Desde que los medios comenzaron a anunciar que Diego desembarcaría en Gimnasia, mi vida se trastocó por completo. Sin ir más lejos, cuando en la noche del miércoles mi compañera me encontró con auriculares puestos, viendo la tele y escribiendo como un desquiciado en WhatsApp y se animó a quebrar mi ensimismamiento para dispararme un "¿qué te pasa que tenés esa cara de loco?", solo atiné a musitar "es que Diego está por firmar para el Lobo".

Es paradójico. Desde hace años vengo pensando en cómo será el día en que el inmortal 10 deje este mundo –al fin de cuentas, nadie escapa a ese destino–; me imagino en ese multitudinario y desgarrador sepelio, y me veo transformado en una hilacha humana teñida de dolor y agradecimiento eterno, los mismos sentimientos que experimenté en el velorio de Néstor Kirchner o en el traslado de los restos del General Perón, cuando hasta pude besar su féretro.

Y resulta que desde la tarde del jueves, entre flashes urgentes desde nuestra sede de la calle 4, donde centenares de hinchas forman filas para asociarse al club, la tele no hace más que repetir que voy a tener la fortuna de tenerlo cerca, a tiro de selfie o abrazo, bien vivito y coleando en la arenga encendida a mis jugadores en Estancia Chica o sobre el césped del Sagrado Templo del Bosque.

A diferencia de miles de argentinos, me falta la foto con el Diego del Pueblo. No tuve la posibilidad de ofrecerle un apretón de manos, de agradecerle tantas alegrías, tantos deslumbramientos por la magia de su zurda indómita, tantas manifestaciones de valentía y dignidad frente a los poderosos del mundo, ante los que nunca agachó la cabeza.

Para aquel pibito que consiguió el autógrafo del Loco Gatti en el ‘70; para el adolescente que vivió el desconsuelo del descenso y el regreso triunfal a primera en el ‘84; para aquel grandulón que hizo fila para fotografiarse con el Viejo Griguol o para el que le pasó el celular al Mellizo Guillermo en una estación de servicio para que saludara a su hijita, la imposible fantasía de que D10S defendiera la azul y blanca se hizo contundente realidad.

No es cosa fácil ser hincha de Gimnasia, qué va. Menos aún ser socio vitalicio y concurrir a la cancha de la mano de mi viejo Ricardo desde los 6 o 7 años. Es bravo poner el cuerpo todos los fines de semana ante la queja por priorizar al Lobo frente a cualquier otro plan familiar. Hay que tener el cuero duro para aguantar el frío hiriente de la noche del 25 de junio del ‘95, cuando el campeonato se nos escabullió como agua entre los dedos. Hay que ser persistente para viajar por todo el país en busca de un festejo generalmente esquivo. Un esfuerzo muy bien pago en esporádicas oportunidades, como cuando le hicimos 6 a Boca en la reinauguración de la Bombonera, y justo con ese técnico en el banco de ellos.

"La adversidad no nos vence, nos retempla", dice nuestro viejo lema. Como si en nuestros 132 años de historia sólo nos hubiera acompañado la desdicha. No señor. Aunque los estadísticos del fútbol intenten minimizarlo, Gimnasia y Esgrima La Plata fue campeón en 1929, cuando el fútbol aún era amateur, y mucho más acá en el tiempo, se alzó con la Copa Centenario de la AFA –un torneo oficial– batiendo al siempre rutilante River en nuestra cancha del Bosque.

Más allá de los logros deportivos, nuestra felicidad reside en hermanarnos en la franja azul cruzando el pecho, sea en una cancha de fútbol, de básquet, de voley, de hockey o hasta en una pista de patinaje artístico. Por eso Diego no se detuvo a pensar si nuestras vitrinas desbordan de trofeos, si el promedio del descenso nos ahorca o en cuánto podremos pagarle por subirse a timonear nuestro barco en aguas tumultuosas.

Maradona se hizo bien de abajo, y siempre fue el más guapo en las paradas difíciles. En eso también se nos parece a los triperos del barrio "El Mondongo". Su nombre es bandera para los desposeídos y para los esperanzados. Diego es la marca que desafía a todo lo instituído, lo supuestamente inmodificable. Con su palabra nunca complaciente, "D1OS" está de vuelta en nuestra cotidianeidad televisada para mostrar a los incrédulos cómo su sólo nombre puede revolucionar a una ciudad --otrora de clase media--, hoy devastada por la falta de trabajo. 

Digámoslo de una vez: Diego también irrumpe en La Plata para que los empleados públicos empobrecidos, los estudiantes que comen salteado, los harapientos que piden limosna o limpian parabrisas en los semáforos encuentren en su figura al ángel redentor frente a tanto macrismo explícito.

En este presente ominoso, en el que un personaje público desde hace meses nos promete "alivio" con sus medidas de desgobierno –ese mismo que en breve quedará arrumbado en un pobre rincón de la historia nacional–, para los triperos hoy lo más parecido a sentirse aliviado es el vendaval de optimismo que se ha desatado en la capital provincial con la llegada de Maradona a Gimnasia. La que se da justo en la antesala de que otra única e irrepetible de nuestras filas, la entrañable Cristina, vuelva a ser reconocida con el voto popular luego de soportar con estoicismo años de injustificadas diatribas.

Gracias eternas por elegirnos, Diego querido, monstruo del fútbol y ejemplo viviente de la hidalguía de los nadies frente a los que creen que pueden llevarse todo por delante. Bienvenido a la manada del Lobo, esa que te abraza para transitar juntos la refundación de nuestro club.

(*) Tripero y periodista.