La crónica de una ciudad, lejos de ser cemento, hierro y asfalto, es una noción hecha de material reflexivo. La urbe --como dice Peter Zumthor, uno de los grandes urbanistas-- se asienta en un lenguaje, es decir, en una multitud de voces y en una infinidad de relatos en las que se impregnan, de forma más o menos distraída, los que viven allí. Una ciudad es un lugar construido por palabras a veces incoherentes y a veces no, en el que se combinan sistemas simbólicos dispuestos en un orden particular y secreto. En esa constitución, la ciudad no se altera. Permanece inquebrantable en la imagen que nos hacemos de ella. Por eso una ciudad no es para los turistas. Esa es otra ciudad. Una ciudad tampoco es para los que se quieren escapar de ella. Esa también es otra ciudad.

Ahora, caro lector, permítame una digresión: ¿Cuál es el mejor barrio de Buenos Aires, de mi ciudad? Esta es una pregunta que leí en algún ensayo y me resulta demasiado comprometida como para responderla con una sola frase. Como saben, los judíos respondemos las preguntas con preguntas: ¿Para vivir? ¿Para trabajar? ¿Para comer? ¿Para pasear? ¿Para comprar? ¿Para vender? ¿Para salir?

Posiblemente, para cada uno el mejor barrio sea el del pasado. Puede ser que ese pasado sea la infancia. Y como toda memoria se construye en el presente, el mejor barrio es aquel al que siempre se retorna en el pensamiento y al que, paradójicamente, nunca se vuelve de manera física. Porque un barrio es una abstracción ilimitada. Entonces, ¿cuál es el límite en la demarcación de un barrio? ¿La avenida que no nos permitían cruzar de chicos o la que el catastro determina? Ninguna de las dos.

Siempre hay un barrio que, vivas donde vivas, sigue siendo tu barrio. Porque el barrio es una cosmovisión. Como decía Borges, “un percibidor abstracto del mundo”, en donde el aparente ayer se hace tan real como el aparente hoy. Y porque la realidad no es otra cosa que una abstracción mental.

Mi amigo Carlos Ulanovsky me desafió a escribir sobre Flores. Porque allí nací y viví mi vida primaria, básica, esencial. Él nació en Floresta. Hay una diferencia entre ambos. Sutil y de cierta rivalidad. Y hasta del orden gramatical, explicada por las letras que coinciden y las que sobran. “-esta” distinción es gestual y grosera para algunos. Aunque en los dos podés ser floricultor o florero.

Como les decía, el barrio de Flores para mí es una abstracción, porque no tiene límites. ¿Qué es lo opuesto a un límite? Anaximandro lo llamó ápeiron: lo indefinido. Y añade: lo indefinido es el origen del todo. O sea que Flores es la esencia. En términos científicos, Flores es el big bang de mi vida. En términos bíblicos, Flores es El Paraíso. En términos psicoanalíticos, Flores es el lugar arquetípico del que no puedo ni quiero salir. Viva donde viva, vivo en Flores. Solo argumentos fenomenológicos pueden refutar mi tesis. Flores también es Babel: el cúmulo de culturas e identidades. Coreanos, peruanos, gallegos, tanos y gitanos. Rusos y turcos convivíamos sin la necedad de confrontarnos por los conflictos del Medio Oriente.

No sé si podrá resistir el siglo XXI, pero en el siglo XX, Flores conservaba un espíritu precapitalista, en el que ni siquiera la publicidad y el marketing hacían mella. La esquina de mi casa, Páez y Cuenca, era el GPS del universo. Allí vivía el Señor Selim, un entendido del Corán, a tres casas vivía Froim Szraga, un entendido en Biblia hebrea, y a dos casas más vivía Jesús, un español republicano que, decían las vecinas, habría sido cura. Selim solo hablaba árabe, Szraga solo idish, y Jesús solo castellano. Puedo asegurarles que el concepto filosófico de la Otredad no fue un invento de Martín Buber ni de Emmanuel Levinas. Fue una creación de Flores, ya que la convivencia es un dato esencial de nuestra naturaleza como humanos. Porque en Flores no se vivía, se “con-vivía”. Sepan que en Flores no existía la vereda de enfrente. Albert Einstein decía que “es más fácil desintegrar un átomo que eliminar un prejuicio”. Se nota que él no anduvo por el barrio, porque hubiese comprobado en su experiencia epistemológica que en el laboratorio de Flores todo es posible. Y como dato más notable, sepan que media humanidad, o sea una buena parte del planeta, sigue hoy a un señor de Flores, al mejor de los nuestros: Francisco, nacido y criado en el barrio, el hombre que más sabe sobre la convivencia y el diálogo. Y tomo Flores, porque cada uno puede conquistar su propio barrio. Dicho de otro modo: reemplace Flores por el suyo.

La escuela pública era un reservorio que representaba un mosaico de encanto único. Lo más parecido al origen. Al referido Babel, ahora hecho Paraíso. Y de ese mosaico nadie caía. Concurrí a la escuela primaria Dr. Alfredo Colmo, en la calle San Nicolás. Me cargaban diciéndome que mi colegio “era el colmo”. Pegado al mismo, por la calle Morón, vivían los Zaiat. Cuenta la leyenda que Josi, el más atorrante de la familia, entraba directamente por la terraza lindera a su hogar y se iba a mirar la tele en los recreos. Quién hubiese dicho que la calle Morón también sería una de las cunas del periodismo. La escuela paqueta del barrio quedaba a algunas cuadras, en Gaona y Segurola. Se llamaba --todavía se llama-- República de Perú. Allí iban Fernán Mirás y el mismísimo Ulanovsky, cuya terraza también coincidía con la del colegio. El desafío, la tensión y las reyertas entre los alumnos de ambos establecimientos se hacían entrever. Los marxistas decían que allí había una lucha de clases.

La mejor canchita de fútbol la tenía la iglesia de Nazca y Páez. Para entrar y ponerte las zapatillas --porque a la parroquia se iba en zapatos--, el padre Pedro, el cura, te hacía decir el Padrenuestro. Pisar la mejor baldosa (la cancha era un patio) bien ameritaba caer en pecado y recitar la oración. Cada vez que pronunciaba las “palabras prohibidas” se me aparecía la terrible imagen de mi abuelo, el oficiante de la sinagoga del Hospital Israelita, retorciéndome la oreja.

En el barrio de Flores aprendí de qué se trata el dolor inconmensurable. Era el año 76, tenía 17 y el pibe Mohadeb, compañero de la primaria, había desaparecido. Fue una de las historias que me hicieron ingresar al mundo de los Derechos Humanos. Una vez que uno entra a ese universo, nunca sale del mismo. Los testimonios del barrio se transformaron en involucramiento, que derivó en memorias y estas últimas, en compromiso. Los Derechos Humanos, como el barrio, cobijan la insoslayable relación de reciprocidad responsable que franquea nuestro imaginario como una encrucijada de caminos. Y en toda encrucijada hay que ver lo que hemos dejado atrás para mirar lo que nos falta recorrer.

A pasear se iba a Plaza Flores. El barrio es tan grande que para ir de una punta a otra había que tomar el 153. Ese colectivo sobrevivió perdiendo una centena: ahora es el 53. Las dos pizzerías importantes eran La Cuyana y El Odeón. Ambas, ubicadas en la avenida Rivadavia, ya no existen. De la primera hicieron una galería berreta y la segunda fue comprada por una cadena mayorista, de esas que usan una muzzarella sin gusto.

No podría terminar estas líneas sin hacer referencia al “pasillito de la muerte”. Era una especie de pasadizo ubicado al lado de la estación de tren. El nombre se le debe al incidente de Guillermito Garay. Nos enteramos de que una vez se le escapó la pelota y fue a buscarla al pasillito, y parece que una rata lo mordió y se murió en el hospital Álvarez. Cada vez que pasábamos por ahí le ofrendábamos una oración al pobre Garay. Pero resulta que hace unos años, en una reunión me encontré con el tal Garay. No era un fantasma ni se había muerto. Se había mudado a San Cristóbal. En ese momento aprendí que los mitos --como enseña Joseph Campbell-- son capaces de matar, pero también de hacerte vivir eternamente.