En tiempos en los que muchas de las bandas legendarias de rock empiezan a despedirse, en cada visita a suelo argentino hay perfume a última vez. Algunas lo anuncian: lo hizo Deep Purple hace dos años, lo va a hacer KISS en mayo, lo hizo Slayer hace una semana -de un palo más extremo, pero leyenda al fin-, y la lista probablemente se alargue a mediano plazo. Por eso, sobre todo para quienes tienen una forma particular de entender los códigos estéticos del hard rock, parecía un buen plan de viernes lluvioso por la noche ir hasta el Club Hípico Argentino a ver en dupla a Whitesnake y Europe, dos referentes de un tipo de grupo en vías de extinción.

Las dos bandas son leyendas europeas que se iniciaron a fines de los ’70 pero construyeron sendos imperios en el fulgor del decenio siguiente, con placas emblemáticas que no sólo dejaron huella en sus repertorios sino también en el marco general de la época. La obra cumbre The Final Countdown apareció en la escena del hard rock y el glam en 1986 con una lista de himnos, más ventas de 15 millones de copias. Por su parte, al peso propio de Whitesnake en la escena ochentosa, se agregó el rutilante éxito de su placa epónima de 1987, que amplificó el volumen de ventas al mismo tiempo que su testamento artístico. Ambos alcanzaron así la estatura de clásicos, por estilo y recorrido, y celebraron 40 años de carrera juntos en Buenos Aires.

La noche empezó con el ajustado set del crédito local Watchmen. Es una lástima que, a la incorporación de espacios cómodos como el estadio cubierto de Núñez y los intentos por mejorar las condiciones generales de los conciertos -acceso, sonido, circulación-, subsista la práctica del ahora llamado “campo delantero”, otrora campo VIP. Ya ni siquiera se trata de una impugnación ética -también atendible-, sino de un incordio estético, al punto de dar la imagen de un predio semi-vacío, aún con 7 mil personas adentro. ¿Por qué no adelantar unos metros el vallado intermedio, acercar a los del fondo y evitar el paisaje desértico de la transición? Europe saltó a escena con la misión de transformar ese ambiente partido y desangelado en un recital de rock internacional, y lo consiguió en poco tiempo.

Los suecos, que visitaban el país por cuarta vez -la última había sido hace dos años en el Gran Rex-, nunca se caracterizaron por ser una banda de extrema personalidad; más bien lo hicieron por interpretar con claridad los estándares del género. Son uno de tantos grupos que vivieron su apogeo durante el reinado del glam y a los que la década siguiente les pasó factura. Cuando volvieron, ya más cerca de los 2000, se prometieron dejar atrás la piel que los había vuelto celebridades para dejar al descubierto la de sus influencias primarias, de artistas como Led Zeppelin o Deep Purple. La conversión cristaliza cuando, aún conformados casi en su totalidad por los músicos que grabaron The Final Countdown -sólo falta Kee Marcello en segunda guitarra-, el menú de temas del ahora cuarteto se integra casi en un 50 por ciento por material de su segunda etapa, incluido Walk the Earth, álbum de 2017. Así conviven “The Siege” y “Last Look at Eden”, de riffs potentes y coloraciones arábigas, con clásicos chapados a la antigua como “Rock the Night” y “Ready or Not”.

Con la banda enfocada en sus instrumentos, la base sonó sólida y permitió el lucimiento de John Norum, con ritmo y precisión en velocidad sobre el diapasón de la guitarra. El vocalista Joey Tempest encarna la noción clásica de frontman acuñada en los ’70, que asume un rol físico en convivencia con el musical. “Ustedes son un público fantástico”, dijo en un español tan claro como su voz, demostrando que había estudiado para la ocasión. El clima de concierto subía, y el cuerpo baterista Ian Haugland empezó a humear. Plantada la bandera de la nueva adaptación del grupo, se desprendieron con naturalidad los más grandes clásicos, desde “Carrie” -prototipo de balada de los ’80- hasta “The Final Countdown”, pasando por “Superstitious” y “Cherokee”, hasta completar un show sólido de más de una hora.

David Coverdale es algo más intransigente que sus colegas nórdicos. “No soy un tipo nostálgico”, le había dicho a Página/12 en la previa, pero lo cierto es que el proverbial vocalista británico de 68 años, líder absoluto de Whitesnake desde su fundación en 1978, planteó un concierto en función del repertorio de época, con apenas tres citas a su último disco de estudio, Flesh & Blood, editado este año. Nada que no hubiese mostrado en anteriores pasos por el país -contó siete anoche-: Whitesnake conserva una lista de temas estandarizada y muy trabajada por sus intérpretes, que le permite a Coverdale descansar sobre el poderío de la banda y el rescate de los coros cuando su voz siente el peso de los años.

Con puntualidad, un palillo viajó desde la frondosa mata de pelo enrulado de Tommy Aldridge –interminable, viejo conocido comodín de la escena- hasta uno de los cuerpos graves de la batería, y dio pie al concierto, que empezó con “Bad Boys” como bandera, primer viaje a 1987. Sobrevendría una avalancha de hits ochentosos extraídos de Slide It In, que cumple 35 años: además de la canción epónima, “Love Ain't No Stranger”, “Slow an' Easy” y su riff encomiable, más la versión “Ain't No Love in the Heart of the City” en formato power ballad, sólo suspendidos por algo de lo mejor de Flesh & Blood, como “Hey You (You Make Me Rock)” y “Trouble Is your Middle Name”. Al empatar con la sonoridad de su época dorada, el material del último disco no quedó descolgado del resto del repertorio.

La sección de solos mostró el oficio de Aldridge, que terminó a las piñas con los platillos, y las virtudes de las dos guitarras que hoy acompañan a Coverdale -Hoekstra y Beach-, en solos con mucho tapping que evocaron a Van Halen, pero también a Hendrix y a Satriani. Después de todo, un grupo que contó con un freak como Steve Vai entre sus filas debe tener buenos guitarristas. La consumación llegó a caballo de otros riffs memorables -“Give Me All your Love” y “Still of the Night”-, y los estribillos gancheros de “Here I Go Again” o “Is This Love”, mientras el cantante aprovechaba para dejarle al público algunos de los pasajes más severos. Al cabo de casi hora y media de concierto, una cita con la historia para la versión final de “Burn”, obra magnánima de Deep Purple que presentó al vocalista en sociedad allá por 1974, tras la salida de Ian Gillan, y ahora le permite recordar cómo empezó todo: una foto y un cassette con los que se postulaba para el puesto vacante.