Desde Montevideo

Será por el río, por el halo de nostalgia que envuelve a la Ciudad Vieja y al puerto, por esa costumbre de tomar mate en la calle o el olor a porro que perfuma las esquinas. Será por la parsimonia con que se anda o porque sus habitantes superan por poco al millón. Montevideo parece ser una ciudad que, como un pueblo aislado, predispone a la conversación. Y no sobre cualquier tema: conversaciones que derivan en costados profundos. Como el que expone una mujer que se encuentra en las puertas del Centro de Fotografía, en la Avenida 18 de Julio (la principal), un sábado lluvioso, bajo un techito. Fuma y recuerda que fue presa política, y cuenta que sigue luchando por la memoria y “en la búsqueda”. En las puertas de un bar donde se venden buenos chivitos -caros, sí, para el bolsillo argentino-, frente a la rambla, otra mujer pasea con su perra, y sin demasiado preámbulo cuenta que, súbitamente, en un accidente, perdió a toda su familia.

Sin alterar su apacible ritmo, el Festival Internacional de Artes Escénicas (FIDAE) es un pulpo que se expande por toda la ciudad. También por los otros 18 departamentos del país. Su magnitud lo vuelve inabarcable: ofrece, durante casi dos semanas, más de 30 obras de más de diez países y de diversas disciplinas, con acento en Iberoamérica y la creación femenina, esto último al menos en términos locales. Tienen cabida desde la Orquesta Sinfónica del SODRE hasta el teatro independiente, pasando por la danza contemporánea, títeres, circo, murga y ópera. Lo organiza el titular del Instituto Nacional de Artes Escénicas (INAE), José Miguel Onaindia, un argentino sobre el que se hacen chistes de que “lo perdimos” en reuniones que suceden dentro del encuentro. Si la sensibilidad parece brotar en Montevideo de manera espontánea -la melancolía es su sello según los portales turísticos-, entonces un acontecimiento vinculado a las artes escénicas no hace más que acentuar la tendencia.

Y es que en más de un ocasión, lo que ocurre debajo del escenario se vuelve tan importante como lo que pasa arriba. Rogelio Gracia es un actor que vive sobre todo de la locución: no es fácil sobrevivir de lo suyo en el paisito. La mayoría de los artistas de su generación abandonó y se dedica a otra cosa, se lamenta. Un día inexplicablemente caluroso, ideal para una Patricia frente al río, Rogelio se mete en un pequeño espacio cercano al puerto, llamado Tractatus. Allí ve la obra Cheta, de Florencia Caballero Bianchi, que tiene como contexto la crisis de 2002 en Uruguay. Al salir de la función, Rogelio llora. El día anterior había estado ordenando el departamento de sus padres, que fallecieron los dos con diferencia de semanas, este año. Y se había acercado a una olla popular de la ciudad para donar su ropa. La trama de Cheta le hace pensar en lo contentos que estarían sus padres con el destino de sus pertenencias, mientras el celular no deja de entregarle mensajes de agradecimiento. Si algo empaña tanto encanto montevideano es la gente que se ve durmiendo en las calles y pidiendo ayuda.

El Teatro Solís, que depende de la Intendencia de Montevideo, definido como el más importante del país, se halla atravesado por un conflicto: sus trabajadores vienen denunciando hace un año maltrato laboral por parte de su directora, Daniela Bouret, a quien se le abrió un sumario pero permanece en el cargo. Antes de las funciones, comparten la lectura de una carta en el hall para visibilizar la situación, y aclaran que decidieron no hacer paro para así no perjudicar el desarrollo del FIDAE. Una de las obras que se puede ver aquí es la portuguesa By heart, que es un suceso, como ha pasado en otros lugares del mundo. Con un formato muy original, el actor Tiago Rodrigues hace participar a diez personas del público, que deben memorizar un texto. El espectáculo propone, entre otras cosas, que los textos prohibidos pueden siempre encontrar un escondite seguro en cerebros y corazones. No podía no aparecer, en una obra polifónica hecha de citas y que versa sobre libros prohibidos, una alusión a Fahrenheit 451. También en este caso, son varios los que salen emocionados.

En el corazón de la ciudad se ha instalado un grupo de programadores de distintos festivales de Iberoamérica. Son recibidos en el hotel con un medio y medio. La presencia más llamativa es la de una japonesa interesada en traducciones, que dice que en su país nadie más que los integrantes de su grupo da atención al teatro latinoamericano. Ella ya trabajó con la obra de Sergio Blanco, quien estrena espectáculo en el festival. Es a Celso Curi, programador de Brasil, a quien By heart le resuena especialmente. El fue uno de los primeros periodistas en su país que se ocupó de cuestiones de género y sexualidad. Durante la dictadura estuvo preso y tuvo que exiliarse en Alemania a los veintitantos. Fue en Frankfurt que vio la película de François Truffaut que se menciona en la obra portuguesa. “Tengo el peor presidente de todos”, protesta Celso, casi compitiendo con un periodista argentino. Se acaba de enterar de que Bolsonaro congeló los fondos para películas LGTBI.

Las fronteras entre realidad y ficción se diluyen todavía más el mediodía en que el público vibra en una sala del INAE. A Montevideo llega una obra creada en Rivera, zona de frontera seca entre Uruguay y Brasil. Sin metáfora, y sin necesidad de ella, tres trans cuentan sus vidas, en un work in progress de la reconocida directora Marianella Morena. Ellas son Allison, Nicole y Victoria. Allison cuenta, por ejemplo, que se hizo una operación de reducción de nuez y feminización de su voz, con total apoyo de su madre. Victoria no tuvo la misma suerte: la echaron de casa. Nicole, que alguna vez se llamó Washington Javier, tuvo que comer y vestirse de la basura. Con eje en la condena social y en la urgencia de un cambio de mirada, Naturaleza trans se pregunta por las fronteras. No sólo las que existen entre la realidad y la ficción, sino también las del idioma, las geográficas, las del género. Y termina con un clima de fiesta, con actrices y público danzando a la par.

Lo que pasa arriba, lo que pasa abajo, lo que pasa alrededor del escenario. El Galpón, uno de los grupos más emblemáticos del país -bastión de resistencia en la dictadura, como el Teatro Circular-, cumple 70 años y lo celebra con una conferencia. Mate en mano, Héctor Guido, secretario de la asociación, recuerda aquel septiembre de 1959 en que un grupo de botijas decidió levantar una sala en un galpón derruido. Por fuera de la formalidad de la conferencia, Ñatita Ferrer, actriz desde los tiempos en que se suponía que eso equivalía a “ser puta”, aporta algunos detalles de la hazaña de la que formó parte: a ella le tocó enderezar clavos; hubo que rehacer una viga que salió torcida. Cuesta imaginarla en esa situación, viéndola ahora, con sus 90 años y su baja estatura, sobre la que bromea cuando la saludan. Ñatita recuerda también que los vecinos que en un principio repudiaban los ruidos que los jóvenes comunistas causaban en horarios inapropiados terminaron volviéndose socios del proyecto. Actualmente, El Galpón es un enorme centro cultural de tres salas ubicado en la 18 de Julio, que se sostiene por el aporte de sus socios.

“Fue un mazazo al avance neoliberal en la región”, opina Héctor después de la conferencia, sobre los resultados de las PASO en la Argentina. Por estos días, preelectorales también aquí, la televisión habla de “hordas” de uruguayos que cruzarían el charco para consumir aprovechando la devaluación, causando un perjuicio a la economía nacional. La cuota de política latinoamericana explícita en el FIDAE la aporta Agarrate Catalina, con chistes sobre Bolsonaro y una pequeña alusión, también, a la decaída economía argentina. Con la memoria y la creación femenina como algunos de sus resonadores, y la entusiasta respuesta del público ante las propuestas internacionales y las piezas locales llenas de modismos (los famosos “bo” y “ta”), el FIDAE se despide esta noche para regresar dentro de dos años.