“Estoy escribiendo una autobiografía para pasar el tiempo, dicho sea literalmente. Y eso que tengo serias dudas acerca de que el tiempo pase efectivamente”, piensa Robert Lowell durante una de sus internaciones psiquiátricas. “Sin embargo, también la esperanza de que el resultado me provea de un manto protector, como una especie de inmensa venda de gracia y ámbar gris para mis nervios heridos”. Estamos en 1957 y Lowell está encerrado en el tercer piso de la Clínica Payne Whitney de New York, tiene cuarenta años y está, a pesar de su “desorden mental”, en plena posesión de sus poderes creadores. No es ni la primera ni única vez que se encuentra en situaciones como esta, internado. Su madre tiene un amante psiquiatra que le ha diagnosticado hace tiempo la demencia de Bobby y le viene recomendando su encierro. Pero cuando escribe Lowell su ensayo autobiográfico, la internación se ha debido, esta vez, a su propia voluntad después de un imparable ataque de “entusiasmo patológico”, tal como él lo define. Así explica el por qué de su internación: “Mi mente, en parte literaria, y en parte exageradamente musculosa, buscaba alguna clave mediante la que obtener un certero reflejo de sí misma”. Lo que ilusiona a Lowell: terminar el proyecto autobiográfico y por fin estar en condiciones de decir “me encontré a mí mismo”. No obstante su voluntad de “rehabilitación” termina desconfiando del trato que la psiquiatría, una terapia a fuerza de fármacos de alta potencia, cocteles químicos como para adormecer un rinoceronte, y actividades recreativas que se alternan, ante la mínima alteración de conducta, con el aislamiento penitenciario. El proyecto de escritura, subdividido en tres partes (“91 “Revere Street”, “Antebellum Boston y “Cerca del acuario inestable”), enfoca diferentes etapas de su infancia, aprendizaje y madurez con una coherencia de forma y contenido deslumbrante. Una prosa elegante, refinada y dueña de una causticidad en la que todo aquello que parece ser pudoroso, en su mesura, con una ironía tan fina como drástica, con una delicadeza que es cortante, va hasta el fondo de cada llaga sin aflojar el pulso en la observación minuciosa de sus seres queridos, sus hábitos, sus tics y manías, radiografiándolos sin concederse ningún desborde ni perder un ápice el equilibrio. En superficie educadísima, tan bostoniana, consciente del límite con la afectación, la prosa de Lowell hurga, sin nombrarlo de modo explícito, en lo más bajo de una vida cotidiana que se pretende distinguida. Sin nada de autocompasión ni de vanagloria, sus relatos son el centro nodal del que saldrán sus Life studies, y constituyen una pequeña gran obra narrativa concentrada no sólo en el autorretrato como género sino también, sin concesiones, deviene pintura y radiografía de su martirio como último eslabón de una estirpe aristocrática en la que abundan apellidos patricios de la historia de su país, historia a la que habría de enfrentarse no sólo con su escritura. Lowell fue objetor de conciencia y se negó a participar en la II Guerra Mundial, que le costó año y medio de prisión en compañía de asesinos, matones, chorros y dealers, marginales a los que habría de tomar simpatía y con quienes iba a compartir más de una afinidad. Es decir, el poeta transformó el  cautiverio en estudio existencial y hay poemas que fijan lo vivido en un encierro por esta vez penal. Más tarde, otro cruce con el sistema,y en su repudio a la invasión de Vietnam, junto con Ginsberg, Mailer y tantos más, se integra en la marcha contra el Pentágono de los “Ejércitos de la Noche”.

 Lowell, en sus comienzos discípulo de Allen Tate, un poeta conservador, afín a un rancio hermetismo, crítico elitista y severo de la modernidad, que habría de indignarse con la exposición de los estudios de vida, implacables en la disección del comportamiento de una prototípica familia de alcurnia venida a menos y sus descalabros disimulados ante el qué dirán. Según la banda intelectual del New Criticism, su proyecto poético resultaba absolutamente pornográfico y despreciable. Lector de Dante, Horacio, Shakespeare, Blake, Baudelaire, Manley Hopkins y Pound, a pesar de  la indignación de Tate, Lowell, un desdeñoso de los críticos del establishment, se mantuvo fiel a sus convicciones y se ganó la valoración de T. S. Eliot: “No solamente la singularidad de su obra poética, también su capacidad de hacer buen uso de su herencia, constituyen la marca de su originalidad”. En tanto, Edmund Wilson, en el elogio, no se quedó corto y lo unió a Auden: “Los únicos dos poetas de su época con el talento necesario para lograr carreras brillantes a escala decimonónica”. No sólo por su angst, sino por lo que supo hacer con él, Lowell estaba predestinado a integrar una camada de poetas desesperados entre los que se contaban Delmore Schartz y Denise Levertov. Hay que consignarlo, en su estancia en la Boston University fue profesor de Sylvia Plath, la melancólica y suicida primera esposa de Ted Hughes, y Anne Sexton, la alcohólica que destilaba tanto encanto con su presencia como dolor su poesía. Fue amigo de William Carlos Williams y de Marianne Moore. También contribuyó al descubrimiento de Flannery O’Connor. Rompiendo las reglas de la moral y las buenas costumbres de una lírica adocenada, conquistó el Pulitzer y la tapa de Time. La influencia de Lowell alcanza la primera producción de Mark Strand (ténganse en cuenta la elegía filial de Strand deudora del poema filial de Lowell) y también puede rastrearse en el Raymond Carver maduro con sus disparos narrativos de realismo en verso.

 Apuntes autobiográficos y algunos poemas de Lowell, en una cuidadísima edición de la Universidad Diego Portales, reúne narraciones clave y una selección de poemas que emanan de estas y son parte de los Life Studies. “91 Revere Street”, procede directamente de su internación a mediados de 1957. Por recomendación terapéutica de un médico, empieza a escarbar en su pasado y a construir el ensayo narrativo de su vida. Se centra en el hogar en que se cría, un barrio acomodado, elección de su madre presumida a pesar del fracaso económico y la sumisión de su padre, un oficial de marina genuflexo que prefiere dormir en la base antes que con su mujer. La discordia conyugal es el hipócrita clima determinante que modela el carácter del vástago, discusiones que se caracterizan, en el declive del linaje, la mordacidad y la ironía siempre a punto de desbarrancar en una batalla. “Era histérica incluso cuando estaba en calma”, anota Lowell con respecto a su madre. “Pero, como un paciente y frío estratega, trataba de simular neutralidad. Odiaba la marina, odiaba su ambiente, la escasa paga y la rutinaria mecánica de tener que desarmar y armar una nueva casa cada vez que papá era transferido a una nueva base o embarcación”, cuenta Lowell. Y en cuanto a su padre, el genuflexo, que terminaría acatando la voluntad de su mujer colgando el uniforme y sumándose a la lista de empleados de la empresa Lever, escribe: “Se mostraba ciego a su progresiva decadencia, su timidez resultaba evasiva, discutía con titubeante languidez. Durante los veintidós años que vivió después de haber renunciado a la Marina, nunca salió de Boston, pero nunca llegó a convertirse en un bostoniano. Las noches en que lo visitaban sus camaradas marinos y se emborrachaban, Bobby escuchaba las aventuras patéticas de las navegaciones con un interés que en la madurez devendría proustiano. Lowell padre “sobrevivió a la deriva, de un trabajo a otro, permaneciendo siempre desplazado, hasta convertirse en forzosa y literalmente en ese viejo cliché: un pez fuera del agua. Nunca logró sacarle partido a su tiempo libre, ni siquiera era capaz de esconder la cabeza bajo tierra”. De aquel domicilio Lowell extrae estas conclusiones: “El 91 Revere Street servía de escenario a esos artríticos dolores espirituales que nos atribularon. Cuando el majestuoso y vacuo aburrimiento del otoño del segundo año menguó para dar paso al cruel aburrimiento de un segundo invierno, me hice reacio a abrir la boca. Yo aburría a mis padres y ellos me aburrían a mí”. Lowell se acuerda de sus tres años como integrante de ese núcleo cerrado en su frustración y egoísmo. Mientras su madre añoraba la propia infancia distinguida, la servidumbre, las recepciones fastuosas, y el marido con status de eunuco acataba sus caprichos de alcurnia o se evaporaba camino a la base, Bobby contenía la respiración. “Yo estaba ahí, viviéndolo todo. Un día contuve mi respiración durante mucho más rato y de manera más perfecta de lo que nunca antes había conseguido. Empecé luego a respirar de manera más laboriosa, pesada y llamativa. Descubrí que tenía difteria. En realidad apenas podía respirar”. Y deduce: “Por aquella época descubrí que los adultos disfrutan del drama, por doloroso que sea, pues solamente cuando hierven de furia consiguen actuar con calma, con un verdadero sentido de la jerarquía y el control”. A los ocho años Bobby ingresó a la Brimmer School: “Era distraído en los estudios, decía que sí a todo lo que me dijeran, me metía el dedo en la nariz cuando nadie me veía, hice pasar malos ratos a nuestro profesor de tercer grado al organizar grupos de revoltosos en los recreos. Era tímido con el sexo opuesto. Torpe, narcisista, con tendencias vandálicas, tenía el carácter preadolescente típico de mi edad. Cuando se me acercaba una niña, era como si todo yo me encogiera hasta quedar seco, como una esponja apretada dentro de un puño”.

Hijo culposo, en la apreciación de su padre hay más piedad que una ternura que experimentará tarde. En el cuarto del difunto encuentra en su cuarto un libro de Lafcadio Hearn, recuerdo de la lectura del marino cuando navegaba el Yang Tse. Su madre moriría en Rapallo. Y es conmovedor el relato que hace de la repatriación de sus restos al cementerio familiar.

Uno de sus poemas, “Hablar de la miseria que encierra el matrimonio”, desde el punto de vista de una esposa, pormenoriza: “Este chiflado es capaz de matar a su esposa para después decidirse a dejar de beber./ Ay, la monótona maldad de su lujuria.../ Es la injusticia... Es tan injusto.../ Cegado por el whisky, llega todo arrogante a las cinco./ Mi único pensamiento se reduce a cómo permanecer con vida./ ¿Qué lo mueve? Cada noche amarro/ diez dólares y las llaves del auto en mi muslo.../ Corneándome con su climatérico deseo/ cae sobre mí como un elefante”. Y en un poema dedicado al padre muerto, donde desgrana el duelo, escribe: “Deseé sin éxito/ encontrarme contigo a mi edad; / la cita nunca tuvo lugar. /Me tomaría dos vidas/ remover la costra/ y develar el rostro/ bajo nuestras dos amenazantes/ máscaras iconoclastas”.

Como chisme malévolo, se sabe de su pasaje corto por Buenos Aires en 1962 por Adolfo Bioy Casares en su monumental e insidioso Borges. Lowell, en una reunión con intelectuales entre los que predominaban los melindrosos del grupo Sur, pasado de alcohol intentó levantarse una escritora y protagonizó un papelón ante un Borges abochornado. Lowell, ido y tambaleante, fue devuelto al hotel. Es que el alcoholismo tuvo un papel preponderante en su existencia intensa y colmada de sobresaltos psicológicos. En septiembre de 1977, después de un viaje, mientras liquida su tercer matrimonio, aterriza en New York, le da al taxista la dirección de su segunda ex, con la que se esfuerza en recobrar el vínculo. Cuando el taxi llega a la dirección, su pasajero está muerto por un ataque al corazón.