La decepción ante River volvió a ser determinante para la vida de Boca. De la misma manera que ocurrió a fines de 2018, cuando quedó sentenciado el trabajo de Guillermo Barros Schelotto, el futuro de Gustavo Alfaro también ahora seguiría el mismo camino. El propio Alfaro, en este caso, es el que se pone el límite para sellar su final. Pero más allá de lo que sucedió en la semifinal de la Copa Libertadores, el esquema del entrenador parece no adaptarse a lo que necesita el club. Boca está acostumbrado a tener presencia ganadora en todas las canchas, del país y del exterior, y si bien la cosecha de puntos de Alfaro es para elogiar, las posturas que adoptó en ciertos momentos no se relacionan con su historia.

Alfaro dirigió al plantel, hasta aquí, en 44 partidos, de los cuales ganó 25, empató 14, y perdió cinco, lo que arroja una efectividad del 67,42 por ciento. La campaña, en Huracán, hubiera merecido una estatua en el estadio de Parque Patricios, pero en Boca no llega al aprobado. El cuestionamiento principal, sin duda, es la actitud especulativa que le imprimió al equipo. Si bien es la identidad que él le dio a todos los conjuntos que dirigió, no pudo terminar de convencer en Boca. La obtención de la Copa Libertadores hubiera actuado únicamente como elemento salvador.

Alfaro explicó que pretende recuperar su "vida" regresando a su casa cuando finalice su contrato con la institución, y dio a entender que se encuentra "muerto" desde que asumió, en enero pasado, soportando una carga que no se imaginó cuando decidió irse de Huracán para reemplazar a Barros Schelotto. Su autoexigencia fue letal: salir campeón de América o marcharse. 

Si Boca hubiera desplegado un fútbol superlativo en estos diez meses, los aplausos que despidieron a los futbolistas el martes último, también habrían servido como reconocimiento para el conductor. Pero no. Esa falencia se notó mucho. Barros Schelotto se fue por pensar en la ofensiva y descuidar el sector defensivo. Alfaro fue lo contrario. Boca es así. No tiene descanso.