Entre los meses de julio y diciembre de 1938, en la sección Personas Buscadas de todos los diarios italianos, se pedía información sobre el paradero de Ettore Majorana, siciliano de treinta y un años, visto por última vez el 26 de marzo anterior, en el barco que cruzaba diariamente de Nápoles a Palermo. Majorana era por entonces, a pesar de su juventud, profesor titular de física teórica en la Universidad de Nápoles. Enrico Fermi, el físico italiano que ganaría el Premio Nobel ese mismo año y luego se exiliaría en Estados Unidos para integrar el núcleo duro de científicos que desarrollaron la bomba atómica, dijo al enterarse de la desaparición de quien había sido su discípulo, en Roma, unos años antes: “Hay varias clases de científicos. Están los de segundo y tercer orden, que hacen correctamente su trabajo. Están los de primer orden, que hacen descubrimientos que abonan el progreso de la ciencia. Y luego están los genios como Galileo o Newton. Ettore Majorana era uno de ellos”.

Lo curioso del caso es que Majorana no protagonizó ningún descubrimiento en su breve trayectoria como investigador, apenas publicó un artículo en vida (menos por iniciativa propia que por insistencia de sus colegas) y no dejó papeles póstumos. De hecho, ni siquiera fue para estudiar física que Majorana se trasladó de su Sicilia natal a Roma: cursaba ingeniería hasta que uno de sus compañeros lo convenció de cambiar de carrera y postularse para integrar el legendario grupo de trabajo que Fermi había formado en el Instituto de Física, los “ragazzi di Via Panisperna”.

Hay personas cuya timidez las hace invisibles. Y hay personas que precisamente por no hablar atraen de modo estruendoso la atención sobre sí mismos. Ése fue el caso de Ettore Majorana, desde pequeño hasta el día de su desaparición. Su corta y excéntrica vida, su enigmática desaparición, el perfil que dibujaban su genialidad y su incomodidad con esa genialidad, fueron como un rodillazo en los cojones para la Italia de Mussolini. En el legajo judicial del caso, después de las dos notas de despedida que dejó Majorana (una a su familia, otra a su colega Corelli de la universidad), se suceden una afirmación de Fermi (“Con lo inteligentísimo que era, tanto si hubiera decidido desaparecer como hacer desaparecer su cadáver, lo habría logrado sin ninguna duda”), un asombroso aforismo del jefe de la policía fascista Arturo Bocchini (“A los muertos se los encuentra; son los vivos los que desaparecen”) y, a continuación, una anotación de puño y letra de Il Duce: “Quiero que lo encuentren”.

Nunca lo encontraron. A pesar de las sugestivas evidencias que acercó la familia (el día de su presunto suicidio, Majorana llevaba encima su pasaporte y todos sus ahorros, y por lo menos dos personas que lo conocían juraban haberlo visto semanas después de aquella misteriosa jornada), la policía italiana cerró, archivó y olvidó para siempre el caso a fines de 1938.

Nada que fuese a intimidar a Leonardo Sciascia: un caso cerrado casi cuarenta años antes, con la mayoría de los testigos muertos, seniles o imposibles de rastrear. A lo que había que sumarle el elemento siciliano: ese precipitador ambiental que pocas personas en Italia han explorado, enfrentado y retratado como Sciascia. Precisamente por ahí comenzó la magistral lección narrativa que nos ofrece en La desaparición de Majorana: su misterioso personaje era oriundo “de un lugar donde vivir contra la ciencia, o al menos sin ella, ha sido siempre lo normal”. Majorana se había convertido en científico casi involuntariamente, sólo por los méritos de su propia precocidad, y había vuelto a Nápoles casi obligado por su nombramiento como profesor. Ni siquiera su desaparición parecía del todo voluntaria. ¿Puede concebirse persona más idónea para dar lugar a un mito, a un relato moral?

Sabemos bien que a Sciascia le fascinaban los relatos morales. Fue un maestro en el género porque odiaba las moralejas. En sus libros puede sonar lúdico, escéptico, indignado o perplejo, pero su gracia, su magia, es saber enmascarar un relato moral sin decirnos la moraleja. Ésa su marca de fábrica siciliana. Otros manejan la lupara; él maneja como nadie ese registro de cien páginas envolventes, hipnóticas, que dan ganas de leer en voz alta de principio a fin, tan bien escritas están, tan llenas de inteligencia y belleza y verdad. Italo Calvino y Pier Paolo Pasolini lo admiraban por eso. También lo admiraban muchos otros, pero teniendo la estima de esos dos, qué necesidad hay de sumar otros.

El relato moral que propuso Sciascia en esa oportunidad (el libro se publicó inicialmente por entregas, en el diario La Stampa de Turín, en 1975) se cimentó en el dilema que enfrentaba Majorana como científico, la zozobra religiosa ante la frontera que indefectiblemente alcanzaría la ciencia. Porque, cuando se enfrentara a la posibilidad de manipular la energía nuclear, la ciencia no querría detener su avance, como quedó en evidencia después. Por eso, dice Sciascia, decidió Majorana desaparecer, “retirarse del siglo”, en 1938: para no tener que inventar la bomba atómica. Porque sabía que, si no se iba, no podría no inventarla.

Lo mismo le había sucedido al alemán Heisenberg, con quien Majorana pasó seis meses decisivos en Leipzig, en 1933. Es significativo que, a su retorno a Roma luego de esos meses con Heisenberg en Leipzig, Majorana dejara de asistir al Instituto de Física y se volviera cada vez más ermitaño, a causa de una profunda depresión nerviosa. Hoy sabemos que Heisenberg no sólo no desarrolló la bomba atómica para Hitler sino que se pasó la guerra rogando que los del otro lado hicieran lo mismo. Incluso tuvo un encuentro con Niels Bohr en Copenhagen, en 1941, donde trató de enviar ese mensaje a los físicos aliados.

Se sabe también que en uno de los tantos momentos de crisis del Proyecto Manhattan, el italiano Fermi le comentó por lo bajo al húngaro Wigner: “Ojalá Ettore estuviera aquí…”. El general Groves escuchó y preguntó quién era ese Ettore, para mandarlo traer de inmediato, pero Fermi contestó: “No… Era un colega que desapareció en 1938”.

Sciascia sostiene que es imposible que Heisenberg y Majorana no hablaran de energía nuclear durante sus conversaciones a solas en Leipzig en 1933 y que es imposible que esas conversaciones no influyeran en el retraimiento posterior de Majorana y su desaparición en Nápoles. Sciascia señala también que la afinidad entre Heisenberg y Majorana había evolucionado del plano científico al humanista. Hay unas palabras muy significativas escritas por Heisenberg en esos años sobre el problema de lenguaje que enfrentaban él y sus colegas: “Los físicos modernos enfrentan el mismo problema que enfrentaban los místicos antiguos. Ambos desean comunicar su conocimiento, pero cuando lo hacen con palabras, sus argumentos se vuelven paradójicos y llenos de contradicciones lógicas. Estas paradojas son características del misticismo. Y, desde principios de este siglo, también de la física”.

Sciascia explora esas paradojas hasta sus últimas consecuencias para ponernos frente a frente con los científicos que intentaban hacer la bomba atómica y los que intentaban no hacerla, durante la Segunda Guerra Mundial, y nos muestra que los supuestamente buenos estaban trabajando para el mal y que los supuestamente malos trabajaron para el bien. Lo hizo, como ya he dicho, desde las páginas de un diario. Incluso podría decirse desde las páginas veraniegas de un diario: se publicó a lo largo del mes de agosto italiano, que es el mes de la inactividad por excelencia en la península. Sin embargo, con cada entrega sucesiva de su folletín, Sciascia logró que toda Italia terminara hablando de ese ser olvidado llamado Ettore Majorana, y que su desaparición y su genio científico pasaran a formar parte del santoral popular a partir de entonces.

Hay libros, películas, programas televisivos y titulares sensacionalistas sobre el paradero de Majorana hasta el día de hoy. Se dijo que se lo había visto en Venezuela y en Argentina (el programa Chi l’ha visto? de la RAI llegó a enviar un equipo a Buenos Aires en el año 2006). Pasolini supo ver mejor que nadie la causa de ese fenómeno en la naturaleza indefinible del libro: “El Majorana de Sciascia es tan bello precisamente porque no es una indagación sino la contemplación de un misterio. Pone delante de nuestros ojos la razón de esa desaparición mientras nos dice que en estos casos las indagaciones no revelan nada”.

Sciascia murió en 1989 sin saber qué había pasado con Majorana. La última teoría al respecto es, quizá, la que más le habría gustado: se refiere a L’OmuCani (“hombre-perro”), un vagabundo que erraba por las calles del pueblo siciliano Mazara del Vallo hasta que apareció muerto por causas naturales, en la plaza del pueblo. El Hombre-Perro ayudaba a los jóvenes del pueblo con sus tareas de ciencias y se ayudaba a sí mismo a caminar con un rústico bastón que tenía tallada la inscripción 5.8.06. La fecha de nacimiento de Ettore Majorana era el 5 de agosto de 1906.