Heredero no siempre involuntario del español Mariano José de Larra, y de nuestros Fray Mocho y Roberto J. Payró, Roberto Arlt traza un cuadro de costumbres, de trabajos, de hábitos, de defectos y de psicologías que convierte sus textos en testimonios imprescindibles para quien quiera adentrarse en la Buenos Aires que tuvimos hacia los 30-40, la ciudad que precedió (hoy enigmática y desconocidamente) al peronismo.

Ellos no sólo representan las pinceladas de un impecable dibujo ciudadano; son, también (y no es poco), el generoso borrador de sus grandes obras: allí están, en ciernes, los tipos, las cataduras, los conflictos, y hasta los delirios y los fantasmas de uno de los escritores más importantes del siglo XX. Allí están los pibes, los trabajos de la adolescencia y los pequeños malandrines de El juguete rabioso (una de las primeras novelas de la ciudad en América latina), allí los alucinados de la gran obra Los siete locos - Los lanzallamas, los raros y deformes de los cuentos de El jorobadito, las mujeres, los dobles, las fantasías y las audacias de sus novedosas piezas teatrales (Saverio el cruel, El fabricante de fantasmas, La isla desierta, y tantas otras).

Entrado el año ’28, Roberto Arlt abandonó el mítico diario Crítica, donde había trabajado fundamentalmente como cronista policial, e ingresó al diario El Mundo, por iniciativa de su director, don Alberto Gerchunoff. Comenzó ahí una prolífica y enriquecedora tarea que cumpliría con el entusiasmo y la energía literaria que siempre lo impulsaron, y durante varios años (años que constituyen una verdadera bisagra en la historia argentina) publicó unas mil quinientas estampas de la ciudad que tanto lo conmovía. Con un humor agudo y muchas veces ácido, hiriente, examinó los caracteres ciudadanos, los radiografió, los desnudó; fue componiendo un fresco de idiosincrasias, picardías, maldades y bondades populares, donde cada uno hablaba su lenguaje, y la ciudad, poco a poco, pero tenaz y abarcadoramente, se extrovertía y se reconocia.

Por las “Aguafuertes” de Arlt se pasea la mirada descriptiva (“Molinos de viento en Flores”, “Amor en el Parque Rivadavia”, “El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche”), la nota costumbrista (“Taller de compostura de muñecas”, “Los tomadores de sol en el Botánico”, “Persianas metálicas y chapas de doctor”), la crítica social (“Aristocracia de barrio”, “Padres negreros”, “Hospital Rawson”, “Por fin un hospital limpio”) y, como no podía ser menos en alguien para quien la literatura fue su pasión y su sino, la reflexión lingüística y literaria (“El origen de algunas palabras de nuestro léxico popular”, “El idioma de los argentinos”, “La inutilidad de los libros”, “Hacen falta libros baratos”). Y hasta sobre las dificultades, dolores e insatisfacciones de escribir: hay también un “Aguafuerte” enteramente dedicada a contabilizar lo que él ha hecho en un año al frente de su columna periodística, y que por ello lleva el sugestivo título “¡Con ésta van 365!”, donde entre otras cosas dice: “Un año. 365 notas, o sea 156 metros de columna, lo cual equivale a 255.500 palabras. Es decir, que si estos 156 metros fueran de casimir, yo podría tener trajes para toda la vida, y si esas 255.500 palabras fueran 255.500 ladrillos, yo podría hacerme construir un palacio tan vasto y suntuoso como el de Alvear...”. Es el Arlt que siempre está apurado; que corre, ansioso, porque debe escribir más, porque ya está escribiendo otra cosa, y debe decirnos, anunciarnos que lo hace. En algunos de sus comentarios a los textos de ficción, en algunas de sus “Aguafuertes”, lo vemos bajo este aspecto verdaderamente llamativo. “El porvenir es triunfalmente nuestro (escribe, por ejemplo, en las que abren Los lanzallamas). Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la Underwood, que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero... mientras escribo estas líneas, pienso en mi próxima novela”. Y en la “Nota”, escrita al finalizarla, informa: “Dada la prisa con que fue terminada esta novela, pues cuatro mil líneas fueron escritas entre fines de septiembre y el 22 de octubre (y la novela consta de 10.300 líneas...”. Hay también una normal jactancia, a lo Arlt, de todo lo que lee, en la cita permanente de autores argentinos y extranjeros. Un puntilloso análisis (Daniel C. Scroggins) ha registrado en las Aguafuertes menciones a 28 escritores franceses, 4 rusos, 20 españoles, 10 ingleses, 5 italianos, 7 estadounidenses, 13 hispanoamericanos no argentinos, 45 argentinos, más algunos portugueses, alemanes y orientales.

Por otra parte, no fue menos voraz como lector. Es cierto que más de una vez él mismo coqueteó con la imagen del impromptu de la genialidad y de su falta de formación escolar. Pero no es menos cierto que, contradictoriamente, en su obra hay precisas y documentadas referencias librescas, cuando no declaraciones expresas como la siguiente: “Yo he leído muchas novelas. He empezado a leerlas a los doce años: tengo veinte y ocho. Así que hace diez y seis que leo a un término medio de cincuenta libros al año, lo cual significa seiscientas novelas” (“El cementerio del estómago”, “Aguafuerte” del 29 de Enero de 1929).

Es verdad que esos cómputos y ese detallismo surgen porque Arlt conoce bien el mercado, y porque es consciente del carácter también mercantil de lo que él produce, así como de ciertas leyes que rigen todo ese universo. Es por ello que, cubriendo buena parte de su ideología literaria, el precio, el pago, el trabajo, el costo y la ganancia, y todas las relaciones crematísticas, surcan su obra. Al respecto, afirmaba bien el conocido crítico italiano Antonio Melis: “Ninguno testimonia mejor que Roberto Arlt la irrupción de esta temática económica. En su alucinado mundo narrativo, la acción del dinero corroe todos los valores. En sus cuentos y en sus novelas encontramos una concentración de los términos relativos a la esfera económica que no tiene parangón”.

Siendo un fundador de la novela urbana en el Río de la Plata, y el audaz defensor de una lengua literaria sin solemnidades ni acartonamientos, encuentra al “squenum” en Donato Alvarez y Rivadavia, en Boedo, en Triunvirato y Canning; al “fiacún” desde la Boca a Núñez; al “turco que juega y sueña” en Junín y Sarmiento o en Cuenca y Gaona, y al que “se tira a muerto” en cualquier “feca” de Flores o en “Ambos Mundos”, allí donde están alrededor de la misma mesa, “jugando a los naipes o al dominó, volteando dados o una moneda”, el negro Cipriano, Guillermito el Ladrón, Uña de Oro, el Relojero y el Pibe Repollo. ¿Existe? ¿Existió, en algún lugar y en algún tiempo, esa ciudad? O, acaso, caminada una y otra vez por todos los barrios, es más que nada la nostalgia de un espacio celeste donde Erdosain, el Astrólogo, el Rufián Melancólico e Hipólita juegan su farsa contra un orden social y un orden moral, lanzándoles dolorosas llamas de renovación...

Mario Goloboff es escritor y docente universitario.