En los últimos tres años, algo cambió en el paisaje de 9 de Abril, en el partido de Esteban Echeverría, en esa zona también conocida como Transradio, al sur del Gran Buenos Aires. A la aparición de pelotas ovaladas se le fue sumando una nueva jerga en el diálogo de los niños y adolescentes que viven por allí, que habla de ingoal, line, scrum y try. Lo más visible, cuentan los vecinos, aparece ahí donde el pasto le gana al asfalto. En la plaza Salta, llamada Manuel Belgrano, se juntan grupitos, cada vez más, que eligen la destreza del pase con la mano a la habilidad de pegarle con el pie. Allí comienza la fiesta: sin tackles y sin hache, pero con las ganas de quien lo disfruta a cualquier hora y en cualquier lugar, se juega al rugby.

“El paisaje, por acá, se va pareciendo al de Sudáfrica”, dice Emiliano Rodríguez, orgulloso coordinador de las divisiones infantiles y juveniles de Camioneros Rugby Club, la institución responsable de esa nueva fisonomía que se aprecia y celebra en la localidad bonaerense. Uno de esos que se prende a las tocatas cuando puede es Tomás, que juega de apertura en la M15 de Camioneros: tiene de ídolo a Nico Sánchez (uno de los que lleva la 10 en Los Pumas) y carga con orgullo el saberse primer rugbier de su familia. Empezó a practicar en un club del Sur bonaerense a los siete, pero poco después de un año, en 2011, la cuota pasó de 500 a 750 pesos, y a sus padres -sostienen una familia tipo con un sueldo mínimo- se les hizo imposible seguir pagando sus tardes de rugby.

Después de seis años sin tocar la ovalada, a Tomás le volvió una alegría especial en 2017: su mamá se enteró que el club que quedaba a pocas cuadras de su casa iba a comenzar a desarrollar el deporte para sus socios. Así como Tomás pudo volver a jugarlo, hubo otros chicos que lo descubrieron como juego y se enamoraron de él, todo gracias a que el Club Atlético Social y Deportivo Camioneros (CASDC, del cual depende el rugby) sostiene una identidad de puertas abiertas. Y no hay nada de metáfora allí: los niños, adolescentes y adultos que practican la actividad (aun los que juegan en la Primera) no pagan un solo peso por realizarla. Y lo mismo sucede con el resto de los deportes que ofrece a sus cerca de 4000 socios y socias.



Si bien allí se patea a los palos desde diciembre de 2016, el 7 de agosto de este año nació Camioneros Rugby Club, constituido con el único fin de afiliarse a la Unión de Rugby de Buenos Aires, luego del fallido intento de unirse con el CASDC: entre los requisitos les exigían no tener deportes profesionales con deportistas rentados, y su plantel superior de fútbol cobra sueldo por contrato. La nueva institución, que preside Pablo Moyano y tiene como presidente honorario a su padre Hugo, está a la espera de que la Inspección General de Justicia firme su acta constitutiva para hacer el pedido formal de afiliación. La Unión tiene hoy 76 afiliados: el último en unirse fue Vicentinos en 2018 (luego de algunos años de haber sido club invitado) y las cuatro solicitudes de afiliación realizadas este año (de los colegios Northlands y Belgrano Day School y de Avellaneda y Guernica Rugby) fueron rechazadas por el Consejo Directivo, que tiene la potestad de aceptar o no el ingreso de nuevos clubes.

La prioridad ahora son los cerca de 300 chicos que practican rugby en Camioneros, más allá del conjunto superior, que juega como Mutual 15 de Diciembre el torneo interempresarial de la URBA. “Nuestra necesidad no es jugar en cinco años en la primera categoría, sino darle la oportunidad a estos chicos de practicar un deporte que de otro modo no podrían. Muchos, si no vinieran a entrenar, se quedarían parando en una esquina porque su papá y mamá salen a trabajar todo el día. Los clubes son la primer herramienta para sacarlos de las calles y queremos darles competitividad para que no se cansen y dejen”, explica Pablo Campoamor, secretario de Deportes del sindicato. Actualmente, con el sacrificio que supone no ser parte de una competencia formal, se llegan a superar los 20 partidos por año, aunque siempre amistosos.

Los pibes quieren jugar, aunque sus realidades no sean las mejores. “Acá, la situación es difícil -aclara Rodríguez-. Este deporte necesita la preparación de una alta competencia, por el desgaste físico, y nosotros entrenamos chicos que de base están mal alimentados. Los agujeros los tapamos desde ahí. Nos ha pasado de entrenar temprano y que un chico se desmaye por no haber desayunado... Su realidad y la de sus familias nos llevan a priorizar otras cosas, como asegurarles el desayuno o darles una fruta antes de un partido. También sabemos que, si formamos parte de la URBA, competir desde esta realidad implicará un grado más de trabajo y reflexión, pero creemos que hay falencias que podemos solventarlas no sólo desde el club sino desde lo humano. Desde mi experiencia como entrenador, yo vi a estos pibes ganar partidos con el corazón y no con lo que comieron la noche anterior. Ellos saben que están en inferioridad de condiciones, en educación, preparación y hasta alimentación, pero también saben que el pibe que tienen enfrente tiene su misma edad y que a los dos un golpe les duele igual”.



Rodríguez, ex rugbier de Banco Hipotecario y actual tercera línea del plantel superior de Camioneros, explica que este deporte precisa cinco mil horas de práctica sólo para conseguir que un chico pase bien la pelota. Claro que es mucho más fácil sostener esa dedicación para quien tiene una cancha en el predio del colegio que para quien, a los 15 años, sale tarde de la obra donde hace una changa y llega demorado a entrenar. Sin embargo, cuando el deseo es una posibilidad concreta, “las brechas se acortan”. “Los chicos son muy serios: vienen a entrenar, no a pavear -agrega-. Son esponjas que todo el tiempo absorben conocimiento. Así nos sorprendemos nosotros y a nuestros rivales también, con pibes que saben conceptos de rugby que otros no tienen, porque ellos valoran mucho su tiempo”.

De valores, al fin y al cabo, se ha vanagloriado siempre el rugby. En Camioneros, los que más lo valoran son los chicos, en silencio, dejando siempre impecable el vestuario y cuidando con mimo cada par de botines, para cederlo a un compañero más chico cuando ya no calce más. “Si este club no existiera, no podría llevar a mis hijos a jugar rugby porque no tengo los recursos -se sincera Jaqueline Riscal, la mamá de Tomás, que también tiene a Santino, de siete años, en la escuelita del club-. Estaría buenísimo que los dejaran formar parte de una liga oficial: se lo merecen del primer al último entrenador, del nene más chiquito al más grande y también papás y mamás, que se esfuerzan por pagar la sube y llevarlos y traerlos a entrenar. Lo principal siempre fue sacar a los chicos de la calle y se logró: son muchos los que ya no quieren pertenecer a esa esquina donde estaban antes, ni quieren volver a hacer cosas que, a su edad, hasta ellos saben que no tendrían que estar haciendo”.

El último día del niño, los entrenadores del club organizaron un festejo y convocaron a todas las categorías, con sus familias, para pasarlo juntos. Ese día, algo se hizo visible. Cuando los amistosos y los juegos terminaron, cada técnico dio por terminada la jornada deportiva y mandó a sus jugadores a distraerse, a descansar. “Hagan lo que quieran”, les dijeron a todos. Y los chicos se agruparon de nuevo, agarraron la ovalada y se pusieron a jugar. Ese día, en medio de esa tocata que se armaba en el predio y que seguiría después en las plazas de 9 de abril, todos y todas se dieron cuenta: Camioneros ya era un club de rugby.

El acceso para todes como bandera

Jugar al rugby en un club, por estos días, puede costar cerca de 900 y 1200 pesos -como mínimo y según la categoría-, entre la cuota social y el pago específico de la actividad. Eso, sin contar la indumentaria y los extras que suponen los traslados a partidos y la organización del tercer tiempo. En el predio que Camioneros tiene en Esteban Echeverría, les garantizan todo gratis. “Todo es todo -remarca Jaqueline Riscal, una de las mamás que colaboran en lo que pueden con el club-. No tienen que pensar más que en ir a divertirse y jugar. Les dan lo mejor: comen, toman y los llevan y traen para todos lados. Este es un barrio carenciado, de casas bajas, y a muchos pibes que antes veías en una esquina, ahora los ves entrenando”. El deporte para todos, en Camioneros, se sostiene gracias al sindicato (con el aporte de los 300 socios de su comisión directiva), la contribución de sponsors y las pequeñas donaciones de las familias que se asocian y colaboran. Desde su fundación en 2009, la institución ha ido creciendo: en fútbol, por ejemplo, comenzó en la liga de Luján y, desde 2018, ya milita en el Federal A, a dos ascensos de la Superliga. Pablo Campoamor, secretario de Deportes del gremio, habla de la identidad de su club comparándola con una fruta, que aquí no está prohibida para nadie: “Una manzana tiene matices de sabores y colores, pero en el centro está su semilla y es lo esencial. En nuestro caso, lo más importante es que somos camioneros y, por nuestra idiosincrasia, queremos un deporte que se haga sin pagar cuota”.