Desde Río de Janeiro

Entre el primero de enero de este año y el pasado martes 20 de agosto pasaron exactos 232 días. En ese periodo fueron registrados casi 80 mil incendios en las matas amazónicas. Es decir: hubo unos 340 focos de fuego intencional, destructor, por día. Más de diez incendios por hora.

Al menos en ese aspecto, el presidente Jair Bolsonaro (foto) cumple rigurosamente lo que anunció a lo largo de sus casi tres décadas de oscuro diputado y que reiteró a lo largo de su campaña electoral: vencer la "psicosis ambientalista" creada y alimentada por el marxismo cultural que, entre otras estupideces, inventó el calentamiento global.

Como resultado de esa avasalladora capacidad de destrozar la floresta amazónica, en las últimas semanas aumentó de manera contundente la presión externa sobre Brasil.

El viernes 23 de agosto el presidente francés Emmanuel Macron anunció que su país se negará a firmar el acuerdo Unión Europea-Mercosur. El resultado serán duras consecuencias económicas no solo para Brasil, sino para todo el bloque sudamericano. Se da por seguro que otros países también adoptarán sanciones mientras persista la destrucción de la floresta.

Pero Bolsonaro insiste: los datos que estudios e investigaciones científicas son pura manipulación. Se trata de números exagerados, parte de una amplia maniobra de quienes pretenden apoderarse de la riqueza nacional.

Semejante estupidez encuentra pleno respaldo entre los seguidores más fanáticos de Bolsonaro, mientras crece la preocupación entre los demás brasileños que asisten, impotentes, a cada secuencia de la destrucción del país. Nadie logra explicar cómo ocurre lo que ocurre sin que aparezca alguien mínimamente lúcido para ponerle un freno al presidente.

La verdad es que una de las principales dificultades a la hora de intentar entender qué ocurre en Brasil bajo la presidencia de semejante esperpento es saber por dónde empezar: ya no a cada día, pero varias veces al día, Bolsonaro multiplica su capacidad de disparar bestialidades y mentiras y adoptar medidas sin vuelta.

En el plano interno, movido a base de furia destructora y vengativa, el presidente trata de atropellar a las instituciones, mientras que en el externo distribuye muestras contundentes de una insólita vocación para el desastre.

Bolsonaro quiere manipular la Policía Federal, la Procuraduría General de la Unión y el fisco. Todo para proteger a uno de sus hijos, el senador Flavio, atrapado en clarísimas maniobras de – para ser delicado – apropiación indebida de recursos públicos. O, para ser directo, robo.

Quiere, además, controlar a la Policía Federal para evitar que prosiga en algunas de sus investigaciones, en especial las relacionadas a sus hijos y sus respectivos secuaces. Quiere intervenir en el fisco para evitar que se aclare la milagrosa multiplicación no de panes y peces, sino del patrimonio de la familia presidencial. Para completar el escudo protector, quiere un procurador general que se dedique a olvidar y no a investigar.

En el plano externo, la destrucción ocurre a dos manos: no satisfecho con destrozar la sólida tradición de una de las diplomacias más respetadas y eficaces de los últimos cien años, Bolsonaro entregó a otro miembro del alucinado clan familiar, el diputado Eduardo, el control directo de las relaciones externas del país. Hay, por cierto, un fantoche sentado en el sillón de ministro de Relaciones Exteriores, una nulidad llamada Ernesto Araujo, pero quien efectivamente define, determina y comanda la política externa es el hijo presidencial.

El resultado está a la vista de todos: Brasil está cada vez más aislado en el escenario internacional. Lo peor es que nadie en el gobierno parece darse cuenta de esa realidad, cuya tendencia, además, es a consolidarse a raíz de lo que ocurre en la Amazonia.

Existe, es verdad, un ministro del Medio Ambiente, Ricardo Salles. Un detalle en su biografía explica su nombramiento: el referido caballero fue condenado en primera instancia por haber cometido un crimen ambiental.

Salles no es, por cierto, la única aberración de un gobierno plagado de ellas. Pero es el más peligroso: de todo lo que la furia bolsonarista viene destrozando a velocidad alucinante, el medioambiente es, quizás, lo único irrecuperable.

Gracias al incentivo descontrolado de Bolsonaro, religiosamente respaldado por Salles, décadas de política ambiental fueron destrozadas. La minería ilegal, por ejemplo, viene contaminando ríos y arroyos. Las invasiones de reservas indígenas crecen de manera descontrolada. La fiscalización fue prácticamente eliminada por Salles, bajo la sonriente complacencia de Bolsonaro y compañía.

Todo eso sería nada más que una clarísima muestra de hasta qué punto ese gobierno insano puede ser peligroso. Pero la verdad es que se trata de un riesgo mucho mayor, cuyas dimensiones nadie, al menos por ahora, es capaz de calcular.