Desde Barcelona

UNO El que finalmente suceda aquello que tanto se pensó que tarde o temprano (y de algún modo siempre acaba siendo temprano, por más que se haya pensado por primera vez hace mucho tiempo) habría de suceder, no le quita fuerza o impacto al ardiente momento de hielo en el que tiene tiempo y lugar.

De pronto --una tórrida tarde de agosto-- lo teórico se hace práctica y Rodríguez siente un golpe grave en el pecho y una aguda puntada en la cabeza. Su corazón y su cerebro se estremecen y sudan al mismo tiempo. Porque, sí, pasa lo que ya nunca volverá a pasar: su hijo le comunica que ni loco piensa acompañarlo a ver Toy Story 4. Su hijo se lo dice con cara y voz cambiantes de yo-ya-no-estoy-para-esas-cosas; y agrega un “papi” pensando que así atenúa, en vano, el crack y el shock. Y de nada sirve el que Rodríguez argumente e intente convencerlo con las virtudes de Pixar. O que apele al sentimentalismo de un "Pero si vimos juntas las tres anteriores y dicen que esta sí va a ser la última y...". O reproche sin demasiado convencimiento (porque en verdad no está claro el quién va con quién) con ese "Yo siempre estoy ahí cuando toca una de la Marvel, ¿no?" No hay caso, no hay negociación posible, no sale adelante su investidura. Y el canalla de su hijo busca disimular la efeméride fatal explicando que hace mucho calor y que prefiere quedarse viendo la tercera temporada de La casa de papel (lo que en realidad, sabe Rodríguez, no es otra cosa que el mirar muy fijo y stop y rewind y replay a los bailoteos curvilíneos de Úrsula "Tokio" Corberó).

Y así a Rodríguez la ciudad y el país se le hace como una juguetería rota donde las pilas de las pilas de acusaciones cruzadas nunca se agotan pero agotan tanto y los malcriados grandulones de la pequeña política no dejan de discutir ese "no te presté mis votos porque no me dejaste sentarme en tus sillones". Y Rodríguez va caminando bajo un sol de injusticia (le parece pertinente dotar de algo de épica sufrida y masoquista a la situación, quinientos años y unos pocos días después de que Fernâo de Magalhâes zarpara desde muelle sevillano para poner en práctica la ya teórica "redondeza del mundo") desde Sants a la Villa Olímpica. Rumbo a aquellos cines playeros de versión original. Y se compra el tamaño más grande de palomitas. Y se sienta en la oscuridad del cine. Y se dice que no importará mucho que sea mala (porque de un tiempo a esta parte, la película es lo de menos; lo más es esperar a que se apague la luz, la felicidad de que no se te siente nadie delante, la respiración y la risa de los desconocidos que de pronto se vuelven íntimos y la certeza de que ir al cine es, sí, salir a jugar a ir al cine).

Pero Toy Story 4 es buenísima.

Y ahí está Rodríguez: tan solo pero, de pronto, tan bien acompañado por varios de sus juguetes favoritos.

DOS Y Rodríguez leyó alguna vez que el juguete más antiguo del que se tiene noticias tiene 4.000 años de edad. Pero que la propagación de la especie recién tuvo lugar durante la Iluminación, cuando los niños comenzaron a ser considerados como niños y dejaron de ser hombres XS. El boom de los grandes imperios jugueteros durante la Era Victoriana y el ascenso del Imperio USA a finales del siglo XIX hicieron el resto. Y así hoy y desde 1990 existe algo llamado el National Toy Hall of Fame: Lego, Monopoly, el Hula hoop y el Frisbee y el osito de peluche fueron de los primeros en ingresar; la bicicleta pedaleó hasta ahí dentro en el 2000; la consola Atari se enchufó en 2007; y no hace mucho hicieron lo propio el pinball y el avioncito de papel (pero aún no el barquito que al Georgie de It le hace olvidar que no hay que hablar con desconocidos, en especial si te saludan desde una alcantarilla y van vestidos de killer-clown).

Y Rodríguez se pregunta cuándo dedicarán allí vitrina al cowboy Woody y al spaceman Buzz. Y a toda su banda a la que --en esta cuarta entrega-- se suman regocijantes novedades como la un tanto inquietante muñeca Gabby Gabby (con la dicción de la rubensiana Christina "Joan Holloway" de Mad Men) o los muy siniestros y mudos muñecos Benson (que a Rodríguez de inmediato le recuerdan a Magic, a esos episodios de Alfred Hitchcock Presents y de Dead of Night) o el traumado motociclista acrobático canadiense (un desopilante Keanu Reeves al habla) Duke Caboom. Pero --tarareando las canciones de Randy Newman o sonriendo al oír la voz de Tom Hanks, la voz del de Big o de la próxima biopic de Mr. Rogers, esa institución de la tele infantil inteligente norteamericana donde se fundieron el look de James Stewart con la mística de J. D. Salinger-- lo que aquí se impone es el reencuentro con los viejos amigos. Esa sensación que tuvo Rodríguez de niño cada septiembre al volver de vacaciones y que los jóvenes de hoy desconocen porque viven redesconectados y, por lo tanto, incapacitados para extrañarse.

TRES Y, claro, descolla la empoderada Bo Peep (quien tal vez fue quien exigió que se removiese ese gag supuestamente sexista de Stinky Pete en modo Weinstein con las Barbies en Toy Story 2, dirigida por el ahora expulsado del reino John Lasseter por haber jugado al doctor con empleadas); pero la verdadera estrella de la función es Forky. Forky o la reivindicación del hecho a mano con la psicosis iluminada y suicida de quien sale de la basura e intuye que el destino final de todo juguete es la basura, así que por qué no acelerar el trámite.

De ahí, Toy Story 4 --que hasta se da el lujo de reescribir el final de Casablanca y, en una de las escenas de créditos finales, hasta a The Bride of Frankenstein-- trate de que hay que perderse para recién después poder encontrarse. Y de que no te quieran para de verdad saber lo que es que te quieran. Y de que nada dura para siempre. Y de que, por lo general y a la hora de la verdad, casi siempre, vamos a descubrir eso de las batteries not included en letra pequeña en la caja o en el cajón.

TRES Y Rodríguez sale de allí como flotando. En las salas de al lado dan la nueva de Annabelle o la primera del nuevo Chucky (con la novedad de esta vez no ser poseído por espíritu de asesino en serie sino reprogramado por obrero vietnamita esclavizado), pero nada puede importarle menos. Y algo le dice que esta no va a ser --no puede ser-- la última vez, la Toy Story final. Porque (no habiendo aún ninguna alusión/broma a los niños desdeñando sus juguetes para caer en las garras de los hipnotizantes y nada antropo-zoo-mórficos teléfonos móviles desde los que los políticos se dicen cosas para que todos las lean y que luego cuesta tanto de desdecir para poder pactar) todavía hay mucho por lo que luchar y ganar.

Y eso sólo se consigue jugando, claro.

De regreso en casa, su hijo le pregunta si estuvo buena. Y Rodríguez le contesta que estuvo genial, pero que lo extrañó mucho. Su hijo le dice que ya la verán juntos cuando la pasen en la tele, en esa pantalla de la que ahora no puede despegar los ojos y donde la cámara mira fijo al culo de una muñeca llamada Tokio. Rodríguez también la mira y le pregunta a su hijo --aunque sepa la respuesta: está buenísima-- si está buena, si está buena la serie.

Y la miran juntos.