“Durante muchos años fui a esa casa y me acerqué a ese piano Steinway, en el que conocí las bellezas y terrores de los estudios de canto. Hoy sé que hubiera sido un buen cantante de oratorios”, escribe Thomas Bernhard (1939.1981) haciendo memoria. Y también: “Durante toda mi vida he sido uno de esos aguafiestas y seré y seguiré siendo siempre un aguafiestas, como me calificaban siempre mis parientes. Siempre fui un aguafiestas, con cada aliento, con cada línea que escribo. Siempre he molestado e irritado. Todo lo que escribo, todo lo que hago, es molestia e irritación. Toda mi vida como existencia no es otra cosa que un molestar y un irritar ininterrumpidos”. Estas dos confesiones explican quizás los resortes de su narrativa, la experiencia y la reflexión fusionadas en una partitura escritural que comparte la severidad del oratorio y la furia de la diatriba. El mejor ejemplo, sus cinco relatos autobiográficos: “El origen”, “El sótano”, “El aliento”, “El frío” y “Un niño”, traducidos por Miguel Sáenz y compilados en Anagrama, cinco tan breves como hirientes que arrancan en su más sombría infancia, un padre desconocido, una familia que camina por la cuerda floja, un abuelo anarquista y escritor como maestro, un instituto nacionalsocialista bajo los bombardeos entre escombros y cadáveres pestilentes, una Salzburgo podrida bajo su aire refinado, y también el bajo fondo, dependiente en un almacén para obreros menesterosos, el pasaje por un reformatorio, la juventud minada por una enfermedad pulmonar de por vida, el diagnóstico de muerte vencido a fuerza de voluntad en hospitales miserables. En los castigos de la educación nazi tanto como en la observación clínica de sus esputos relumbran la bronca de antichauvinista hidrófobo que afloja apenas cuando rescata a Mozart o Trakl. La estancia en un hospital, reflexiona Bernhard, forma un círculo de pensamiento. “El enfermo es un clarividente, para nadie es más clara la imagen del mundo”. El artista, como le enseñó su abuelo, internado en su mismo hospital, “tenía la obligación de ir de cuando en cuando a un hospital, aunque igual daba que fuera a un hospital o una cárcel o un monasterio. El artista o el escritor que esquivaba esa realidad, por la razón que fuera, estaba condenado de antemano a la insignificancia absoluta. En ese círculo de pensar alcanzamos lo que afuera jamás podríamos alcanzar: la conciencia de nosotros mismos y la conciencia de todo lo que existe”. La filosofía de Bernhard proviene de pensadores que no se definen por un sistema cerrado: Montaigne y Pascal. Si bien en sus relatos parte de la experiencia, Bernhard no se manda una autobiografía tradicional. Su búsqueda no es el desarrollo lineal ni el exhibicionismo sino la construcción dura de una identidad, el conflicto permanente entre los otros y la subjetividad. Su conclusión pesimista viene a ser “nosotros es yo”.

“Quien no conoce la antesala del infierno es un inconsciente. La verdad, la conoce sólo el interesado si quiere comunicarla”. Pero, asumiendo la contradicción, “el deseo de verdad es, como cualquier otro, la vía más rápida para la falsificación y el falseamiento de un estado de cosas”. Así planteado, lo bernhardiano se cifra en la tomografía de una anécdota sepultada (los cementerios son todo un ítem en su iniciación, tanto como el suicidio, siempre un as en la manga que garantiza la continuidad en la supervivencia), una nimiedad enterrada en la memoria que rastrilla, selecciona, cuenta y al desarrollar una acción puede, de improviso, frenarse y reparar que tal vez no fue preciso del todo en lo que escribió y necesita revisarlo, volver sobre el asunto y otra vez, recobrar el embale para seguir, un continuo que es siempre ponerse en cuestión, un escarbar en el pasado para ratificar su desacuerdo con la historia, esa historia que impone una revisión personal y que deberá ser diseccionada como drama social. La via regia es una prosa compacta, taladrante, con escasos o ningunos puntos aparte, con una densidad que le ha valido la tipificación de asfixiante motivada por su enfermedad respiratoria. En todo caso, más realista que leer su enfermedad en la escritura, sería ponerse delleuziano y considerar que no es su enfermedad quien lo escribe sino su salud.

En efecto, el pasado como material a interrogar. Por ejemplo, la madre y lo secreto: “Para las “preguntas decisivas que hubiera querido hacerle ahora era demasiado tarde. Aplazamos las preguntas porque nosotros sólo las tememos, y de repente es demasiado tarde para ellas. Debemos tener el valor (tanto hacia aquellos a los que tenemos que preguntar como hacia nosotros mismos) de atormentarlos con preguntas, despiadadamente, inexorablemente de no tratarlos con miramientos. Lamentamos todo lo que no hemos preguntado cuando la persona a la que había que preguntar no tiene ya oídos para esas preguntas, está ya muerta. Sin embargo, aunque hubiésemos formulado todas las preguntas, ¿habríamos tenido una sola respuesta? No aceptamos la respuesta, ninguna respuesta, no debemos hacerlo, ésa es nuestra existencia, nuestra pesadilla”.

“A mí dolor le puse un nombre”, escribe Nietzche en “El caminante y su sombra”: “Lo llamo perro”. “En las alturas”, la primera novela de Bernhard, también traducida por Sáenz y publicada por El Cuenco de Plata, data de 1959, y cuenta con un pichicho como ladero en el descenso de una vida perra en modo Dostoievski. Vale recordarlo, también Joseph K es asesinado como un perro temiendo que la vergüenza lo sobreviva. El desprecio a la patria, las tradiciones, la iglesia y la familia son centrales en las anotaciones compulsivas de un cronista de tribunales, como lo fue Bernhard en ese tiempo. Rebotada por dos editoriales, Bernhard la publicaría post mortem treinta años después, después de sus relatos autobiográficos. Entre los muchos atractivos que tiene “En las alturas” como opera prima, es que plantea sus obsesiones y advierte todo lo que vendrá después y cumplirá implacable. Así esta novela, por momentos fluir de la conciencia, por momentos prosa poética, con sus visiones sórdidas y escatológicas, en su crudeza, leída ahora, deviene una introducción virulenta a su escritura retorcida, incisiva y nada complaciente. Es que Bernhard muerde.