Hay que ser fundamentalmente honesto para figurar entre los filósofos vivos más importantes y escribir un último libro en cuyas primeras páginas figura la anécdota de un psicoanalista que confiesa los límites de su comprensión del mundo. Hay que ser inmensamente humano y comedido para escribir, en otro libro final, soy “un espectro ineluctable que nunca ha aprendido a vivir”. Cuando ambos destellos pertenecen a un filósofo, entonces podemos anticipar que la experiencia de la lectura será una revelación subversiva. Ese autor es Jacques Derrida (1930-2004), uno de los filósofos franceses más impactantes del siglo XX y XXI. 

Su obra no está en nada teñida de filosofía moral, de consejos caseros, compendios políticos, doctrinas ideológicas, mezcolanzas psicoanalíticas o divagaciones sin estructura. Por el contrario, Derrida pertenece a esa generación de pensadores franceses que, junto a Michel Foucault, Roland Barthes, Emmanuel Levinas, Claude Lévi-Strauss o Gilles Deleuze, irrumpió con una originalidad y un poder de crítica radical a partir de los años 60. 

Su pluma (en el sentido más puro y primitivo del término, el más inspirado) es de una belleza excitante. Los clasificadores lo han catalogado entre las figuras centrales del posestructuralismo y la filosofía posmoderna. Sin embargo, recurrir a ambos catálogos carece de interés. Entre Derrida y el cajón donde se lo ha puesto media una obra totémica, profusa y polifónica. Hubiese podido ser pintor, pianista o fotógrafo. Fue todo eso junto, en el sentido de que uno de sus biógrafos, Benoît Peeters, lo retrata como “el filósofo-artista”. 

Su abrumadora modestia existencial inspira estas líneas, cuyo propósito no consiste en un breve tratado de filosofía, en un arduo elogio académico o un análisis sesudo de su obra. Se trata de devolver la frescura de una presencia humana y la frondosa herencia de una obra que ha sembrado un extenso campo de objeciones a nuestro instante contemporáneo antes mismo de que este se desplegara con la potencia sometedora con que reina hoy. Prueba de ello, esta cita que parece escrita ayer: ”Las producciones de masa que inundan la prensa y la edición no forman a los lectores, sino que suponen de manera fantasmagórica y primaria la existencia de un lector ya programado. De tal forma que estas producciones terminan por formatear ese destinatario mediocre que habían postulado por adelantado”. 

La nefasta empresa de colonización mental y cultural cabe en esas frases: la enfermedad invasora de Juego de Tronos, Los Vengadores, la netflixodominación, el cine contaminado por la sola sensibilidad norteamericana y todos los canales por los cuales el liberalismo penetra las redes sociales bastan como prueba de su pertinencia.

Jacques Derrida fue el criptógrafo que desnudó el código mecánico de muchos sistemas y, al mismo tiempo, un hombre sin paz. Precisamente, en la introducción de su biografía, Benoît Peeters anota que “escribir la vida de Jacques Derrida es contar la historia de un judío de Argelia, excluido de la escuela a los 12 años (fue expulsado por las leyes antisemitas decretadas en Francia durante la Segunda Guerra Mundial), que se convierte en el filósofo francés más traducido en el mundo, es la historia de un hombre frágil y atormentado”. 

La distancia entre ese hombre íntimamente abrumado, su obra límpida y sus compromisos lúcidos y firmes es considerable. En la acción, Derrida fue un hipermoderno antes de tiempo. Sus compromisos políticos abarcaron la oposición al apartheid y la defensa de Nelson Mandela, el apoyo a los inmigrados clandestinos, al matrimonio entre personas del mismo sexo, se levantó contra la represión de los regímenes comunistas y contra y todo aquello que podía manchar la igualdad o la libertad. Su concepto más controvertido, ”la deconstrucción”, ha tenido una influencia enorme mucho, mucho más allá del ámbito filosófico. Fue y es un respaldo teórico fundamental del feminismo, los estudios sobre el poscolonialismo, la crítica literaria, el derecho y hasta la arquitectura. 

Hoy, el concepto de deconstrucción puede sonar como un atentado. Fuera de las extremas derechas, nadie está muy dispuesto a deconstruir nada, ni menos aún a aceptar cómo funcionan las manipulaciones de masa (internet, redes sociales, tecnoconsumo) y actuar en consecuencia (deconstruirlas). Jacques Derrida lo postuló con un estilo muy propio en el que supo combinar de forma misteriosa la filosofía y la literatura. Abordar los arcanos de la deconstrucción no requiere un esfuerzo matemático. Para ello me permitiré una digresión popular (los académicos se escandalizarán). Cuando era niño, Jacques Derrida quería ser jugador de fútbol profesional. El fútbol es un juego organizado por reglas y por trampas. La deconstrucción derridiana equivale a deconstruir a la vez las reglas y las trampas y revelar que entre ambos hay algo no dicho que forma parte de la construcción. Deconstruir no significa estar en contra (del fútbol, una filosofía, etc) o destruir sino poner de manifiesto lo que circula implícitamente y no se percibe para, luego, ver cuáles son los supuestos y, en consecuencia, ampliar las perspectivas. Con ese método, Derrida “descompuso” las oposiciones binarias en vigor en toda la filosofía occidental desde Platón: afuera/adentro, escritura/palabra/, hombre/animal, esencia/apariencia, etc, etc. Derrida, al interrogar los textos de los filósofos, se concentró en lo que estaba en blanco, en las expresiones sin importancia, en los adjetivos ambiguos, en lo flotante. El consagrado logocentrismo de Occidente quedó así reducido a la nada al tiempo que surgían nuevos sentidos y significaciones renovadas. Ello le valió a Derrida una avalancha de ataques. En 1992, cuando la Universidad de Cambridge decidió otorgarle el título de Doctor honoris causa, se organizó un movimiento contra él. Sus detractores lo acusaban de no ser un filósofo, de carecer de rigor, de no encarnar ninguna tradición analítica válida.

Tal vez, esa incursión en lo que no figura en la apariencia, en lo que está en los márgenes, se deba en parte a su propia vida. Derrida fue un excluido, desde niño. Como judío en una Francia inmersa en la colaboración con el invasor nazi. Como filósofo en el seno de un sistema oficial que lo rechazó (la universidad de la Sorbona le negó un puesto). Como militante a favor de causas que, en los años 70, 80 y 90 eran minoritarias. Jamás cedió. Como pensador político que no entró en las intimidaciones del comunismo o el maoísmo, ni tampoco más tarde cuando, en los años 80, el liberalismo inició su monumental proceso de recolonización planetaria. Derrida fue un hombre libre, original, amplio e inimitable. Sobra preguntarse sobre su herencia porque el contrarogresismo y la ideología contra cultural de masas han arrasado con todo. Queda la aventura personal de leerlo, por afuera, como si fuéramos a caminar por un jardín o una avenida limpia, pura, despejada de comercios y de toda la infección manipuladora que oprime al mundo contemporáneo. Leerlo modestamente, como una manera de deconstruir la mentira de este mundo y redescubrir todos los sentidos y las lucideces que llevamos adentro.

[email protected]