autos son tan sagrados como las vacas en India, y, de golpe, resulta que ese hombre no saludaba a la gente señalándose el corazón sino que saludaba a su hijo asesinado que está en el cielo.

Allá Marcelo Novillo con su manera de reclamar eficaz o no, desesperada por cierto, heroica. Ojalá encuentre la paz que evidentemente buscaría tan alto, en la cúpula de El Molino, otro símbolo de lo argentino inconcluso. Se lo veía muy solo allá arriba, en ese andamio que bajo la lluvia también parecía el símbolo de un país que no anda, que está parado.

Para no amargarse del todo y ser modernos, volvamos a lo del principio. Un domingo, buscando una experiencia real prendí el televisor bajo la teoría de que su mundo es todavía real frente al mundo virtual que cabe en la palma de la mano, y me encontré con una sobredosis de vida en vivo y en directo. Un hombre había decidido interrumpir la vida común en pleno corazón de la ciudad y el malhumor social estuvo a punto de condenarlo ma sí, tirate si no te bancás la vida, gilastrún. Deben ser los mismos que piden seguridad a los gritos pero después, cuando la policía aprieta a un chiquilín, salen a defenderlo, pero si el nene no está molestando a nadie, y lo filman y lo suben a las redes y lavan su conciencia. Y todos satisfechos con nuestra propia porción de humanidad.

Pero Novillo rompió la lógica de las redes. Actuó a la manera yanqui, espectacular. En vivo. Eso sí, casi corrió el riesgo de que nadie lo hubiera ido a ver. Decí que Crónica pasaba por ahí.