Algunos domingos, antes de que el barullo de pisadas y charlas pueble la calle recreativa, ella se va en bici hasta el río. Como quien se prepara para ir a misa, apronta el mate, algunos libros, lápices de colores y un cuaderno por si aparece algo. Ese tiempo, es un tiempo otro: no lo comparte, no lo abre. No hace invitaciones ni da las coordenadas precisas de dónde está. A veces, se cruza con su compañera de Yoga. Ella es la única visita que su ritual recibe.

Camino al río, revisa mentalmente textos que no escribió pero que puede que escriba alguna día. Mira a las mujeres y a los hombres que caminan con sus criaturas a los lados, arriba, abajo, entre las piernas. Luego, vuelve a las personas: un desfiladero de cuerpos huyendo de la rutina o armando otra. Algunas como ella, entrecierran los ojos mirando al sol, confiando en que él sepa y en que no haya que explicarle nada. Confiando, en como dicen las abuelas, que seque, que cure. Esperando que no deje que se pudra dentro ese dolor o esa tristeza.

Camino al río, a veces improvisa recitales en los que canta enganchados que arman un mapa sonoro de los días. Canciones que hablan, como el cuento de Villafañe, del azar, de poder encontrarse o no. Va despacio, parando en todos los semáforos. Lee una y otra vez las señales que todos los domingos indican que por allí no pasan vehículos. Leer es siempre un acto de descubrimiento, un embrujo. Como una fórmula o una poción: repetir las letras implica crear siempre una cosa nueva. Incluso sea una frase desafectada que pretende organizar el tránsito. Las palabras que leemos una y otra vez se van como ablandando y formando otra cosa.

El ritual de ir al río a pedir deseos apareció hace unos años mientras cuidaba la casa de una amiga. En ese momento, cuidar una casa ajena, era como un sueño cumplido. Unas mini-vacaciones de padres. Ella estaba  terminando la Facultad y una de las cosas que más deseaba era irse a vivir sola. Sin plata, con una relación amorosa que ya estaba generando hongos y con un trabajo minúsculo, era poco probable que lo que soñaba, pudiese realizarse. Sin embargo, en el deseo que empuja, lo intentó. Fue hasta el río caminando, se acercó a la barranca, tomó una bocanada profunda y al largar el aire, sopló sobre el río, el deseo. Sólo uno. "Escribir un deseo es confirmarlo", pensó mientras lo veía deshacerse entre los camalotes. Luego, se sentó un rato en un banco de cemento. Contempló el movimiento del agua. Hacía frío. Estaba nublado. El viento confundía la dirección del agua desarmando las líneas, mostrando que podía tocar al río como quisiera.

Y un día, los deseos se le comenzaron a cumplir. Se fue a vivir sola, cerca del río y cerca del verde. Su casa estaba llena de luz y de afectos. Entonces, fue necesario no sólo ir a pedir sino ir a agradecer. No concebía los días sin agradecer. Se lo habían enseñado en la escuela, en la casa, pero donde mejor lo había aprendido era en la cotidianidad de los vínculos. Sin los esfuerzos de las normas, en la eficacia de los amores.

Así, comenzó a ir al río, también para agradecer. Le regalaba alguna sonrisa, una mirada cómplice, de esa que los vínculos entienden sin decir. Pero los tiempos tiranos, no siempre le permitían el ritual. Fue así como descubrió que podía crear el río en cualquier mirada, y pedir el deseo en las aguas imaginarias. Hace un tiempo atrás, un día que volvía de cuidar una casa luminosa en medio del silencio verde, miró el cielo que anunciaba la tormenta próxima. El calor ahogaba. Se paró en medio de la vereda. No le importó si interrumpía el paso. Los deseos pueden no ser coherentes, pueden entorpecer, complicar. Entre cables y faroles buscó el río. Lo encontró mezclando masas furiosas de aire. Cerró los ojos y pidió el deseo casi silábicamente para que se entendiera bien. Esta vez, lo repitió tres veces.

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