Hay maneras más elegantes de decirlo, pero quizá ninguna tan ajustada a la realidad: John, Paul, George y Ringo tenían las pelotas hinchadas. Estaban hartos de ser The Beatles. Es curioso, porque apenas habían mediado nueve años desde el momento en que acortaron el nombre The Silver Beatles, pero no podían estar más hastiados de cargar con el mote que se había vuelto contraseña universal. Basta revisar en detalle la historia del grupo –cosa imposible de resolver aquí- para entenderlo: cada año Beatle vale quizás por diez. Si la Revolución devora a sus propios hijos -como dicen que dijo Robespierre-, Lennon, McCartney, Harrison y Starr sobrellevaron el costo de protagonizar e impulsar la última gran revolución cultural del Siglo XX. La grabación de The Beatles (conocido como el White Album) había sido muy difícil. Las sesiones de Get Back fueron una pesadilla. Tanto como para archivar el proyecto que terminaría apareciendo un año después, con la banda separada y bajo el mucho más apropiado título de Let It Be: los Fab Four estaban más para dejarlo ser que para volver.

A comienzos de 1969, nadie del entorno íntimo daba dos guitas por The Beatles. Estaban demasiado frescas las miradas de odio de Harrison a McCartney, el hartazgo de todos con la tendencia de Paul a dar órdenes y controlarlo todo, las ojeadas aviesas a Yoko Ono, las pequeñas chicanas de estudio que atentaban contra una convivencia que ya nadie quería sostener.

Pero algo pasó. Las sesiones del White Album y de Get Back habían dejado en el tintero cosas que valía la pena revisar. Paul tenía una lúdica cancioncita llamada “Maxwell’s Silver Hammer”, y una balada que había titulado “She Came In Through The Bathroom Window”, que habían probado con bastante éxito en una sesión de enero de ese año en el cuartel general de Apple en Savile Row. En esa misma sesión habían repasado, con Billy Preston al piano, un tema estilo doo wop llamado “Oh! Darling”. En agosto de 1968, poco después de grabar “Don’t Pass Me By” para el Album Blanco, durante unas cortas vacaciones Ringo se había animado a subir su cuota de participación y había compuesto algo llamado “Octopus’s Garden”. The Beatles apenas se soportaban pero no rumiaban vidrio, y sabían mejor que nadie lo que tenían entre manos. Valía la pena hacer una última visita a los estudios EMI. Que, claro, todavía no se llamaban Abbey Road.

Las malhadadas sesiones en los Twickenham Studios para Get Back habían sido planeadas como una “vuelta a lo básico”, a tocar a ver qué pasaba: el resultado había demostrado que ese no era el enfoque correcto. Al avanzar con los ensayos en Savile Row, el cuarteto entendió que el planteo debía estar más cerca de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Volver a usar el estudio como instrumento. Confiar una vez más en el productor George Martin, a quien le tiraban un ladrillo y la devolvía siempre redonda. Los estudios del número 3 de Abbey Road ya tenían consolas de ocho canales, pero ni siquiera eso bastaba para la ambición del proyecto: como en el pasado, volvieron a volcar parte de los tracks de una consola a otra, para liberar canales y seguir metiendo trucos. George acababa de traer un juguete flamante, un sintetizador Moog al que sabrían sacarle buen jugo. Había mucho por hacer: reservaron desde abril hasta fines de agosto los estudios 2 y 3, y en un momento llegaron a utilizar los tres en simultáneo.

De pronto, justo cuando no querían ser más The Beatles, The Beatles eran otra vez The Beatles.

En ese sentido, resulta sintomática la anécdota de la portada. En EMI estaban felices de que The Boys estuvieran metidos otra vez en el estudio, pero el marketing no podía esperar. La banda no contestaba los requerimientos sobre cómo se titularía el nuevo album, si habría singles de adelanto (no los hubo), cuál sería el arte de tapa. El 8 de agosto, el fotógrafo escocés Iain Macmillan se apersonó en St. John’s Wood con la misión de hacer fotos para la portada. A regañadientes, completamente absortos en el material que estaba tomando forma, los cuatro músicos salieron a la calle, tiraron seis fotos cruzando la senda peatonal y se volvieron al único lugar donde sentían que aún podían coexistir. Para ellos fue un trámite que había que sacarse de encima. Pero -como tantas cosas en la historia de la banda- sin saberlo y sin planearlo fijaron otro icono, una de las tapas de disco más célebres del universo. La primera en toda su carrera que no decía absolutamente nada, solo la imagen: había que darla vuelta para ver el cartel “Beatles – Abbey Road”.

(No es nada casual lo que contó Danny Boyle, director de Yesterday, el film en el que la Humanidad olvidó la existencia de The Beatles y para el que consiguió el milagro de los derechos de varias canciones del grupo: “Paul y Ringo dieron su aprobación a una película que trata de ellos desapareciendo. A John le hubiera encantado.”)


Es verdad que en el final de los ’60 bastaba un mínimo vistazo para identificarlos. No necesitaban poner su nombre para que el mundo supiera de quiénes se trataba. Pero lo cierto es que en Abbey Road el centro no era el nombre o lo que el mundo esperara de él; lo único que importaba era la música que había vuelto a surgir. En el pasado no tan lejano, Lennon y McCartney se sentaban frente a frente y en su intercambio iban pariendo las canciones que luego cantarían millones de personas (es también célebre la anécdota de cómo se encerraron quince minutos en una habitación y salieron con un regalito para los Stones, “I Wanna Be Your Man”). Pero en 1969 esa ya no era la costumbre, y aunque permanecía la firma compartida el proceso de composición comenzaba en solitario y explotaba en la labor de experimentación grupal en el estudio.

Abbey Road fue una cumbre de ese método de trabajo. Para apreciar el desarrollo, la serie Anthology –caramba, otro concepto ideado por The Beatles- es reveladora. Revisar el Volumen 3 de ese repaso de archivo publicado entre 1995 y 1996 permite observar en profundidad lo que fue sucediendo con los esqueletos de canciones que cada cual montaba por separado (esqueletos con mucha carne, hay que decirlo), y que da una idea de la potencia y diálogo que, aun con sus problemas de relación interpersonal, el grupo conservaba. El abrupto cambio de perfil del mismo “She Came In Through The Bathroom Window” es un excelente ejemplo, y una buena demostración de que Macca no era tan tiránico si le presentaban una idea superadora.

Pero ese tema pertenece al “segundo capítulo” de Abbey Road, un disco que no solo habla por sus canciones sino que evidencia de manera clara su proceso creativo. El Lado A se propone de modo clásico, canciones “separadas” en sucesión y progresión, que abre y cierra con dos de los ejercicios más oscuros realizados por la banda, ambos con la impronta de Lennon: del comienzo ominoso y los rulos de batería de “Come Together” a la larga letanía de guitarras en “I Want You (She’s So Heavy)”, The Beatles transitan todos los climas, el Macca melodioso (“Maxwell’s Silver Hammer”, “Oh! Darling”), el Ringo juguetón (“Octopus’s Garden”) y ese Everest del catálogo de George llamado “Something”.

Pero si ese Lado A cierra con un tono claustrofóbico, pinkfloydiano, el Lado B rompe todo con la luminosidad de otra obra maestra de Harrison, apenas el aperitivo de lo que vendrá. Puede repetirse el trillado relato de George componiendo “Here Comes The Sun” en el jardín de su amigo Eric Clapton: explica por qué el tema que inaugura el Capítulo 2 de Abbey Road convierte de inmediato el espacio que rodea al oyente en un parque soleado. Y con la magistral armonía de voces de “Because”, The Beatles le abre la puerta a una de sus creaciones monumentales, la idea sencillamente genial con la que unieron los fragmentos que cada uno había traído de su casa.

La historia de The Beatles está llena de ejemplos que sirven para explicar unas cuantas cosas de la música contemporánea. Pero pocos son tan potentes como el medley que cierra Abbey Road, que es también –más allá de movidas posteriores, inventos de laboratorio como “Free As A Bird” y “Real Love”- el epílogo de su biografía. Una manera de pensarlo es suponer que “lo más sencillo” era proceder a ese collage, esencialmente responsabilidad de McCartney y George Martin. Pegar las canciones que quedaban, guardar los instrumentos, pedirse un taxi y a otra cosa. Pero no hay nada “sencillo” en la progresión dramática de esas melodías de diferentes épocas y estados de ánimo. De “You Never Give Me Your Money” en adelante (con especiales saludos a Allen Klein, uno de los personajes de peso en la puja económica entre los músicos), The Beatles van desgranando un canto del cisne inigualable. Son 16 minutos que se escuchan una y otra vez y se llega a la caprichosa conclusión de que no podrían haberse encadenado de otra manera. Que es perfecto.

El tono reposado, lisérgico, decorado con grillos, de “Sun King”; la lennonísima “Mean Mr. Mustard”, compuesta durante el viaje a la India y el choque con el Maharishi, y su combo con la enérgica “Polythene Pam”, que desemboca naturalmente en “She Came In Through The Bathroom Window”; la melancólica y bella “Golden Slumbers”, con sus vientos y sus cuerdas, aceitada transición a la declaración de principios de “Carry That Weight” (“Pibe, vas a cargar ese peso tanto tiempo...”) antes de “The End” y su frase tantas veces citada sobre el amor que se recibe y el amor que se da. Las guitarras, las orquestaciones, las deformes líneas de bajo de Paul, las cuatro voces construyendo universos, el “yeah, yeah, yeah” y las complejas manipulaciones sonoras: todo The Beatles parece estar ahí, el compendio absoluto que conduce a “El Fin” y es el fin nomás, es la última vez que los cuatro se habrán juntado en un estudio.

Por supuesto, Abbey Road fue número 1 en Inglaterra y allí se mantuvo 17 de las 81 semanas que apareció en los charts. En Estados Unidos ocupó la pole position en 11 de las 83 semanas que figuró en la lista de los más vendidos. Gracias a reediciones, remasterizaciones y el reverdecer del vinilo (junto a The Dark Side of the Moon, es uno de los números puestos de toda colección en ese formato), se sigue vendiendo de manera consistente y sumando en el streaming. Su edición 50 aniversario (ver aparte) seguirá engrosando las cifras. La vaca siempre tiene un poco más de leche.

Pero esos son números, nomás. El verdadero legado del último disco grabado por The Beatles está en lo que suena, y en lo que sucede cuando suena. Ni siquiera hace falta detenerse en el milagro de que cuatro tipos hinchados las pelotas, que tardarían mucho tiempo en recomponer su vínculo, produjeran semejante obra. La obra se defiende sola. Hace 50 años, John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr cruzaron la calle juntos por última vez. Y sin embargo están acá. Y basta abrirles cualquier ventana para que el sol entre otra vez.


El cuarteto en abril de 1969, cuando todo se acercaba al final.


La Abbey Road Anniversary Edition

La discografía de The Beatles ha sido objeto de revisiones, reediciones, remasterizaciones y relanzamientos de toda laya, pero a nadie puede extrañar el anuncio de la Anniversary Edition de Abbey Road. Como es habitual, el lanzamiento que se producirá este viernes en todo el mundo contempla varias versiones. Y como también es usual, la Super Deluxe es de esas que hace babear al fanático: incluye tres CDs, un Blu-Ray (con el audio Dolby Atmos, 5.1 y de Alta Resolución), el acceso a la colección digital y un libro de tapas duras y 100 páginas con decenas de fotos, prólogo de Paul McCartney, textos del historiador Kevin Howlett y el periodista inglés David Hepworth, fotos de Linda McCartney, reproducciones de letras manuscritas y liner notes de Gilles Martin, hijo de George y encargado de la remasterización, quien señala: “La magia proviene de las manos que tocan los instrumentos, la mezcla de las voces de The Beatles, la belleza de los arreglos; nuestra tarea fue simplemente asegurarnos que todo suene fresco, y que te pegue tan duro como el día que fue grabado”. Hay también versiones de 2 CD’s, de un solo CD con la nueva mezcla de Martin... y una caja con tres vinilos y un single de vinilo picture disc. Porno para audiófilos.

En cuanto al material, la Anniversary Edition promete tomas inéditas, ni siquiera incluidas en el Anthology. Entre lo más atractivo se cuenta “The Long One”, una versión alternativa del medley final que incluye a “Her Majesty” dentro de la progresión de canciones, y segmentos más largos de “Mean Mr. Mustard” y “Polythene Pam”; hay primeros demos de “Come and Get It” y “Goodbye”, canciones que Paul compuso para Badfinger y Mary Hopkins, artistas del sello Apple; versiones alternativas de “The Ballad of John and Yoko” y “Old Brown Shoe”, en su momento lanzadas como single independiente del disco; y las versiones “cuerdas solas” de los arreglos de George Martin para “Something”, “Golden Slumbers” y “Carry That Weight”. Para cuando el oyente termine de pagar las cuotas de la tarjeta ya estará lista la Anniversary Edition de Let It Be, a lanzarse en 2020.