Tal vez este libro, “Argentinos”, empezó a componerlo Marcos Zimmermann en su infancia durante un viaje familiar de vacaciones a Córdoba viendo pasar por la ventanilla del tren la sucesión de paisajes cambiantes. La ventanilla como recuadro, el paisaje como fugacidad y el sueño afiebrado de registrar esa serie de naturaleza cambiante. Cuando Marcos cayó enfermo de sarampión le pidió al padre que le regalara una cámara. Le trajo una Beirette en reemplazo de su Rex de plástico. En el tiempo de la enfermedad, el chico leía con ansiedad revistas sobre la técnica fotográfica.

Pero estas anécdotas de aprendizaje que Marcos me cuenta vienen con una adicional, que cabe tener en consideración: “En la colimba ya escribía poemas. A los veinte para mí la gran influencia fue Whitman”, se acuerda. Más tarde, al darse cuenta de que la expresión fotográfica no le bastaba para contar lo que quería, se anotó en las Academias Pitman y aprendió a escribir a máquina. Esta compulsión por la escritura explica por qué ha publicado una colección de relatos sobre fotógrafos desde la Guerra del Paraguay hasta el presente, además de los artículos críticos que publica levantando polvareda. “Cuando vi que repetía el enfoque en los paisajes, paré. Todas las artes tienen un límite. Empecé a escribir mientras fotografiaba. Hasta que me encerré a escribir una novela. Es que la fotografía, tal como la entiendo, está condicionada por la realidad, la elección del objeto y el punto de vista. En la literatura, en cambio, podés superar el documento. Esto lo digo al reconocerme como un reportero fotográfico frustrado, porque cuando quiero serlo me sale la estética. Entonces, la literatura”.

“No obstante, la foto es siempre el punto de partida”, aclara. Subrayo esta frase de Marcos porque sugiere la clave narrativa de este enorme fresco social. El desaparecido Héctor G. Oesterheld contaba su estrategia de inspiración para la creación de guiones: estudiaba una foto de guerra, por ejemplo, una mula muerta en el barro de una trinchera. Empezaba a preguntarse cómo había llegado ahí esa mula, cuál había sido su suerte, quién la había traído. Y así, a medida que la observaba, dejaba venir las preguntas, comenzaba a armar una historia de Ernie Pike. Es decir, la relación entre imagen y narración. Con las fotos de Marcos sucede ese raro milagro: son inspiradoras. Y las asocio con una consigna de Leónidas Lamborghini: que tu palabra / sea irrupción / de lo espontáneo / que lo que digas / diga tu existencia / antes / que “tu poesía”. Marcos es un especialista en la captación de la espontaneidad de sus compatriotas, los sorprende en la actitud menos posada que pueda sospecharse. De este modo, la captura de lo espontáneo es aquello que define su poética. Me explico: cada imagen contiene una historia. Y su ambición nos empequeñece al ver lo que ignoramos de nuestra tierra y de quienes la habitan. No hay clase ni territorio que escape a su interés. En cada escena un gesto, una expresión, dicen más de los protagonistas de lo que se advierte a primera vista. Ningún detalle queda afuera del enfoque abarcador. “Si doy mucha información en las fotos, es porque estoy cansado del conceptualismo de dos líneas y una raya”, insiste Marcos. Y afirma tajante: “Basta, la fotografía se inventó para registrar el mundo”.

En la actualidad, considerando la crisis de representación que afecta tanto las presuntas democracias como las estéticas y los intersticios del lenguaje cotidiano, es lícito desconfiar de las palabras. En consecuencia, descreamos, como Marcos, de una definición chovinista y apurada de la patria. Quizás la definición más aproximada, cambiante, sea la de un tránsito tan subjetivo como temporal que se conecta con el mosaico colectivo. Parafraseando a Scalabrini Ortiz, sus héroes son aquellos que, cada tanto, hacen oír la voz del subsuelo sublevado. Ellos son su pasión.

Ante el material generoso con que Marcos ha vuelto después de tres años de recorrer el país, creo que pocos se lanzan a un proyecto semejante: la persecución del ser. Y cuando digo ser no aludo solamente al ser argentino como utopía sino al ser uno, el concreto. Porque lo potente en su labor es una indagación de la identidad a través de los otros. Es que son los otros quienes, en tiempos de incertidumbre, nos ayudan a encontrarnos.

El extraordinario despliegue que conforma “Argentinos” se impone por su perspectiva totalizadora de los seres y sus ámbitos. Mientras alguien trabaja, otro disfruta. Mientras alguien estudia, alguien cura. Mientras alguien cree, alguien lucha. Mientras alguien migra, alguien ama. Si cada capítulo del libro lleva como título un verbo en infinitivo, los verbos, su puesta en actos, a medida que se avanza en sus páginas, instalan el fresco social, su singularidad, mediante la simultaneidad de las acciones.

Sin duda, sus fotos, narrativas de acción, asombran, estremecen, despiertan un magnetismo poco habitual y también interpelan. Una perturbación, en efecto, pero que no se queda en el impacto: su propósito no es otro que la urgencia de una reflexión. En este sentido es poderosa la captación que alterna lo íntimo con lo colectivo generando un contrapunto permanente. No se le escapan, en su relevamiento, la ciencia y la técnica, la explotación pesquera y la faena rural, la fiesta y el sacrificio, lo pagano y lo sagrado, el ocio y el esfuerzo, la explotación y el reclamo popular, el dolor y el anhelo de un porvenir mejor, sentimientos explorados en una geografía que le exigió internarse en zonas inaccesibles. Uno se pregunta cómo se las ingenia el fotógrafo para entrar en esos lugares. “Es por la fraternidad con que te reciben”, dice. Marcos es de mirar a los ojos. Y no solo por una actitud profesional. La suya es una curiosidad solidaria. Literalmente: poner el cuerpo, asumir el tan mentado lugar del otro y ver, más que de cerca, desde el corazón mismo, a los que sufren y a los que se creen a salvo.

 

Fragmentos del prólogo a “Argentinos”, el libro de fotos de Marcos Zimmermann, que Ediciones Larriviere publicó recientemente.