No recuerdo cuándo fue la primera vez que vi la imagen; supongo que por la impresión que me causó debe haber sido en la temprana adolescencia (esos golpes de presión suelen darse en la temprana adolescencia). La vi y desapareció. Tengo la sensación de haberla buscado por algún tiempo, sin suerte, claro. Sospecho que la di por perdida, o quizás, debo haber pensado que tal cosa fuese sólo una más de mis pesadillas frecuentes. Sí, recuerdo perfectamente la segunda vez que la tuve delante: yo ya era estudiante de Bellas Artes y entre los libros de pintura que uno iba manipulando, y sin casco, de pronto: ¡Ella! Y más extraño todavía fue ver, a vuelta de página, cuatro variaciones más. Magníficas . ¡Una alucinación multiplicada! Casi me descompongo.

Se trataba de La isla de los muertos del suizo Arnold Böcklin, creadas en los finales del siglo XIX.

¿Cuántos pintores retrataron la muerte, a la Muerte, a los muertos? Un lugar común difícil de soslayar que recorre la historia del arte. Arnold Böcklin, de hecho, la recreó en muchas otras ocasiones y, sin embargo esta pintura (que siempre son cinco, y diferentes entre sí) es la única insoportable y, al mismo tiempo, fascinante para mis glándulas. Todo es rarísimo en este cuadro. Lleno de obviedades para cualquier grandulón como yo: hay cipreses, hay ataúd, hay ruinas, hay figura blanca, hay noches en unas versiones, tormenta en otras y, sin embargo, la ensalada se vuelve tan narcótica y real como en los sueños donde uno habla, escucha y encima le contestan.

Los dos personajes del cuadro están de espaldas; todo el aire, que me parece helado, brota desde los azules por supuesto, pero más truculento aún (me es imposible no adjetivar cada vez) son algunos grises azulados y violáceos que aparecen en algunos reflejos y sombras muy propios de las pinturas de aquel universo finisecular que huele a humedad, un poco a mugre, a enfermedades venéreas y pulmonares, y sobre todo a decadentismo.

La Muerte, me parece y pido disculpas por la exageración, fue hecha para esta sola pintura. Soy del equipo al que no le gusta que se interpreten los cuadros, ni ninguna otra manifestación de la artes, más allá de sus referencias históricas; peor si es el autor el que se pone a dar explicaciones al respecto, y Arnold Böcklin, que ya es como de la familia, tuvo la deferencia de no hacerlo.

Cada espectador tiene el derecho, y yo me lo estoy tomando en estas pocas líneas, de tejer su propia telaraña de sensaciones que, además, pueden variar al siguiente minuto. Y son, nada más, sensaciones…, y nada menos. Decía que todo es rarísimo en este cuadro; hasta su tamaño, que merecería dimensiones épicas, es de apenas un metro cincuenta de ancho por ochenta de alto (en su versión más grande); sólo estirar un poco los brazos para entenderlo. Sí, todo es rarísimo en este cuadro; hasta su historia desmesurada. Cuando intenté saber algo sobre su origen, treinta y cinco años atrás, me enteré, no sé cómo, que una mujer adinerada le había encargado una pintura a Böcklin cuya imagen la “estremeciera” (esa fue la poderosa palabra que me quedó titilando). Pero ahora apareció Wikipedia escrutando mi ignorancia, esta vez con una trivialidad que podríamos dejar pasar por alto: que la mujer se la habría encargado en memoria de su difunto esposo. Lo cierto es que Arnold Böcklin pintó cuatro más, pues el éxito de la misma fue asombroso.

Asombroso es esto: Freud, Lenin y Thomas Mann tenían reproducciones en sus lugares de trabajo. Nabokov decía que en 1934 en cada casa de Berlín había colgada una “Isla de los muertos”. El mismísimo Adolf Hitler (mis cuatro abuelos se revuelven en sus respectivas tumbas judías cuando lo menciono) estaba tan trastornado con la imagen que había adquirido una de las pinturas. Rachmaninov, el músico ruso, le dedicó un poema sinfónico . La isla de los muertos fue también una película protagonizada por el bueno de Boris Karloff cuyo director hizo de las suyas con la imagen de Böcklin; y sucedieron tantas, tantísimas escenografías y reproducciones, interpretaciones, y etcéteras múltiples que no logro dimensionar en su justa medida, pero que suena a desbordante y de pronto, hoy, la pintura es casi un olvido.

Repito: un olvido. La imagen que supo ser la puerta de entrada de una alucinación para cientos de miles, quizás millones de personas hace no tanto tiempo, un día, por motivos que poco importan, se convirtió sólo en un cuadro más (que son cinco repartidos en varios museos del mundo; cuatro en realidad porque uno se prendió fuego en algún bombardeo). Y no importa. No importa nada; ni su recorrido, ni sus visitantes, ni su conquista, ni su casi olvido, porque como decía don Rudyard Kipling: “El éxito y el fracaso son dos impostores”. Lo que sí importa es que sigue ahí, como recién pintada, indiferente a su destino y esperando para encender de nuevo una bella pesadilla a quien se lo solicite.


Alejandro Boim nació en Buenos Aires en 1964. Egresado de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Hizo muestras colectivas e individuales de dibujo y pintura en la Argentina, en España, Francia y Canadá. Obtuvo, entre otros, el Gran Premio de dibujo del Salón Nacional y el primer premio de dibujo en el Salón Municipal “Manuel Belgrano” de la ciudad de Buenos Aires. Vive y trabaja en la ciudad de Buenos Aires.