“¿Cómo se atreven a robarme la niñez?”, bramó la joven sueca Greta Thunberg  ante la ONU y despertó al monstruo. A la derecha quedaron los alfiles del progreso ilimitado que ven en toda defensa del ambiente o del trabajo bien remunerado un impedimento para el avance: lo extraño es que suelen coincidir en ese reducto los que pregonan el fin del empleo humano, los defensores de reformas laborales que contrarían décadas de derechos adquiridos y los que sugieren que, en un mundo de pobreza e inequidad, la prioridad es avanzar en el desarrollo productivo y económico, en búsqueda del supuesto derrame que implicaría (y luego vemos qué pasa con el Planeta). Y por izquierda la intentan correr los que reclaman que se queja porque es de Suecia y tiene los problemas básicos bien resueltos.

Lo cierto es que su acusación puso el dedo en la llaga. La pregunta es por qué. Y la respuesta, hurgando en experiencias juveniles pero también en el mundo que perciben y reciben como herencia, parece clara: desempleo, trabajo precario o uberización de la economía , un mundo con sobreproducción y a la vez con desnutrición infantil, niveles crecientes de contaminación. Dos caras de un modelo de producción y organización de la vida, el capitalismo, que no brinda perspectivas alentadoras.

Hay 64 millones de jóvenes desempleados en el mundo y otros 145 millones que, aunque trabajan, son pobres. Son datos de la Organización Internacional del Trabajo. El “capitalismo de plataformas” copó la parada desde la crisis global de 2008. El canadiense Nick Srnicek es autor de un exitoso libro sobre este tema, donde expone que se trata de un modelo que se monta en el dinero disponible para este tipo de emprendimientos y en el desempleo creciente, que conlleva una resignación de aspiraciones laborales en la mayor parte de la población, generando un ejército de reserva dispuesto a calzarse el casco y subir a la bici, pero también para todo tipo de empleos mal o poco regulados y sin relación laboral tradicional. La disyuntiva que les dejaron es entre la inanición y la precariedad.

Desempleo juvenil y promesas electorales en Argentina

En marzo de 2006, Agustín Salvia e Ianina Tuñón definían en el informe Los jóvenes y el mundo del trabajo en la Argentina actual, publicado en el número 36 de la revista académica Encrucijadas, que “los jóvenes en el mundo se ven expuestos a mayores tasas de desempleo y precariedad laboral que los adultos”, y si bien exponían cómo las dificultades que enfrentan estos sectores para ingresar al mercado laboral están tanto en las economías desarrolladas como en las subdesarrolladas, también aseguraban que “ser joven en un país pobre o empobrecido no constituye sólo un factor de riesgo de desempleo o de precariedad laboral sino también de discriminación y desafiliación socioinstitucional”.

El panorama es viejo pero se repite en cada una de los textos y explicaciones –o llamados de atención– que los organismos internacionales vienen haciendo en los últimos años, y también en los informes del Observatorio de la Deuda Social de la UCA, que dirigen Salvia y Tuñón desde hace varios años. Como alertan, no todos los sectores padecen o se arreglan igual: mientras los más pobres se caen del tejido social, los que tienen resto o la posibilidad buscan fuera. Hace unos meses, una nota recorrió los principales diarios del mundo y, aún sin datos oficiales, puso la mira sobre la migración juvenil de Argentina hacia Europa. En ese artículo de AP, una de las mayores consultoras de empleo del mundo señalaba que muchos argentinos se están yendo a buscar lo que no consiguen en casa: perspectivas, un futuro, un empleo o cierta estabilidad.

Los informes específicos sobre Argentina que realizó la OIT en base a la Encuesta Permanente de Hogares muestran que el empleo joven ha sido un problema de al menos los últimos 30 años, pero que recrudeció en especial en 2001 y, tras un vaivén en ascenso, luego de 2012. En 2017, tres de cada cinco jóvenes empleados tenían trabajos informales y apenas uno de cada diez tenía un empleo formal con salario acorde a la categoría.

Con el debate por los ni-ni zanjado (porque los que ni estudian ni trabajan son menos del 10 por ciento de los jóvenes y porque se trata, en la mayoría de los casos, de madres ocupándose de sus hijos), el foco está en garantizar para los jóvenes un trabajo decente. En ese marco, el ministerio de Trabajo realiza ferias con dudoso resultado, y pisó los valores de las asignaciones del programa Más y Mejor Empleo, que en 2019 y tras tres años de congelamiento alcanzó valores que van de los 3000 a los 7000 pesos, según la modalidad de empleo parcial, cursos, empleo completo o programas empalme. La canasta familiar ronda los 33 mil pesos mensuales, y eso apenas para no caer bajo la línea de la pobreza.

Ante ese panorama, las elecciones trajeron inevitables promesas de campaña . ¿Buenas? Posibles. Mientras desde el oficialismo impulsan que es clave discutir una reforma laboral –que abarate costos empresariales para fomentar el empleo, en línea con los planteos del Fondo Monetario Internacional–, también parecen haber dejado de lado una promesa de campaña de 2015: empleo joven sin cargas sociales. En 2016 presentaron un proyecto legislativo al respecto, pero cayó sin tratamiento y solo quedó la escandalosa prueba piloto con Mc Donald’s: 4500 pesos, exención impositiva y el Estado pagando parte del sueldo de los jóvenes precarizados.

Desde el Frente de Todos, por su parte, pregonan un pacto social sin dar muchas precisiones. Antes de sumarse a ese frente, Sergio Massa propuso la idea de un bono social: por cada empleo joven que se crea, se releva al empleador de las cargas patronales. En los borradores que aparecieron de Alberto Fernández se promete integrar a 1,5 millones de jóvenes al empleo, pero también mediante exenciones impositivas a los empleadores.

Golpeando las puertas de Ezeiza

La idea de que la salida es en un avión ha sido durante décadas un lugar común del imaginario colectivo argentino, pero retomó con fuerza en los últimos años. Sin embargo, esto que parece un mal nacional es un problema global, porque entre las máximas potencias mundiales la situación de empleo juvenil también preocupa. De hecho, un informe de la OIT a nivel mundial señala que “la mayor parte de los flujos migratorios internacionales están compuestos por jóvenes, que en un 70 por ciento son menores de 30 años”.

Uno de los principales destinos elegidos por jóvenes argentinos es España, donde las estadísticas oficiales muestra una mejora en los últimos años, pero donde aún la tasa de desempleo supera el 30 por ciento para jóvenes de entre 18 y 29 años. Y esa mejoría esconde otra realidad: la mayoría trabaja en empleos de peor calidad que los adultos y a tiempo parcial involuntariamente, según datos de 2018 del Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud.

Pero el horizonte no acaba en Europa. En el milagro asiático de Corea del Sur, por ejemplo, los jóvenes cruzan las fronteras de a miles en busca de mejores empleos y nuevas oportunidades. Incluso existe un programa estatal que los ayuda a conseguir trabajo fuera del país: la mayor parte se va a Japón o Estados Unidos. Y en China, otra de las superpotencias que gozan de reputación sobre la cantidad demandada de empleo, los jóvenes se ven desmotivados y comienzan a sentir la falta de cobertura de sus expectativas en el mercado laboral, con bajos salarios y trabajos que no satisfacen sus búsquedas.

Por su parte, en Estados Unidos, que ha mejorado las estadísticas de empleo en todos los niveles, los jóvenes continúan llevándose la peor parte: los datos oficiales muestran que la tasa de desempleo juvenil es tres veces mayor a la de los adultos y que muchos de ellos no tienen la preparación adecuada. Allí también los organismos oficiales y los internacionales alertan sobre la necesidad de garantizar trabajo de calidad.

La falta de trabajo para jóvenes, un problema globalizado

En todo el mundo, estas voces de alerta son claras. El informe de la OIT sobre la situación del trabajo juvenil, de 2017, señaló una situación de gravedad y una retracción “drástica” del empleo a nivel global en este sector: en dos décadas, de 1997 a 2017, los jóvenes pasaron de ser el 21,7 por ciento de la fuerza de trabajo mundial a ser el 15,5 por ciento, lo que equivale a por lo menos 35 millones de trabajadores menos. Pero más allá de las cifras, este informe señala un asunto macro: pese a que los discursos globales se centran en la idea de reformar la educación para los supuestos empleos del futuro, el desempleo juvenil responde a “muchas otras razones”.

Los jóvenes tienen el doble de posibilidades de caer en un empleo precario o temporal que los adultos. Y el informe lo dice bien claro: el trabajo en línea, la economía colaborativa y la uberización de la economía lleva a trabajos no regulados y a la precarización. Y aunque destaca que las tecnologías posibilitarán nuevos empleos y oportunidades de inserción para los jóvenes, también aclara: “Las numerosas formas de empleo deben reflejarse en nuevos y renovados mecanismos que garanticen los derechos de los trabajadores jóvenes. La participación activa de los interlocutores sociales será crucial para el avance y la protección de derechos”.

Hay, no obstante, algunos sectores económicos identificados como una fuente en expansión para el empleo juvenil: las actividades financieras, las de atención de la salud humana y de asistencia social, el comercio, los hoteles y restaurantes, y el sector de transporte, almacenamiento, información y comunicaciones. Pero, una vez más, como decía Salvia en su informe: no es igual la realidad del joven en un país desarrollado que en un país con una economía dependiente y, como en Argentina, en crisis acelerada. Pero el común denominador parece ser el mismo.

Cómo dice Greta, entonces, ¿cómo se atreven?