Desde Toronto

¿Qué es hoy un “maestro” del cine? ¿Quiénes son actualmente los que pueden ser llamados de ese modo? ¿Quién construye ese canon? Hace años, el Toronto International Film Festival creó justamente una sección denominada Masters para incluir allí aquellos nombres irrefutables –por trayectoria, por consenso, por la acumulación de Palmas y Leones de Oro incluso— que no quería mezclar con el resto de su abrumadora programación, de más de tres centenares de films. Allí solía haber algunas variaciones, pero los “maestros” terminaban siendo siempre un poco los mismos: Ken Loach, Pedro Almodóvar, Michael Haneke... Este año, algunos de esos nombres se repiten, como el de Loach, que encabeza la sección con Sorry We Missed You, su película más reciente, que también se rumorea será su última, según se le ha escuchado decir al decano director británico.

Pero el recambio generacional de programadores que sacude a todo el TIFF también ha surtido su efecto en la sección Masters. Es así como ahora aparecen aquí cineastas veteranos de un talento incontestable, pero que sin embargo no habían accedido hasta ahora a ese “upgrade” a primera clase, o para decirlo en términos más cinematográficos al “panteón”, como llamaba al grado máximo de su escala el legendario crítico estadounidense Andrew Sarris. Es el caso del italiano Marco Bellocchio y del palestino Elia Suleiman, que en mayo pasado impactaron en Cannes con Il traditore y It Must Be Heaven, su respectivos films más recientes, que ahora enriquecen este Masters de Toronto. Otra película que fue uno de los hits de la competencia de Cannes, pero sin embargo se quedó sin premio alguno, La gomera, del rumano Corneliu Porumboiu también está en esta misma sección, no sólo por su valor intrínseco sino además como un modo de reconocer el contundente cuerpo de obra del joven director de Bucarest 12:08 y Policía, adjetivo.

Las decisiones más audaces del Masters 2019 del TIFF pasan, sin embargo, por la inclusión de dos nombres muy reconocidos por la crítica pero desconocidos para el gran público, como son los del japonés Kiyoshi Kurosawa y el francés Bertrand Bonello. Aunque muy diferentes entre sí, sus trayectorias tienen sin embargo algunos puntos de contacto: ambos siempre se han nutrido del llamado “cine de género” (y el prolífico japonés lo cultivó frecuentemente en sus inicios con películas de yakuza y de J-Terror), pero a partir de esas convenciones han construido sus propios universos, teñidos por la extrañeza y el misterio.

Es el caso, sin duda, de Zombi Child, donde Bonello se interna en un colegio pupilo de élite, frecuentado por niñas cuyos padres o abuelos han recibido la Legión de Honor, la mayor distinción que otorga Francia. Allí, en ese gineceo adolescente 99 por ciento blanco aparece una chica negra, cuya madre haitiana murió luego de haber recibido la famosa condecoración por su lucha contra el régimen de “Papa Doc” Duvalier. Ya el solo color de su piel llama la atención en ese entorno, pero lo harán aún más sus relatos sobre la cultura “zombi” en Haití, relacionada con el trabajo esclavo al que son sometidos los “no muertos” y con los rituales del “vudú” para exorcizarlos.

En su película inmediatamente anterior, la estupenda Nocturama (2016), Bonello también trabajaba con un universo cerrado de adolescentes conspirativos. Pero si allí recurría como fuente de inspiración al cine de George A. Romero, aquí cambia de registro y se afirma en la tradición de Jacques Tourneur y de su clásico I Walked With a Zombie (1943). Con una diferencia importante: el título de Bonello recupera la palabra “zombi” original, que proviene de la cultura haitiana y por lo tanto refiere al traumático pasado colonial francés, que parece regresar al presente de entre los muertos, literalmente.

El pasado escondido en el presente también es, de algún modo, el tema medular de To the Ends of the Earth, la nueva realización del japonés Kiyoshi Kurosawa, un cineasta siempre sorprendente y que se rehúsa a ser encasillado. Como aquí, por ejemplo, donde propone una película híbrida, desconcertante incluso, en donde nunca se sabe qué va a suceder de una escena a la otra. La trama, sin embargo, no podría ser más simple: un equipo de la TV japonesa se encuentra en Uzbekistán, haciendo uno de esos programas de viajes que privilegian el dato curioso y la banalidad por encima de cualquier otra consideración. La conductora del show (Atsuko Maeda, una cantante estrella del J-pop en la vida real) es extremadamente profesional y hace todo lo que le pide el director, desde sumergirse en un lago donde se supone hay un pez monstruoso (los planos de Kurosawa sugieren la posibilidad de que aparezca) hasta dar vueltas hasta el desmayo en una precaria atracción de feria. Pero su verdadera vocación es la música, que ella siente está relegando por esa tarea vacua con la que se gana la vida.

Todo en Uzbekistán la atemoriza: las calles abigarradas, los hombres, las comidas y las costumbres, de las que todo lo ignora. Pero en medio de esa otredad, que por momentos se vuelve ominosa por el solo hecho de ser distinta a la de su cultura, la chica da por casualidad con un teatro lírico, al que ingresa como en un sueño, un poco como James Stewart encuentra a Doris Day en El hombre que sabía demasiado (1956), de Alfred Hitchcock, siguiendo el hilo de una voz. Ese hilo que –como el que Ariadna le regala a Teseo— le permitirá salir del laberinto en el que se encuentra. Y descubrir que ese hermoso teatro de Tashkent fue decorado hace más de medio siglo atrás por artesanos japoneses, que a pesar de haber sido prisioneros de guerra y mano de obra esclava, dejaron allí las huellas de su arte, para quien supiera encontrarlas. De una u otra manera, el pasado siempre reaparece y se resiste a ser olvidado.