Vanessa Gómez Cueva cumple años el 9 de julio. Mientras vivió en Argentina lo disfrutaba doblemente “porque era feriado”, en sus propias palabras. Compraba los ingredientes para cocinar un día antes, ella preparaba la torta –su especialidad es el keke peruano– y se juntaba con toda la familia. Su mamá, sus hermanas, sus sobrinos. “Se llenaba la casa”, recuerda. Este año fue una fecha llena de tristeza, porque la agarró expulsada del país, en su Perú natal pero separada a la fuerza de sus hijos mayores, de 6 y 14 años, de quienes no había podido ni despedirse cuando la subieron a un avión en Ezeiza bajo el rótulo de deportada y con la prohibición de reingreso a la Argentina. Vanessa había cumplido una condena por violación a la ley de drogas y después hizo la carrera de enfermería. Se graduó en 2015 y salió a buscar trabajo. Mientras intentaba actualizar sus documentos, tiempo después, la administración macrista le anunció que podría ser echada. Habían convertido la expulsión de extranjeros con algún antecedente en una bandera, sin importar ni su situación familiar ni sus posibilidades de construir una nueva vida. Esta semana mientras lavaba ropa recibió un llamado de su abogado, Juan Villanueva. “¿Tenés ganas de viajar?”, preguntó su defensor. Ella creyó que escuchaba cualquier cosa, por el ruido del agua y del ambiente. También pensó que podía ser un chiste con un toque de mal gusto. Pero él insistía. Ella cerró la canilla y se sentó a conversar. Ahí entendió que era tal cual lo que oía. La Dirección de Migraciones, había decidido volver sobre sus pasos y permitirle regresar por “razones humanitarias”. Su caso había desatado un escándalo internacional con intervención de múltiples organizaciones y un planteo en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Desde que recibió el llamado Vanessa, que hoy tiene 34 años, cuenta que no para de pensar en el reencuentro con su familia. “Sólo quiero llegar a casa y estar con mis hijos. Estar todos reunidos. También quiero ver a mis animales, porque tengo perros y gatos. Pero todavía no me he podido poner a pensar en qué voy a hacer. No me esperaba para nada esta noticia”, dice mientras camina por la calle por un barrio a tres horas al norte de Lima donde la llevó a vivir un medio hermano al que quiere mucho. Su voz es nítida, y algo agitada. De a ratos interrumpe la conversación porque pasa un vendedor de teléfonos celulares con un altoparlante tan potente que se filtra por la línea.

Vanessa fue detenida sorpresivamente el 1 de febrero último. Estaba con su hijo de dos años, Michael, en brazos. Tampoco le explicaron en el momento qué pasaba ni adónde iba. Era viernes y la llevaron a un médico legista de la Policía Federal en la calle Azopardo. “Estamos trayendo una prófuga de la justicia”, cuenta que anunciaron su llegada a esa dependencia. “¿Prófuga? Si yo no estaba prófuga. Había cumplido una condena. Ahí me hicieron a desnudar, y también desnudaron a mi bebé. Luego me llevaron a una dependencia policial en Lugano y ahí, sin más, me dijeron ‘de acá se va directo a Ezeiza y a su vuelo’. Estaba rodeada de policías, todos armados. Me asusté mucho. Estuve en un subsuelo en Ezeiza hasta el lunes a la madrugada”, recuerda en diálogo con Página/12. Llegó a avisarle a su mamá por celular que la iban a sacar del país y no podría volver. La mujer llegó a avisarle a su medio hermano, Guillermo, quien la fue a buscar al aeropuerto. “Para colmo me habían dicho mal el vuelo y la hora. Por suerte me esperó”, dice Vanessa.

Vanessa usó por mucho tiempo el pelo de color rojo furioso. Su abuela le había enseñado a hacer tintura y a peinar cuando ella recién llegaba a la Argentina, como muchos otros extranjeros, buscando trabajo y proyectos. Cortar el pelo era más difícil, pero aprendió. Su mamá y dos de sus hermanas ya vivían en el Bajo Flores y ella se sumó. “Empecé cuidando niños de las vecinas. Luego nos mudamos a Paternal. Yo quería estudiar abogacía pero se me hacía difícil porque tuve a mi primera hija y la sede del Ciclo Básico me quedaba lejos. Cursé un par de meses en 206 y dejé. Mi nena, Morena, era muy apegada a mí”, recuerda.

“Cuando me detuvieron fue por unas escuchas telefónicas, en 2014. Me acusaban de vender droga. Fueron a mi casa cuando estábamos durmiendo. Como no teníamos plata mi mamá recurrió a un abogado de oficio que no hizo mucho y me dijo que aceptara un juicio abreviado”, cuenta. La condenaron a cuatro años de prisión. Estuvo detenida algo más de un año en el penal de Ezeiza y luego le dieron la prisión domiciliaria porque estaba embarazada. “La experiencia en la cárcel me ayudó a valorar a mi familia, que no dejó de ir a visitarme nunca. Mi pareja me bancó por entonces. Luego en casa me venía a ver la asistencia social todo el tiempo”, reconstruye Vanessa. "La experiencia de estar en la cárcel de Ezeiza fue para pensar mucho de la vida, mi familia. Sé que muchas personas necesitan una segunda oportunidad".

La salida de la cárcel no fue nada fácil. “Para trabajar necesitaba el documento. Tenía una residencia precaria que debía renovar. Fui al Patronato de liberados, les expliqué que quería trabajar. Me dijeron que fuera a Migraciones. Un día, en pleno trámite de la renovación, llega a una notificación a mi casa para que me acerque otra vez a ese organismo. Pero era algo distinto. Al llegar me dijeron que tenía una orden de expulsión, pese a que había cumplido la pena. '¿Tiene hijos?', me preguntaron, aunque estaba con mi bebé en brazos”, relata. Por esa época la representó la Defensoría General de la Nación, pero sentía que no hacían nada por ella. Entre otras cosas, había ido urgente a pedir su documento porque se puso a estudiar enfermería. Una carrera de tres años que hizo con gran esfuerzo y que terminó. Todavía se ríe cuando recuerda que como estaba embarazada se descomponía en circunstancias absurdas, como simplemente ayudara a un adulto o adulta mayor a asearse. “Hacíamos las prácticas en hospitales. Un profesor me cargaba y me decía, 'Gómez ¿Creía que era fácil estudiar enfermería?'”, se ríe. En el ínterin para sobrevivir vendió ropa y cocinó para los parientes. Se recibió con honores, en diciembre de 2018, pero no le querían dar el título por la falta de documento. En esa institución hizo buenas amigas a quienes les contó su historia y fueron un gran apoyo.

Había empezado a trabajar cuidando adultos mayores cuando se precipitó el trámite de su expulsión. Cuando renunció al patrocinio de la DGN de pronto le rechazaron su pedido de contemplar razones humanitarias, para que no la separen de sus hijos. Pero la Dirección de Migraciones avanzó. Dio a intervención a un juzgado contencioso administrativo para que ordenara la detención en agosto de 2018. La jueza María Alejandra Biotti la ordenó sin siquiera hacer un estudio socioambiental ni contemplar ninguno de los planteos de la chica. Ya con su expulsión en marcha intervino el abogado Villanueva, que integra el Centro de Estudios Legales y Sociales y presentó amparo, habeas corpus, reclamo administrativo, todo lo posible y hasta una demanda en la Comisión Interamericana. Comenzaron a intervenir organismos a nivel internacional (Caref, Cegil, Amnistía). El abogado se había reunido con Horacio García que rechazó la posibilidad de que Vanessa reingrese una y otra vez. “Hicimos todo bien y la Justicia nos avala”, le volvió a decir en una reunión con el colectivo “Migrar no es delito”. Esta semana fue interpelado en la ONU, en Ginebra, por la política migratoria. En este contexto, cambió de posición en una resolución que firmó el 30 de agosto y que se le notificó a Vanessa ayer.

Ella ya daba todo casi por perdido. Estaba quebrada porque sus hijos no se querían ir a vivir con ella a Perú. “Tenemos una vida acá”, le decía Morena, la mayor. Ella lloraba, como el día que la subieron al avión. Sin consuelo. Ahora Morena le manda todo el tiempo las fotos de los portales de noticias con su nombre, y el anuncio de su regreso. La esperan con ansiedad. Junto a los perros, los gatos, los vecinos y los amigos.