¿Qué deseo asoma el recuerdo que la nombra en piedra? ¿El del impulso indigenista que México le dio o su amor secreto con Gabriela Mistral? Parece que los dos juntos pisándole los talones porque en cuanto se reconoce que Laura Rodig fue una de las primeras artistas chilenas en esculpir los rasgos de la tierra latinoamericana que pisaba, aparece Gabriela Mistral y aquel viaje que hicieron juntan en 1922 protegidas por José Vasconcelos. Fuera de bambalinas la poeta escribió “Laura Rodig es un alma hecha para admirar. Ningún veneno en sus juicios”, tiempo después la escultora posó junto al busto que ella misma hizo de la poeta para una foto sin fecha en la Plaza de Vicuña. Dos escenas –casi siempre dos otoños– en tierna o descarnada confrontación con lo real alcanzan y hasta sobran.
 Dicen que Laura fue el primer amor de Gabriela, amor que durante años la biografía tradicional llamó protección (la madre y el padre de Laura habían muerto y había vivido una infancia en casa prestada de parientes compadecidos que la libraron de la almohada húmeda del patronato). Pero protección –no vaya a ser que alguien se olvide de la indiscutida función maternal de las mujeres– no fue la única palabra elegida para que el énfasis finja, otras dos también se usaron para explicar la presencia de Laura en México: “acompañante” y “secretaria”. Volviendo al viaje azteca, museo itinerante e iniciático, dicen que aquellos murales (con Orozco y Rivera incluidos) arrancaron cualquier paradigma conservador que quedara en el cuerpo de la joven rebelde, resabios de la educación recibida que cuenta con una expulsión en su legajo de estudiante (que después logró levantar) por haber hecho caricaturas de su profesor, el escultor Virginio Arias.
 En la vida de Laura, México y Gabriela son soliloquios largos sin interrupción de puntos y comas que alteran en el contorno del día la invariable distrofia de lo cotidiano. México y Gabriela son –cuando todo se vuelve siempre presente– versos apareados de esculturas en ciernes. Rodig formó parte del Servicio de Misioneros de Cultura Indígenas en México y del proyecto político-visual latinoamericano de Torres García en la Galería Zak, en la París de 1930. Era miembro del Partido Comunista chileno y socia activa del MEMCH (Movimiento de Emancipación de la Mujer Chilena) que hermanó las luchas sociales con las de género. Su India Mexicana (1924), y su Desnudo de mujer (1937) son mucho más que un tanteo tridimensional de esa lucha, de esa pelea y de esa deconstrucción. Ahí aparece la reivindicación de la maternidad obrera e indígena, “una suerte de patriotismo femenino mistraliano” y el nuevo modelo de feminidad que transgrede los límites del canon volteando contenidos y patrones de sexualidad y corporalidad, “sus mujeres son nuevos modelos femeninos que disputan la heterenormatividad del espacio público convirtiéndose en productoras de nuevos significados”.
Una forastera siempre, no importa el país que pise, cuando de resistir el dominio patriarcal se trata y una artista de dibujos descomunales, esos dibujos –que alguien ya llamó esculturas– con los que una se tropieza en la oscuridad para iluminarse.