Si se piensa en Reagan, Thatcher, Aznar, Berlusconi, Menem y en decenas de presidentes latinoamericanos, país por país, hay por lo menos un rasgo común: los neoliberales siempre huyen después de los destrozos y recorren el mundo sembrando mentiras, apostrofan contra lo que arteramente llaman "populismo" y a su modo se preparan para algún día volver. Como ahora parece que sucede aquí: primero se fue Sturzenegger, después el "amigo del alma" Caputo, ahora Dujovne.

No serán los últimos. Habrá más. Y detrás de ellos quedará el mal olor de los muchos miles de millones de dólares de una deuda que ellos, macrismo puro, comprometieron en nombre del pueblo argentino y al toque se la timbearon y ha de estar en paraísos fiscales ya que ninguno de esos miles de millones de dólares está en obras en el país. Pero deuda que tendremos que pagar casi 50 millones de ciudadanos y ciudadanas por dos o tres generaciones.

Y lo más grotesco es que si el próximo gobierno decidiera –no lo hará, pero valga como hipótesis– impedirles que salgan del país o embargarles fortunas mal habidas, seguramente y al minuto "los mercados" y "el mundo" (esas entelequias que Macri repite en su paupérrima oralidad) saldrían a protestar con los más cínicos sonsonetes. O sea exactamente lo contrario de lo que hicieron con Cristina, a quien los grandes diarios del neoliberalismo como el NYT, El País y sus repetidores latinoamericanos siguen tratando hoy como delincuente internacional.

Los neoliberales –digo los jefazos e ideólogos en serio, no los chirolitas locales– llevan muchas décadas procediendo así: cuando luchan por el poder son republicanos y libertarios, y exigen de los gobiernos populares "moderaciones" que más tarde o más temprano resultan antesalas de claudicaciones, concesiones estructurales y/o renuncias de soberanía.

Para ello cuentan con innumerables armas, y una es la lingüística. Porque es con la modificación de la lengua de los pueblos, y con el uso insidioso de ideas, teorías y dogmas, que siembran la semilla del odio, cuya germinación siempre es letal para los pueblos.

Como bien señala Adama Dieng, asesor especial del Secretario General de las Naciones Unidas sobre Prevención del Genocidio, "el Holocausto no empezó con las cámaras de gas. Comenzó muchos años antes con discursos de odio". Igualmente las recientes matanzas de comunidades enteras en Ruanda, en Bangladesh, en Myanmar y en Sri-Lanka, así como el aumento de grupos neonazis y el macizo desprecio a los inmigrantes en todo el mundo, se originan en discursos de odio. "Todos los delitos motivados por el odio están precedidos por discursos que lo incitan", dice Dieng. Ya hemos visto en la Argentina desde hace décadas y especialmente en los tres años y medio de macrismo, cómo el odio empieza en las palabras, difundidas por los sistemas comunicacionales.

El neoliberalismo es inmensurablemente peligroso, porque la prédica oral del odio es como una marea poco perceptible. Y sobre todo –cabe subrayarlo– porque cuando no logran sus objetivos, sus ejecutores no vacilan en apelar a la violencia, que es la hija natural de la siembra de odio.

Entre nosotros sobran pruebas, que por suerte han superado la invisibilización mediática y comunicacional imperante desde casi siempre. En abril de 1953 un atentado terrorista causó 7 muertos y un centenar de heridos en la estación Plaza de Mayo de la Línea A. En junio de 1955 decenas de aviones de la Marina de Guerra bombardearon el centro de Buenos Aires, produciendo casi 400 muertos, 30 de ellos niños que viajaban en autobuses escolares. Un año después, en junio de 1956 y tras una sublevación cívico-militar fueron fusilados el General Juan José Valle, 15 militares y 18 civiles.

Con la proscripción al peronismo, durante 18 años se impidió el regreso de Perón e incluso fue delito mencionar su apellido, mientras se iniciaba la entrega del patrimonio nacional por parte de ministros de economía como Krieger Vasena, Alsogaray, Salimei, Alemann y Martínez de Hoz.

La inestabilidad política y económica de esos 18 años desencadenó odios y resentimientos, explotación y abusos cuya exacerbación generó movimientos guerrilleros respondidos bestialmente con terrorismo de Estado y genocidio. Desde 1983, la restauración democrática –de Alfonsín a Cristina Kirchner– fue restañando heridas sin aceptar la infame teoría de los dos demonios con una paciencia, autoridad, grandeza, constancia y firmeza que los tres años y medio de neoliberalismo macrista no consiguieron debilitar.

El neoliberalismo es sinónimo de ideas falsas, apotegmas insustanciales, supuestas ciencias modernas alternativas, individualismo a ultranza y absoluto egoísmo antisocial. Por eso la economía ha sido, y es todavía, su terreno predilecto porque ahí imperan lenguajes dizque "técnicos" como los que abundan en la tele las 24 horas, con profusión de números y vocablos ininteligibles que sólo los "expertos" entienden, silenciando así los temas que verdaderamente afectan a la sociedad. Ése es el rol miserable de la comunicación neoliberal, capaz de corromper periodistas alguna vez objetivos y honrados.

El foco principal e inconfesado del neoliberalismo es, así, debilitar y luego destruir las monedas nacionales. Ya hemos dicho en esta columna que perder la moneda nacional equivale a la pérdida absoluta de soberanía. Y ahí está como ejemplo Ecuador, no casualmente un país sobre un mar de petróleo. Por eso el dólar ­(moneda del país más poderoso de la Tierra, que incluso ahora pretende comprarle a Dinamarca la gigantesca Groenlandia) es ante todo una moneda de dominación, como ya advertía Charles De Gaulle en 1964 al rechazar su internacionalización por considerarla un "privilegio exorbitante". Y por eso en lo que va de este siglo China, Rusia, Irán y otras economías se fortalecen no dolarizándose. Y así se explican, además, el conflicto interno de Inglaterra desde que Margaret Thatcher la ató al neoliberalismo, o el de países europeos como Italia, Francia, Grecia o Irlanda, donde muchos lamentan la pérdida de soberanía monetaria.