A Liliana Heker le gusta tratar las palabras como el artesano trata la madera o la piedra: tallar, moldear, cepillar y pulir son las etapas complejas y estimulantes de la escritura de ficción; “un oficio con misterio” que empezó cuando escribió su primer cuento a los 17 años. Lo publicó en El grillo de papel, la revista de Abelardo Castillo, quien la invitó a sumarse después de leer una carta y un poema “malo” que ella había enviado a la redacción. Esa joven intrépida y apasionada por la literatura participó en la fundación de dos emblemáticas revistas: El Escarabajo de oro (1961-1974) y El Ornitorrinco (1977-1986). Desde entonces escribe cuentos y novelas, sin tenerle miedo a los sentimientos ni a la lucidez, como lo manifiesta en el excepcional La trastienda de la escritura (Alfaguara), una especie de “autobiografía” de los procesos de creación de sus propias ficciones y de las de otros escritores de esta gran narradora que recibió en 2018 el Premio Nacional de Literatura en la categoría Cuentos. El libro lo presentará este viernes a las 18 en Dain Usina Cultural (Nicaragua 4899), acompañada por Inés Garland y Mauricio Koch.
Heker –autora de libros de cuentos como Los que vieron la zarza y las novelas Zona de clivaje y El fin de la historia- coordina talleres literarios en los que se han formado Guillermo Martínez, Pablo Ramos y Samanta Schweblin, entre otros escritores. “Yo sentí la necesidad de comunicar un saber que me vino con la experiencia porque tuve la enorme suerte de haber estado con escritores excepcionales como Abelardo Castillo, pero también Humberto Costantini, o los escritores de mi propia generación como (Ricardo) Piglia y (Miguel) Briante –cuenta Heker en la entrevista con Página/12-. Eso de comunicar un saber a otros lo ejerzo semana tras semana desde hace ya casi cuarenta años”.
--¿Desde hace cuarenta años das talleres literarios?
--Sí, el primero lo di en plena dictadura militar, en 1978. Me habían echado por subversiva del lugar donde trabajaba; yo era analista programadora en la Caja de Industria y Comercio. Vivía como podía, de la caza y de la pesca, como casi todos los que estábamos acá. Me llamaron del teatro IFT porque estaban organizando un taller de narrativa y me propusieron coordinarlo. Fue una experiencia maravillosa porque podíamos hablar de todo lo que estaba prohibido afuera. El taller permitió que algunos escritores sobreviviéramos económicamente. Desde entonces vengo ejerciendo un trabajo que me apasiona. De ese grupo del teatro IFT había siete u ocho varones y una sola chica. La chica era Silvia Schujer, la única que sigue escribiendo. En ese taller del 78 escuchamos el primer cuento de Silvia que tomaba como tema los desaparecidos; fue estremecedor porque no era un tema que se tratara en las ficciones. A partir de ahí pasaron por mis talleres Ricardo Mariño, Raúl Brasca, Guillermo Martínez, Inés Garland, Pablo Ramos, Samanta Schweblin, Romina Doval, Máximo Chehin, Ariel Urquiza, Alejandra Laurencich, Mauricio Koch, Juan Sabia y tantos que me voy a olvidar…
--Sin dictadura, quizá no habría habido la eclosión posterior de talleres literarios...
--Puede ser. Los escritores jóvenes de los 60 teníamos un desprecio absoluto por los talleres. Los considerábamos innecesarios porque nos reuníamos en los cafés, sacábamos revistas literarias y discutíamos no solo sobre literatura sino sobre los acontecimientos políticos. ¿Qué necesidad íbamos a tener de un taller literario? Más allá de que el origen histórico está en la dictadura militar, después los talleres literarios siguieron y siguen teniendo mucho auge. Del exterior han venido investigadores a estudiar el fenómeno.
--¿Por qué cuestionás el concepto de principio “perfecto”?
--Creer de manera sagrada en lo que a uno se le ocurre indica cierta vanidad. Las cosas no salen bien de entrada y lo que tiene la literatura -que no tiene la vida- es que uno puede corregir lo que no salió bien. Hablo de los principios porque cierta superstición hace creer que lo más importante en un cuento es el final. Encontrar el principio de un cuento o de una novela es difícil. Querer encontrar el principio perfecto de algo que todavía no existe es la mejor coartada para no trabajar. Me ha pasado con El fin de la historia. Yo arrancaba con una escena que me fascinaba y tardé muchísimo en darme cuenta de que la escena era muy buena –de hecho unas páginas después está contada-, pero no era un buen principio porque no me llevaba a ningún lado. Entonces me quedaba en el comienzo. Cuando uno no encuentra el principio o arranca por un lugar que sabe que no es el correcto, lo mejor que puede hacer es seguir. Yo no creo que se pueda escribir con recetas, de la misma manera que no creo que uno le pueda enseñar a otro a escribir. Cada escritor encuentra sus herramientas. Lo único que uno puede hacer es sugerir ciertas posibilidades, provocar en el otro la revelación.
--Sorprende lo memoriosa que sos con los procesos de creación de tus ficciones. A veces mencionás anotaciones de tus “Diarios” como ejemplos. ¿Qué va a pasar con esos diarios?
--Tengo una memoria bastante impresionante, me acuerdo de todo. Desde 1964 llevo un diario no de manera regular; hay épocas en que escribo mucho y épocas en que no. Desde 1992 tengo la computadora, el diario está más ordenado y hay una continuidad mayor. Recurrí al diario cuando escribí sobre El fin de la historia porque me pareció muy gráfico cómo iba anotando los problemas que tenía, las entrevistas que iba haciendo y cómo no encontraba la novela. El día que recuerdo perfectamente es el 15 de abril de 1994. Cuando me desperté a la madrugada, supe cómo se contaba y empecé a escribirla. No sé si voy a publicar mi diario, tal vez en algún momento.
--La escritura suele estar asociada con la invención-imaginación-inspiración y parece estar alejada de la idea de trabajo; hay que trabajar mucho, algo que repetís en “La trastienda de la escritura”, como si esa trastienda fuera puro trabajo, ¿no?
--Yo creo en esa búsqueda; hay momentos en que uno tiene una idea muy clara de qué quiere escribir y cómo escribirlo. Pero son momentos infrecuentes. Si querés llamarlos inspiración, llamalos inspiración. Por una cuestión ideológica me niego a usar la palabra inspiración, porque se supone que alguien “te dicta” y sos una especie de elegido. Lo maravilloso que tiene la creación es que uno va buscando en esa primera versión, que llamo “mal necesario”, lo que uno quiere hacer. Lo que llamamos creación –que es instalar algo que antes no estaba- no viene de una iluminación repentina, sino de una larga y hermosísima búsqueda.
--Hay un “fantasma” que recorre el libro y es la mención a ese momento de bloqueo en que no podías concluir nada de lo que escribías. ¿Ese problema está superado?
--Nunca está superado del todo ese fantasma. Hay momentos en que la necesidad de escribir algo no aparece y nada de lo que uno escribe cuaja. Son los períodos “en blanco”; si se prolongan, me dan cierto terror porque viene el interrogante: ¿y si no salgo de ahí? No hay ninguna garantía de que uno pueda salir de esos períodos “en blanco”. Si no salgo, no escribiré más... Lo que pasa es que mi vida está armada en torno a la escritura. El período “en blanco” más largo ocurrió desde 2001, cuando publiqué La crueldad de la vida, hasta casi el 2010. En esos años escribí principios que no iban a ninguna parte. De ese período salí explosivamente y escribí muchísimo durante un año. Después me enganché con los cuentos de La muerte de Dios, que se publicó en 2011.
--Ese largo período “en blanco”, ¿puede estar vinculado con la intensidad con la que trabajaste en tus talleres con otros escritores? ¿Eso conspiró contra tu propia escritura?
--Yo me lo planteé, pero no puedo decir que sea la única respuesta. A fin de 2008 me di cuenta de que estaba conviviendo continuamente con veinte o treinta ficciones de otros y me ponía con todo en esas ficciones –ahora lo sigo haciendo-, pero en ese momento me estaba chupando energía creadora. Tuve la suerte de que me propusieron dar un seminario de dos meses en la Universidad de Virginia y me pagaban muy bien. Entonces con eso me pude becar y estuve un año y medio sin dar talleres: desde 2009 hasta mediados de 2010.
--¿Qué significó recibir el Premio Nacional por tus “Cuentos reunidos”, en relación a un género que es como tu primer amor?
--El cuento es el amor constante; a veces escribo novelas. Pero escribo novelas como las escribe un cuentista, tratando de construir totalidades. El Premio Nacional significó por primera vez en mi vida estar tranquila porque tengo una jubilación. Siempre viví a salto de mata, me arreglé, acá estoy, tengo muchos privilegios, estuve bien alimentada, fui a una escuela pública extraordinaria que me permitió tener una formación y acceder a una universidad que era excepcional. Soy una afortunada en un país en que los chicos se están muriendo de hambre y ni siquiera pueden pensar que a lo mejor les gustaría leer un libro porque no tienen ni para comer. Fui una afortunada que siempre tuvo problemas para llegar a fin de mes. Ahora por primera vez en mi vida llego a fin de mes. Tengo 76 años… tal vez está bien que pueda vivir sin ese problema.