Para hablar de literatura, de libros, de lecturas, Graciela Montes habla de lanas y de ovillos, de hilos que se tensan, de puntos que se tejen para arriba y para abajo. Algo de eso hay en la imagen que aparece frente a su obra, una de las más importantes de la literatura infantil argentina, y en el modo en que ésta regresa, ahora reeditada para lectores que, claro, ni eran proyecto un cuarto de siglo atrás, cuando algunos de estos textos aparecieron originalmente. O habría que decir que esta obra siempre estuvo, si no fuera porque muchos de estos títulos permanecieron agotados, descatalogados o, como la autora cuenta en esta entrevista, presos del sinuoso rumbo editorial que siguió en su momento el recordado sello Libros del Quirquincho. Hay hilos potentes que sostienen tensa esa obra y la traen hasta estos días, y hasta esos niños, tan cambiados ambos. Hay un rastro que se desovilla y un camino que se tejió lentamente, hasta llegar a esta posibilidad: la de volver a tener al alcance libros como Irulana y el ogronte, colecciones como las de Anita o Había una vez, o las hermosas Pequeñas historias. Todo este material, reeditado ahora por Loqueleo, muestra que siempre estuvo, por su potencia y su frescura.  

Traductora y profesora en Letras además de escritora, editora también durante buena parte de  su carrera, directora de colecciones que hicieron historia en la LIJ argentina (como parte del equipo del Centro Editor, por ejemplo), creadora también de importantes textos de teoría literaria (La frontera indómita o el más difícil de hallar El corral de la infancia son, además, obras literarias en sí mismas), Montes dice que, a punto de cumplir setenta años, “cuesta a veces ponerse en marcha”. Las reflexiones y recuerdos que propone en esta entrevista, sin embargo, dan cuenta de lo contrario. Las preguntas fueron enviadas por mail y las respuestas llegaron extensamente escritas, pensadas y planteadas a mano, prolija y, podría decirse, primorosamente. 

  Repasando la reedición de títulos tan contundentes y breves como El auto de Anastasio, El globo azul o El paraguas del mago, todos pertenecientes a la colección Pequeñas Historias, dirigida  a los más pequeños entre los lectores pequeños, Montes revela un dato curioso: “Sirvieron para pagar deudas”, recuerda sobre sus primeras ediciones, entre 1989 y 1990. “En ese tiempo estábamos llevando adelante, con mucho trabajo, audacia y escollos, un proyecto editorial novedoso, Libros del Quirquincho, a través de una sociedad comercial, Coquena Grupo Editor. El ‘nosotros’ incluye a Manuel Jajamovich –socio absolutamente mayoritario–, Oscar Díaz –el Negro Díaz– y yo. Era un proyecto con muchas ideas y muy poca plata”, evoca la escritora. 

–¿Y qué deudas tenían?

–Jajamovich era una persona inteligentísima y muy audaz, tal vez peligrosamente audaz, y fue el que hizo posible que las ideas se concretaran en el mundo muy real de los libros. La empresa estaba siempre endeudada. Cada día el principal esfuerzo de Manuel se concentraba en cubrir los bancos y tratar de conseguir crédito. Bueno, las Pequeñas historias fueron para eso: Para saldar deuda de dinero. No puedo precisar si saldaban una deuda anterior o servían para gestionar un préstamo nuevo… 

–Más allá de esta necesidad, ¿qué rasgo le quiso dar?

–Venía pensando desde hacía rato en algo que me parecía que estaba faltando: libros de ficción para chicos muy chicos, cien o ciento cincuenta palabras, algo que se pudiera leer (contar) en muy poco tiempo pero que “se quedara”, apretado y nodal. Las imágenes que se me fueron ocurriendo correspondían a fantasías recurrentes, básicas, comunes a todos, a cualquier chico de cualquier tiempo, de cualquier lugar: ir a la luna, pescar una sirena, inflar un globo exageradamente sin que estalle, buscar el tesoro del arco iris, cavar un pozo que llegue hasta el mar... Nada muy original en el fondo. Aunque tal vez sí, la manera muy despojada, “económica”, de contarlos. Como no era tan fácil llegar a ocho títulos y luego otros ocho (una cantidad que permitía aprovechar al máximo los pliegos del cartón y del papel) incluso tomé prestado, o robé (con permiso) un cuento que les contaba mi marido a nuestros hijos cuando eran muy chiquitos, el del ratón que buscaba la llave del tamaño justo. Así empezaron las Pequeñas historias. 

–¿Y sirvieron para pagar la deuda?

–En realidad, no. El Quirquincho estaba siempre en deuda pero no les pagaba mal a los empleados, ni a los ilustradores y autores sus derechos. La única manera que se encontraba de salir adelante era seguir produciendo cada vez más, salir con colecciones nuevas todo el tiempo. Era una necesidad y, al mismo tiempo, un exceso, una hybris, y también un error, como tratar de llenar un pozo sin fondo. Manuel exageraba la apuesta, la audacia, el riesgo. Había una especie de megalomanía también, creo que aspiraba a lograr una estrategia de negocios que le permitiese concretar una gran hazaña: ganarles a los bancos, burlar el gran aparato del dinero sin dejar de ganar mucho dinero. Porque Manuel quería ser muy rico. En mi caso exageré en el hacer y me despegué demasiado del dinero. Escribir era algo que “me salía”, me resultaba natural, y disfrutaba mucho haciendo libros. Hubo un aprovechamiento de ese hacer mío, pero sería injusta si no dijese que, en alguna medida, también yo “aproveché” ese marco donde podía concretar proyectos, ensayar cosas nuevas, publicar autores diferentes, que exploraban otros caminos. Pero fue demasiado. Traté de mantener siempre la cuerda tensa pero cuando la exigencia de salir con novedades era mayor que la posibilidad real de generar buenos textos, seguramente debo haber aflojado la calidad. Cuando el trabajo, además de escribir, es hacer libros, que son objetos que están en el mercado, que se producen a costo determinado, y después (¡si hay suerte!) se venden… no hay muchas formas de decirle que no a esa exigencia. Salvo que se pueda dejar de trabajar y vivir de otra cosa. 

–Y si no se puede, ¿qué se hace?

–Lo que se puede hacer es tratar de incorporar al juego lo que a una le interesa, meterlo en los resquicios, aprovechar las ocasiones, hacer de cuenta que los espacios pequeños son en realidad muy grandes y hacerlos valer para algo más que responder a la demanda. Yo traté de hacer eso, con resultados diversos. 

–¿Cómo fue posible la reedición de estas Pequeñas historias?

–Gracias a María Fernanda Maquieira (editora de Loqueleo) y a la mediación de mis hijos. A los casi 70 cuesta a veces volver a ponerse en marcha. Hoy me recuerdan todo ese pasado y esas peripecias que las rodearon. Y veo estos libros de ahora, más leves, más gráciles, que me gustan tanto, con esa manera natural y generosa que tienen los nuevos ilustradores de incorporar e incorporarse a una colección que tiene casi treinta años. 

–Tomaron la decisión de mantener algunas de las ilustraciones originales y sumar nuevas. ¿Cómo y por qué, en cada caso?

–Los ilustradores de la colección original fueron Oscar Rojas, Hora Hilb, Gustavo Roldán (h) y Alejandra Taubin. El que más títulos ilustró fue Oscar. Me gustaban mucho las ilustraciones, algunas especialmente que parecían haber acertado con el tono y el espíritu de los cuentos. Pedí conservarlas, hicieron un trabajo formidable para recuperar algunas, ya que no se disponía de los originales, como en el caso de Rojas. En otros casos, como el de Nora Hilb, ella misma los rehizo, muy cercanos a los originales, y mejores. Otros ilustradores no quisieron que se volvieran a usar las mismas ilustraciones, con las que ya no se sentían representados, ni tenían interés o tiempo de hacer otras nuevas. El caso de  Gustavo Roldán, por ejemplo, que había Ilustrado Juanito y la luna, Un pozo muy hondo y Un poquito de arco iris. Fue una buena oportunidad, porque se incorporaron ilustradores nuevos que hicieron unos dibujos preciosos y muy frescos, respetando el espíritu de la colección y aportándole espíritus nuevos. 

–¿Ha tenido alguna devolución particular, que recuerde especialmente, de estos libros?

–Muchas pequeñas historias. Una muy especial: la de Maud Gaultier, una investigadora francesa que estaba haciendo una tesis sobre literatura infantil argentina y me acercó una fotocopia famoso por entonces, no muy fácil de hallar, que se llamaba Petit Jean et le lune. Maud se asombraba de la coincidencia con Juanito y la luna, aunque el desarrollo no era el mismo. ¿Sabía yo algo de ese título? No, que yo recuerde. ¡¿Había leído el nombre del libro (que no tenía la menor posibilidad de conococer) y me había quedado guardado en algún recodo de la memoria? No lo sé. Yo no había traducido todavía el libro de Marc Soriano, donde pude conocer más de la literatura infantil europea, pero sí había leído otras cosas muy buenas como las de Isabelle Jan donde tal vez, no lo sé, se hubiese citado el libro. La memoria tiene esas cosas sorprendentes. No es la única vez que lo advertí. 

–¿En qué otra ocasión, por ejemplo?

–En la época en que me interesé por la historia del libro infantil popular en la Argentina, volví a leer muchas cosas que ya había leído, o me habían leído de muy chica. Releyendo algo de todo eso, ya casi olvidado, me encontré con una colección que consistía en un libro grande, tamaño oficio digamos, y uno más chiquito, casi como una estampilla. Venían juntos y muchas veces eran de animales (elefante grande y elefante chico, gato grande y gato chico). No recuerdo haber tenido esos libros en casa, pero seguramente los vi en el kiosco, o en casa de mi amiga Susana Zucotti, que tenía librería. ¿Cómo no suponer que ese recuerdo, completamente borrado creía yo, había actuado desde allá atrás, desde las sombras, y dado pie a lo que fue después Más chiquito que una arveja, más grande que una ballena, entre otros cotejos entre lo grande y lo chico que hay en los cuentos que escribí? Un cotejo que, por supuesto, a su vez tenía muchos antecedentes, algunos ancestrales, como esos pliegos de imágenes que se vendían en las ferias de la Europa del siglo 18, donde la oposición entre lo grande y lo chico, lo gordo y lo flaco, lo alto y lo bajo era una inagotable fuente de comicidad. Esa recorrida por los modestos libritos que se producían prácticamente “a bulto” en los 40 y 50 fue una especie de lección, un baño de humildad. Ver que lo viejo y lo nuevo se van entretejiendo, y que la hebra de lana muchas veces pasa de un lado al otro de las agujas, recogiendo el punto a veces desde arriba, otras veces desde abajo, lo que permite que el punto ceda y, al mismo tiempo, conserve su forma.  

–¿Qué otro texto o textos tendría ganas de reeditar?

–Me gustaría ir reeditando algunos de los libros que están agotados, en la medida en que sigan teniendo interés para los editores. Hace muchos años que vivo de este trabajo. El de escribir sobre todo. También el de editar, aunque en ese trabajo los ingresos nunca fueron constantes ni equivalentes al esfuerzo. No fueron determinantes, como se dice, para parar la olla. En cambio tuve la suerte de poder publicar bastante, en varias editoriales y varios países, y los derechos de autor aún suponen para mí un ingreso básico.  

–¿Qué le provoca saber que los chicos la siguen conociendo a través de sus cuentos?

– Que todavía me conozcan –porque otros me dan a conocer– es algo que me sigue provocando sorpresa siempre, aunque haya tenido muchas pruebas de eso, y mucho agradecimiento. A los lectores (que fueron muchos a lo largo de tantos años, y que a veces me permiten asomarme a su particular lectura). A los maestros sobre todo, sin ellos creo que me habrían olvidado. Lo mucho que se recuerda y los muchos títulos que siguen circulando son un privilegio que no estoy muy segura de merecer, una suerte que agradezco. Todo fluye a una velocidad extraordinaria, las imágenes, las noticias, las teorías, los libros, y tener la suerte de haber anclado un poco, o un ratito más largo, vale mucho. Valdría aunque el ancla fuese poco más que una mesa de saldos.