Sentado en su oficina, Francisco “Paco” Porrúa tenía dos novelas sobre el escritorio y un trabajo por delante: elegir su próxima traducción. Exhaló profundamente. Se inclinó sobre la primera, apoyó la nariz y olió. Hizo una pausa breve y repitió la operación sobre la segunda. Pensó un par de segundos y, con aire triunfal, levantó la novela ganadora. En su foja de servicios, el fundador de Minotauro tenía la contratación de Cortázar y García Márquez para Sudamericana, de manera que Marcial Souto tomó nota. La lección de su maestro era casi zen: si alguna vez iba a fundar su revista de literatura, tendría que seguir su propio instinto. El olfato es el olfato.

Nacido en La Coruña durante 1947 y emigrado a Montevideo, Souto fue irradiado por los rayos gama de la ciencia ficción en una encrucijada fatal: entre las librerías de Tristán Narvaja, las malas traducciones de Nebulae y las páginas de la revista Minotauro. Poco a poco, empezó a incubar la idea de una revista. Sabía que en ese bunker se reunirían los créditos locales (Gandolfo, Capanna, Gardini) y que recibiría a todas las variables del género: desde el humanismo de Ursula K. Le Guin hasta la distopía ballardiana, pasando por la ciencia ficción dura, el mero fantasy y la distorsión kafkiana de Mario Levrero. No podía saber que su primer número se publicaría en plena dictadura, ni que dejaría una huella indeleble en miles de lectores que, décadas más tarde, atesorarían o perseguirían sus números perdidos entre la web y los pasillos de usados.

Si sus relatos proponían una serie de futuros posibles, El Péndulo establecería una suerte de meta-ciencia ficción: un podio marginal que, con el diario del lunes, se asimiló como parte del status quo. “La revista era, para bien o para mal, mi visión –dice Souto, cuarenta años después-. No había presupuesto ni tiempo ni equipo. Era un proyecto loco y pobre, que caminaba siempre por el borde del precipicio”.

Y el precipicio, en 1979, era el precipicio.

Marcial Souto. Foto de Silvio Fabrykant, 1983

PERSIGUIENDO UNA FORMA

“Conocí a Marcial en Montevideo, a través de Levrero –dice Gandolfo-. Levrero había vivido unos meses en mi casa de Rosario: la foto de contratapa de La Ciudad se la sacó mi hermano en el almacén de la esquina, contra un cartel de 7up. Así que fui a Uruguay invitado por la revista Los Huevos de Plata, en calidad de director de El Lagrimal Trifurca. Debe haber sido en el año 69. Era una época muy copada porque América Latina estaba llena de revistas, circulaba información y sentido del humor. Levrero había sacado La Ciudad en una editorial donde Marcial tenía una colección muy loca de ciencia ficción. Ahí lo conozco y pegamos onda enseguida. A su vez, una mina que le querían encajar se puso de novia conmigo y fue un fracaso total. Después terminé casándome con la primera mujer de Levrero”.

Tironeado por el matrimonio y una necesidad vital de migrar, Gandolfo se fue a vivir a Uruguay en 1970. En los bares o el célebre departamento de Levrero sobre la calle Soriano, se integró a un equipo improbable con personajes como Carlos Casacuberta, Jaime Poniachik y el propio Souto. Sin el horizonte de las dictaduras, todo parecía posible. Así, mientras intercambiaban manuscritos y juegos de ingenio, Souto viajó a Buenos Aires para recibir el encargo de su primera gran traducción: El hombre imposible, de Ballard. El trabajo no solo inauguró una larga relación con el escritor británico, sino también con Paco Porrúa.

En marzo de 1973, Souto se instaló definitivamente en Buenos Aires. No era el único emigrado del Uruguay. Con la primavera camporista en el aire, muchos actores de la cultura oriental fueron cruzando el Río de la Plata en busca de oportunidades. En el medio de esa Gestalt, Souto tramó una alianza estratégica con Poniachik y se acercó a Andrés Cascioli con el plan bajo la manga: una revista que, aprovechando el interés por la ciencia ficción y la literatura fantástica, publicara cuentos y artículos de autores argentinos y extranjeros. Cascioli, que entonces dirigía Chaupinela, no se lo pensó dos veces. Propuso un primer nombre (Teorema, rechazado porque ya existía una librería llamada así), un segundo nombre (El Péndulo) y dio luz verde para el número cero. En junio de 1975, cuando estaba a punto de entrar a imprenta, cayó la bomba del Rodrigazo. El Péndulo, como la revolución o el sueño de Acuario, se fue a dormir el sueño de los justos en un cajón de Ediciones De La Urraca. Souto no se dio por vencido.

En el preciso momento en el que el Proceso expandía sus tentáculos, la editorial especializada Andrómeda daba sus primeros pasos y el sello Orión se preparaba para lanzar su Revista de Ciencia Ficción y Fantasía. Tres números donde Souto se permitió traducir a Cordwainer Smith y publicar a su amigo Levrero. El cierre no acabó de desalentar al director ni al sello, que a mediados de 1978 volvieron a la carga con el único número de Entropía. “Paradójicamente, el hecho de que se considerara a la ciencia ficción como evasión contribuyó a preservarla de la censura –dice Pablo Capanna-. Muchos lectores hartos del best seller descubrieron los libros del género, pero tuvieron que hacerlo en las ediciones españolas, puesto que hasta Minotauro acababa de irse a Barcelona”.

“Seguramente había un ambiente propicio –concede Souto-. Parecía que todas las librerías se hubieran puesto de acuerdo para dedicar una mesa entera a los magníficos libros de Minotauro, que por primera vez había reeditado todo su fondo. Frente al aburrimiento y la pobreza cultural de la dictadura, creo que esos libros inteligentes y bien traducidos mejoraban un poco la vida a los lectores. Pero, mientras que un libro es un mundo cerrado, una revista es un mundo abierto”.

El 1 de junio de 1978, Ediciones De La Urraca puso en la calle el nº 1 de Humor Registrado. Propulsado por un staff notable y el ancla en el mundo de la historieta y la ilustración, la revista no solo sobrevivió a su primer año sino que formó una base nada desdeñable de lectores. Cascioli abrió el cajón de su escritorio y agarró el número cero de El Péndulo. Levantó el teléfono y llamó a Souto, que esta vez acudió sin Poniachik. Era el otoño de 1979.  Le ofreció una contrapropuesta: un suplemento de Humor y Ciencia Ficción (la palabra humor era el anzuelo) que, si funcionaba razonablemente, podría independizarse como revista. De manera que, después de dos números publicados como suplemento en junio y julio de 1979, quedó el terreno allanado para El Péndulo.

La carrera fue pura negociación entre la revista sobria y enigmática de Souto y el desenfado expresionista de Cascioli. Así, mientras Souto editaba la nota central de Capanna y escogía los cuentos de Bradbury y Thomas M. Disch, Cascioli catalizaba algunos contenidos de Humor: una tira de Inodoro Pereyra, la saga sci-fi de Alfredo Grondona White, guiones de Guillermo Saccomanno, Las puertitas del Señor López, algunos adaptaciones de los Breccia y un artículo de Gloria Guerrero. 

En septiembre de 1979, los kioscos de Buenos Aires exhibieron el primer número de El Péndulo. Aunque el material era de altísima calidad, algo no terminaba de cuajar. Los ensayos de Capanna (sobre Lem, sobre Ballard) y las críticas cinéfilas de Anibal Vinelli (sobre Alien, sobre La Guerra de las Galaxias) pulseaban con el tono satírico. Así, detrás de cada portada de Raúl Fortín, la revista era la tensión entre lo que quería ser y lo que podía ser. La fórmula terminó de desequilibrarse cuando, después de cuatro números, se hizo evidente que no había manera de trasladar los costos al precio de venta y Cascioli tuvo que bajar la persiana.

Para zanjar el vacío, se planificó una revista prosaicamente titulada como Ficción. Nunca llegó a buen puerto pero, en el lapso de ese año, Humor pasó de vender 40 mil ejemplares a 140 mil. La editorial, en ese parpadeo de doce meses, alcanzó un período de bonanza. “Andrés me llamó para decirme que teníamos la solución –recuerda Souto-. Miguel Grinberg acababa de lanzar el primer número de Mutantia, que Ediciones de la Urraca producía y distribuía. El formato, muy atractivo y ajustado a una medida de papel que resultaba relativamente barata, permitiría, entre otras cosas publicar lo que yo había pedido: cuentos largos con ilustraciones a toda página. Además, al estar encuadernada con lomo, tendría una sobrevida casi de libro”. Entonces sí: una revista con forma de libro. El mundo abierto escondido adentro del mundo cerrado.

Elvio Gandolfo

ODISEAS DEL ESPACIO

En la dieta macrobiótica de la contracultura argentina, la ciencia ficción tenía un lugar privilegiado. Mientras 2001: Odisea del espacio se transformaba en la Piedra Rosetta de una generación, las Crónicas Marcianas circulaban en el Parque Centenario y el Expreso Imaginario publicaba notas sobre Philip Dick o Vonnegut. “Dentro de MIA, había muchos interesados en esa literatura -dice Kike Sanzol, ilustrador y percusionista del colectivo de los Vitale-. Nosotros ya estábamos haciendo música con Nono Belvis: había pasado la parte del rock y nos habíamos metido con el jazz experimental. Por mi cuenta, exploraba las artes plásticas. Hacía las tapas de MIA y algunas cosas para afuera, pero más que nada trabajaba para mí. Hasta que empecé a trabajar con Cascioli y conocí a Marcial. Me encantó el proyecto de El Péndulo porque, desde muy chico, yo leía ciencia ficción. Cuando tenía diez años una tía me había regalado una caja llena con libros de Bradbury, Sturgeon y todo lo mejor del género, así que era un área bien conocida por mí”.

Sanzol y otros ilustradores como Fati o Nine se fueron acercando al proyecto. Asociada a Humor pero cada vez con mayor autonomía, El Péndulo comenzó a dibujar su propia órbita y en mayo de 1981 sacó el primer número de su segunda etapa. Carlos Gardini, Capanna y Gandolfo concentraron esfuerzos a su alrededor, pero nunca lograron poblar una redacción. “El Péndulo nunca llegó a tener un espacio propio, ni siquiera una silla –dice Souto-. Trabajaba sobre todo en mi casa y en bares, donde me encontraba con Gardini, que traducía buena parte del material, y con Capanna, a quien periódicamente entregaba un paquete grande de libros y le proponía una idea de nota. En poco más de una semana Pablo leía todo, lo multiplicaba por sus impresionantes conocimientos y escribía el artículo”.

La dinámica con los relatos era diferente. La revista fue estableciendo una relación cordial con tres o cuatro agentes literarios que se repartían buena parte de los autores predilectos del director y, para mantener el motor, ofertaba un monto de dinero por un paquete suculento de cuentos. Luego, a medida que se definía la grilla, repartía los textos entre los ilustradores. “Marcial me pasaba alguna idea, pero por lo general dejaba bien abierto el terreno –dice Sanzol-. Yo leía el cuento y hacía la ilustración. En esa época usaba tinta china, acrílicos, pasteles o tinta de bolígrafo. Los papeles eran papeles buenos, papeles Schoeller. Cuando estaba lista, la llevaba a la editorial. Normalmente, unos tres o cuatro dibujos por mes. Se trabajaba con tranquilidad y pagaban bien. Marcial era una persona serena y metódica. Aunque hubiera un montón de gente alrededor, procuraba buscar un lugar tranquilo para hablar. Cascioli, por otro lado, era más ansioso: una persona muy agitada. Todo el tiempo de acá para allá, todo el tiempo riéndose. Con pasión y mucho amor”.

Cada dos meses, Gandolfo enviaba desde Piriápolis sus “Crónicas terrestres”: una sección resbaladiza donde era capaz de conjugar episodios extraordinarios de la vida ordinaria  con su paneo personalísimo de la literatura. “Yo soy muy bueno, y me jacto de eso, para crear formatos –apunta-. Vos tenés que tener una estructura donde, llegue lo que llegue, lo puedas tirar. Y para el caso de Péndulo, yo tenía toneladas de revistas yanquis: ‘voy a usar todo lo que sea raro’, me dije. Me mataba con gusto buscando la información y dándole una forma especial, sobre todo en los títulos hasta cierto punto inspirados en los Dubious Awards, una sección anual genial de la revista Esquire. Era consciente de que la sección tenía pegada, porque era divertida e imprevisible. Aparte de numerosos amigos ‘del palo’, recuerdo que un fan importante era Ricardo Piglia”.

Cuando la segunda época se acercaba a su primer aniversario, el director se sintió lo suficientemente confiado para hacer una propuesta audaz. Construir un número especial alrededor de El Lugar, la novela que llevaba más de una década inédita y se preparaba para cerrar la Trilogía Involuntaria de Levrero. Cascioli aceptó el convite pero, mientras se ponían a punto la entrevista y el ensayo que coronarían el especial, convocó a una reunión en su oficina. Durante la instancia de revisión, uno de los correctores señaló algunos pasajes que podían provocar la comezón de la moralidad. La censura, en enero de 1982, no era una abstracción. “Lo llamé a Levrero y estuvo de acuerdo con suprimir lo que se le pedía porque casi no afectaba al relato –recuerda Souto-; hasta me pareció que esa situación en cierto modo le hacía gracia”.

LADO B

Siempre a contramano. En enero de 1983, en el preciso momento en el que buena parte de los exiliados comenzaban a pisar el suelo de Ezeiza, Marcial Souto hizo las valijas rumbo a Barcelona. Paco Porrúa, que había recibido cada número de El Péndulo, lo esperaba con los brazos abiertos. Alentados por el reencuentro, planificaron una segunda vida para la revista Minotauro y una colección de autores rioplatenses. En mayo de 1983, lanzaron los dos proyectos en la Feria del Libro y reclutaron a buena parte del staff icónico de El Péndulo.

El monstruo de dos cabezas se abrió paso. A lo largo de tres años, aparecieron once números de Minotauro y unos nueve libros de la colección (el debut de Eduardo Abel Giménez, dos volúmenes de Gardini, Aguas salobres de Levrero, libros de Gorodischer y Ana María Shua, etc.) que todavía reclaman una reedición. Las réplicas de El Péndulo, mientras tanto, seguían moviendo la aguja. Durante sus estudios sobre el género, Gardini encontró una frase perdida en las páginas de Science fiction: An Illustrated Story del sueco Sam J. Lundwall: “El Péndulo es, sin duda, la mejor revista de ciencia ficción en contenido, presentación y diseño que se haya publicado jamás en cualquier sitio”.​ Enterado, Cascioli sintió un latigazo en la espalda de su orgullo y puso la máquina nuevamente en marcha. El envión, esta vez, tuvo menos margen para el carreteo.

Desde septiembre de 1986 y hasta mayo de 1987, se publicaron cinco números más que expandieron el universo de la revista. “La revista Humor, que tanto había crecido enfrentando la dictadura, dejó de ser tan necesaria y empezó a perder lectores –dice Souto-. La editorial no solo ganaba menos dinero sino que acumulaba pérdidas por algunos fracasos. En esa situación, El Péndulo era invisible, y murió de abandono. No recuerdo que me doliera. Quizá fue incluso una liberación. Además, empezaban a llegar nuevas emociones, como la hiperinflación".

Cuarenta años después de su lanzamiento, el radio de su influjo es inmedible. AHIRA (el Archivo Histórico de Revistas Argentinas) acaba de digitalizar el catálogo completo, sus números siguen circulando en el mercado de usados y buena parte de los autores y lectores del género dedican loas a su memoria del futuro. “Su aporte fue fundamental no solo en lo literario, sino en lo plástico –dice Gandolfo-. En lo personal, haber conocido a mucha gente de primer nivel y trabajar con ellos en un proyecto tan incitante. Aparte de las incontables charlas con Marcial Souto. Tanto con él como con el Tano Cascioli habría que hacer dos películas: ‘El ciudadano’, y ‘El ciudadano II: el lado B’, sin que tenga importancia quién estuviera en cada una de las dos. Si hubiera faltado cualquiera de los dos, la revista no hubiera salido”.

 

Apostado en Barcelona, Souto pone la mano sobre su frente y recorre la parábola de su criatura. “¿Aportes? –se pregunta, lacónico-. Ayudar a entretener, supongo, a miles de lectores en tiempos aburridos. Mostrar, con Los nuevos apócrifos de John Sladek, el lado magníficamente risible de una de las modas alentadas por la censura de la época: la proliferación de libros de aprovechadores y piantados dedicados a temas esotéricos, ovnis, la Atlántida, etc. Arrojar una semilla que no cesa: escritoras y escritores que admiro y que entonces estaban en la adolescencia o en la niñez, me han confesado que El Péndulo, encontrado en la biblioteca de sus padres, había sido fundamental para despertarles la pasión por la escritura. ¿Qué lugar me gusta pensar que ocupa? Ninguno: el placer, como el saber, no ocupa lugar. Los recuerdos personales de la época: sobre todo, conversaciones divertidas en un bar o por carta con personas inteligentes, viejos y nuevos amigos que, si han sobrevivido, lo siguen siendo hoy. Fue un gran privilegio, en una época tan oscura, poder vivir de la imaginación”.