El camino desde el aeropuerto de Bilbao hasta San Sebastián es sinuoso, una ruta rodeada de verde, casas que parecen suspendidas entre los árboles, colinas bajas. Después de un vuelo transatlántico es un paisaje muy pintoresco pero también surreal: provoca mareo, acentúa el cansancio. Es también la introducción ideal para un festival de cine que es también una burbuja, glamorosa pero informal y, este año, en su edición n° 67, afortunadamente soleada: en San Sebastián llueve, y mucho, tanto que todos los restaurantes, comercios grandes y hoteles ofrecen paraguas y sin falta tienen un paragüero junto a la puerta de entrada. Los días del festival, sin embargo, apenas caen unas gotas por la noche.

Este año, el Festival me invitó a integrar el jurado de la sección Nuevos Directores, junto a la realizadora colombiana Laura Mora, la holandesa Isabel Lamberti, el japonés Yuji Sadai y Mark Adams, director del festival de cine de Edimburgo. Como suele suceder, a los primeros minutos de observarse entre desconocidos se desata la estudiantina y familia temporal. A los otros grupos de jurados les pasa lo mismo: claro que el de la Oficial (en el que ofician, entre otros, Mercedes Morán y Neil Jordan) se aloja en el hotel María Cristina, una belleza a metros del mar adonde llegan las celebridades; todas deben bajar del auto oficial y saludar a la gente que las espera, mañana, tarde y noche. Las celebridades que no lo hacen resultan antipáticas: se dice que hicieron un “plantón”. Los diarios anuncian que Laetitia Casta, la hermosa actriz y modelo francesa, “plantó” a los entusiastas. Pero por lo general, todo transcurre con gran tranquilidad.

O eso es, al menos, lo que se siente como jurado. Si ya un festival de cine de este prestigio y tradición es un mundo cerrado, el microcosmos del jurado es aún más estrecho. Para evitar influencias, antipatía, buena onda o intimidad, los jurados no pueden asistir a ningún coctel ni fiesta en la que exista la posibilidad de cruzarse con alguien relacionado a las películas que deben ver. Y es mucha gente, porque las películas son catorce y la mayoría de las producciones viajan con actores y técnicos además del director. La presentación de una nueva película en la sección San Sebastián –se trata de un primer o segundo largometraje-- es una fiesta: muchos de los directores se emocionan, se visten de gala, se presentan ante un público que los aplaude y los hace sentir bienvenidos. Los que saben y han asistido a muchos festivales, dicen que el público de San Sebastián no es tan entusiasta como el de La Habana, pero se le acerca. El aislamiento incluso se mantiene cuando se trata de apoyar la ley por aborto libre, seguro y gratuito en Argentina, representada por la película La ola verde: los jurados se sacaron la foto con los pañuelos sin mezclarse con los demás participantes de San Sebastián. 

Como los jurados están un poco encarcelados, la jaula es de oro. Todos reciben tickets para buenísimos restoranes de una ciudad atiborrada de excelente cocina. Sofía Gala, jurada de Horizontes Latinos, sabe de los mejores pintxos de la zona vieja, porque ya estuvo en San Sebastián con el éxito de Alanis, la película de Anahí Berneri. Para la gala de apertura lleva un vestido negro que grita estrella de cine pero ella, como todos, quiere ver a alguna de las grandes estrellas de Hollywood, para entretenerse. Alguien avisa, en el coctel, que vio el peinado de Kristen Stewart: ella está acompañando a Seberg, la película de Benedict Andrews basada en la increíble vida de la actriz francesa y diosa de la nouvelle vague. En la función de apertura, el australiano Sam Neill presenta a la floja pero efectiva Blackbird, un melodrama sobre la eutanasia donde todos son demasiado ricos y demasiado bellos. Especialmente es bello Sam Neill, espectacular a sus 72, más guapo que en la juventud. Después de la gala, los jurados no podemos ir a la fiesta de apertura por las reglas de no convivencia, así que vagamos por San Sebastián buscando una cocina que aún esté abierta: cierran religiosamente a las 11, casi todas. Encontramos hamburguesas en un local con nombre italiano. La carne es buena y los ánimos también: es una hermosa noche sobre La Concha, con la isla en medio de la bahía y, lejos y misterioso, el húmedo Monte Urgull.

De paseo a la muerte

Una de las actividades paralelas pensada para esta jurada es visitar cementerios. El director del Festival, José Luis Rebordinos, leyó mis cuentos y, cuando vino a Buenos Aires compró Alguien camina sobre tu tumba (Galerna), mi libro de viajes a cementerios. Enseguida pensó en su amiga, la periodista Begoña del Teso: motera, especialista en toros y deportes extremos, una de las protagonistas de la semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián y leyenda de la ciudad. Begoña –que tiene sesenta años, practica esgrima y es delgada como una rama-- quiere llevarme a recorrer los cementerios de la ciudad por la noche. Accedo al borde del delirio. Cuando nos encontramos en el hotel, me obsequia un poco de tierra del castillo de Vlad Dracul en Rumania –el personaje histórico que inspiró Drácula-- y salimos rogando que no llueva. Nos acompaña Lobo, uno de los fotógrafos del diario País Vasco y Jone, la encargada de coordinación de jurados.

La primera estación del paseo es el Cementerio de los Ingleses en el Monte Urgull. Es la colina que queda del lado derecho de La Concha y es un lugar de extraña soledad a pesar de los turistas; los murciélagos vuelan entre los árboles y el suelo está resbaladizo. Sólo tenemos linternas, incluidas las de los celulares, y el flash del fotógrafo. La historia de estas tumbas y el monumento memorial es tan compleja como la historia de Europa y sus guerras facciosas: el cementerio se formó con las sepulturas de los oficiales británicos muertos durante la Primera Guerra Carlista, que se desarrolló entre 1833 y 1840. Estos oficiales formaban parte de la División Auxiliar Británica, que combatieron y defendieron los derechos de Isabel II y los ideales liberales de quienes la apoyaban; protegieron a San Sebastián del avance carlista, además. Hay más tumbas, algunas de civiles, pero las más hermosas, las que hacen pensar en un jardín secreto, son las de los primos William Tupper y Oliver de Lancey, ambas orientadas hacia el noroeste, mirando la tierra natal, Guernsey, Gran Bretaña.

Sacamos fotos, hablamos de historia, resbalamos. En el monte hay una muralla y lo que parecen calabozos o pasadizos, y un restaurant y el aire huele a jazmines; hay carteles que indican los tipos de flora, un camino desde donde se ve el mar y un mirador para la ciudad, que brilla. La noche transcurre apacible y vagamente macabra hasta que interrumpe nuestro andar una voz extraña que parece venir desde alguna pasarela más arriba, pero se pierde en el eco de la vegetación. “¿No saben que está cerrado? ¿Qué hacen aquí”. Lobo grita que tenemos permiso del Ayuntamiento, cosa que es cierta. La voz continúa pero ahora derrapa, delira. Dice que hace treinta años que está en el País Vasco y que llamará a la policía. Begoña le responde que ella hace 60 años que está en Euzkadi y después le lanza una larga admonición en lo que suena como perfecto euskera: la voz no vuelve a aparecer, apabullada.

Próxima parada: el cementerio marítimo-rural de Igeldo. Es pequeño y recuerda un poco al de Port Bou en Cataluña donde está el memorial de Walter Benjamin. Sobre una casita, hay una inquietante locución latina: “Omnes vulnerant, ultima necat”: Todas hieren, la última mata. Pasamos media hora ahí y partimos hacia el mayor, el cementerio de Polloe, cerca de la Tabacalera, el centro cultural y de cines más cool de la ciudad: también lleva su nombre la sección de cine experimental Zabaltegi Tabakalera, en la que es jurado, entre otros, Jean-Pierre Rehm, director del festival de cine de Marsella. En Polloe los monumentos son exuberantes y Begoña cuenta que, de chicos, los nativos le tenían miedo a la parte dedicada a muertos no católicos. “Pero igual son cristianos”, le digo. Y ella: “Si, pero aquí somos tan católicos que todo lo que sea diferente da miedo”. Vemos las tumbas de los niños: son muy discretas, hay pocos juguetes y menos colores, son muy diferentes a otras tumbas infantiles, no solo de América Latina, del mundo entero. Usan un eufemismo tierno y bello: “se fue al cielo”. Cuando salimos de ahí, con la linterna iluminamos algunos panteones y leemos los nombres de ancianos muy longevos: todos han muerto de más de 90 años. Begoña me dice: “Mi madre murió a los 82. Los vecinos me decían ‘pobrecilla, ¿qué le pasó?’”. Por las calles se ve constantemente esta población que llaman “envejecida”: todos parecen extremadamente joviales. En Polloe hay cientos de monumentos magníficos, incluido el panteón de los Cortázar, sin relación con Julio. Pero entre los más hermosos, al menos en la penumbra, está la capilla Luzuriaga, en estilo neorromántico. La decoran dos murciélagos panzones, signo del más allá en simbología que inevitablemente recuerda al vampirismo, y dos pequeñas gárgolas expectantes. De este cementerio extraordinario tenemos la llave, pero no es fácil cerrar la puerta con el candado. Ya en la entrada se nos acercó un tipo misterioso, preguntando si habíamos perdido un llavero. “Esta es la noche de los espontáneos”, dice Lobo. Justamente, mientras luchamos con el pesado hierro negro de las puertas, aparecen más espontáneos: es la policía. Una cuadrilla completa. Al principio piden datos y preguntan qué estamos haciendo. Se les explica sobre el diario y la crónica pero sólo se ablandan cuando uno de los oficiales reconoce a Begoña. Suelen ir juntos a ver kickboxing. Ahora todo es sonrisas y pedido de que, la próxima, por favor pidan al Ayuntamiento que avise a la policía.

En el auto, ya relajados, le pregunto a Begoña si hay historias de fantasmas en Polloe. Dice que no. Solo, apunta, la de la señora. “Dicen que hay una mujer que entra y nunca sale. Siempre la ven entrar pero jamás la ven salir”.

Deliberar en las tabernas

Es cierto que los jurados tienen prohibidas las fiestas, pero cada película es una excusa para comer y debatir. Todo es más amable entre pulpo y tortillas celestiales. Las películas de Nuevos Directores están marcadas por la preocupación por los vínculos y la familia. Nos interesa particularmente Sestra, de la búlgara Svetla Tsotsorkovak, porque ofrece un retrato familiar de mujeres absolutamente impredecible, además de la actuación pasmosa de Monika Naydenova. Hay muchas actuaciones femeninas memorables: la tunecina Hend Sabri en Le reve de Noura, la muy joven Carmen Arrufat en La Inocencia de Lucía Alemany, la noruega Josefine Frida Pettersen en Disco. Pero nos decidimos por Algunas bestias del chileno Jorge Riquelme sobre una familia que, en una isla del sur de Chile, planea montar un hotel. En minutos, la película se desliza hacia oscuridades de fosa y horror: piensa el poder, el derecho de pernada, la herencia como tema central en el continente, el rascismo, la clase. Cuando al fin podemos conocer al equipo la alegría es doble: rodaron en diez días, sin presupuesto, y esas escenas que de tan notables parecían coreografías fueron milagros, en una sola toma, los actores desatados frente a la cámara.

Los jurados, además, hablamos de todo tipo de cosas. De la mujer que se masturbó viendo a Tom Hiddleston en Broadway, donde el actor inglés está haciendo Betrayal de Harold Pinter. Sobre la supuesta enana lituana que fue adoptada como niña y resultó ser una psicópata, y cómo la trama de esa noticia freak fue mutando hasta que los locos resultaron los padres. De por qué en Colombia alguien o alguien malo es una “gonorrea”. De otras películas fuera de competencia que vemos (mi favorita: The Lighthouse de Robert Eggers, aunque no vi muchas más). Nos enteramos de Donald Sutherland y de Penélope Cruz y de Costa Gavras, quienes reciben el premio Donostia, por los diarios. A Penélope se lo entrega Bono de U2. Pero no vemos a nadie. En la gala final, sin embargo, sube las escaleras como una aparición Marisa Paredes y entramos en modo fan fatal. Ella, con sus guantes, está espléndida y cabreada en partes iguales. Y luego, en la fiesta final en el palacio Miramar (una donación a la ciudad de la ubicua Duquesa de Alba), Marisa se acerca a Laura Mora y a mi con un plato de sushi. “Tengo hambre, estoy desmayada”, dice. Y después: “Todas me odian porque estoy bendecida con mi cuerpo, como y no engordo”. Alguien le señala que nuestro jurado eligió una película “muy fuerte”. “Bah”, desdeña. “Fuerte es la vida”.

Sofía Gala, con los ojos maquillados de un azul extraordinario y un traje negro que destaca su androginia, se acerca a la Paredes y le dice: “Te amo. Te amo con locura”. La Paredes termina su pieza de sushi, se arremanga los guantes violetas y dice, con énfasis: “Pues me parece muy bien”.