Si tengo que elegir a un escritor de la literatura argentina para interpretar este fin del ciclo corto de Cambiemos, elijo a Beatriz Guido.

Su mejor novela, Fin de fiesta, terminaba con el presagio de la llegada del peronismo como una alternativa misteriosa, expectante, frente al conservadurismo y el fraude patriótico de los años previos. En cambio, El incendio y las vísperas ya había mutado a una suerte de épica romántico fubista contra la Tiranía. Cabe la síntesis: El incendio y las vísperas cuenta la historia de una familia cuyo pater es chantajeado por el peronismo. Si no acepta ser embajador para representar al Régimen, le van a expropiar la estancia. La escena central de la novela es previsiblemente, el incendio del Jockey Club y la representación social del peronismo no son los trabajadores, los obreros, sino los sirvientes y criados de los patrones que el 17 de octubre abandonan la servidumbre por un día.

Fin de fiesta es una indudable mostración de la crisis de esos valores que el peronismo puso en la superficie”, escribió David Viñas poco después de publicada la novela, en 1958. Por su parte, Arturo Jauretche le dedicó a El incendio y las vísperas el capítulo séptimo de El medio pelo en la sociedad argentina (“Una escritora de medio pelo para lectores de medio pelo”).

Lo más hiriente de Jauretche hacia Guido no tiene tanto que ver con el gorilismo explícito de su novela, uno de los textos más desagradables del antiperonismo literario, por cierto, sino en el señalamiento, el dedo en la llaga, de que Beatriz no era precisamente una genuina representante de las clases altas que narraba ese universo desde adentro, sino una tilinga de “medio pelo” que se fascina con los símbolos y estilos de la elite. En esa polémica a la que Beatriz Guido sólo contestaría que gracias a la promoción que le había hecho Jauretche, ella vendía más sus libros, Jauretche desliza algo muy interesante y que en rigor trasciende a la polémica: el “status” es un hecho anímico. Hoy agregaríamos: aspiracional.

De ahí, se puede derivar algo que marca un poco el clima de este fin de ciclo donde los perdedores se siguen proclamando ganadores morales porque su voto es por la Democracia y no por sucias cuestiones materiales.

El clima que logró instalar el oficialismo con los actos masivos de la ciudad de Buenos Aires y de Córdoba es el de esa épica de los que simulan ser eternas víctimas indefensas de un régimen opresivo, una pesadilla, a la que mejor sustraerse corriéndose del centro de la escena. Volviendo a Guido: El incendio y las vísperas está dedicada a la memoria de su padre (Ángel Guido, arquitecto creador del Monumento a la Bandera de Rosario), “que murió por delicadeza”. Se entiende que esa delicadeza, ese pudor, consistió en irse a tiempo, antes de sucumbir a las humillaciones que supone la Historia Argentina. Ahora, se van a tiempo, pero aprendidas algunas lecciones de esa misma Historia Argentina, o por algún instinto activado a último momento, exhibiendo poder en la retirada. ¡Nada de morirse en las vísperas!

Muchas de estas escenas del fin de un ciclo que erróneamente observamos como una campaña electoral caprichosa del niño rico que se autocelebraba (cuando en realidad empezaba a emitir la orden de un repliegue pudoroso, a la vez amenazante) están muy bien representadas en la obra de Beatriz Guido. Ella, como nadie, trabajó en ese borde donde cierta clase media (muchos de ellos sus lectores) espía por el ojo de la cerradura a una elite encerrada en mansiones atiborradas de objetos lujosos y símbolos de alta cultura.

Cuando aparece el libro, en 1964, casi toda la tradición literaria antiperonista había abrevado en los textos clásicos del “encierro”. Burgueses y aristócratas más bien decadentes por el advenimiento de la modernidad y la cultura de masas quedaban encerrados “entre cuatro paredes”, viviendo un mundo de susurros y silencios, sirvientes que espían, amenazas ominosas del exterior. En algunos casos se trataba de metáforas más bien obvias de un cambio de época; en otros, dio textos notables como “Casa Tomada” de Julio Cortázar. Cuando Beatriz Guido publica sus tres grandes novelas --La casa del ángel, Fin de fiesta y El incendio y las vísperas-- entre los años 50 y mediados de los 60, especialmente la última, el mundo a su alrededor acentuaba el carácter anacrónico que respiraban sus personajes. Y sin embargo, ese aire entre represivo y reprimido se mantuvo intacto a lo largo de los años. Capta a la perfección ese perfume que no termina de extinguirse en el aire, en el tiempo.

Podría objetarse que el odio, los estilos y modales de esta nueva masa entre chic y decadente no tienen mucho que ver con ese pudor criollo, esa delicadeza que llevaba a morirse de pena y hastío. Puede ser. Es verdad que cambian las maneras y las formas. Pero de eso, quizás, se trata: de captar lo que permanece y se transmite y se encarna en valores.

O todo es un carnaval cínico. Pero creemos que no. Creemos que Beatriz Guido, una escritora inteligente y sensible que quiso jugar en la liga de los narradores que indagaban “seriamente” en los intersticios de lo real histórico, también podía derrapar en anacronismos, odios y prejuicios como lo hizo en El incendio y las vísperas y algunos libros posteriores.

Creo que hubiera coincidido con Jauretche en que el “status” (o “la clase”) es un hecho anímico. Creo que también era lo suficientemente lúcida como para entender que ese hecho anímico del país burgués se sostiene en cosas concretas, hectáreas y vacas, que son siempre fuertes condiciones materiales las que sostienen a los etéreos valores.

La gente encerrada entre cuatro paredes finalmente salió a las calles en forma explosiva ante el llamado final de su líder ya derrotado. Quieren convencernos --y sobre todo convencerse a ellos mismos-- de que perdieron con dignidad frente al verdadero poder omnímodo de la Argentina: la barbarie de las masas. Quieren convencernos de que ellos no tienen poder alguno aunque gran parte de la pampa húmeda y la City les pertenezca. Son, serán, la eterna Oposición indefensa víctima del aparato. Recuperaron su dignidad de derrotados, pronto volverán al tono que mejor les sienta: la indignación, a veces silenciosa, otras bullanguera.

 

De ese mundo que pintó con claroscuros Beatriz Guido emergen intactas las imágenes que hoy resultan tan nuevas por recientes y, a la vez, tan anacrónicas como irreales.