Las siguientes consideraciones tienen subrayados en primera persona. Eso es de mi gusto muy pocas veces al margen, o además, de que ningún buen manual periodístico lo recomiende salvo excepciones de géneros específicos. O de momentos como éste.

El domingo pasado a las 21, cuando el ministro Frigerio afrontó las cámaras con cara de cortejo fúnebre, pareció obvio que el conteo oficial estaría en línea con la inmensa mayoría de las encuestas y de los sondeos a boca de urna, circulantes a partir del mediodía. Una ventaja de 15 a 20 puntos para el Frente de Todos. Pero ni bien se anunció 47 a 41, las redes y la gente del palo reaccionaron estupefactas. Fue tanto o más que la contentura inesperada al revelarse el 47 a 32 de las primarias. ¿Qué pasa? ¿Es creíble? ¿Puede ser? ¿Hicieron fraude?

De ninguna manera voy a negar el impacto. Esperaba esa distancia similar a las PASO. Y tardé un rato en procesarlo pero, de veras, no más que eso. Ni desde el raciocinio político ni desde lo emocional me permitiría que el árbol tapase el bosque, aun cuando estuve entre los que advirtieron reiteradamente que quien habría de irse era Macri y no lo que Macri representa en términos de poder corporativo y desde la radiografía social.

Entonces comencé a escribir la columna para el diario y a preparar las salidas para las radios, esa misma noche, bajo ese precepto. Cabía admitir el efecto “bajoneante” o de alegría devaluada en los votantes del Frente, y confirmar que la fortaleza del antiperonismo se había revitalizado.

Escribí, dije y digo que se comprende, pero que no se justifica. Que el nuevo Presidente es Alberto Fernández; que Cristina vuelve al poder; que el nuevo gobernador de nada menos que la provincia de Buenos Aires es un cuadro proveniente de la izquierda, de honestidad a toda prueba, que etcéteras (muchos). Y que, en consecuencia, no debería ocurrir jamás que alertarse por el vigor gorila suponga perder de vista la energía vencedora.

Titulé la columna del diario “Alegría sin reparos” y el lunes --entre lo que representaban silencios y mensajes explícitos-- demasiados lectores, oyentes, amigos, me hicieron saber que estaban sorprendidos o que no compartían mi “optimismo”, cuando había resultado un 40 por ciento de votos para Macri con el país devastado, con el hambre, con 50 pymes cerradas por día, con el industricidio.

Por supuesto que no se trató ni sólo ni lejanamente de las reticencias en torno de mi artículo, ni de los rebotes por mis comentarios al aire. Hubo y hay una larguísima banda de observaciones, entre foristas y opinadores profesionales, que advierten sobre la decepción del campo ganador. El alucinado que llegó a hablar de “empate técnico” es apenas una muestra obscena de demasiadas opiniones en dirección parecida.

También fui de los que se pusieron a sacar cuentas en torno de cómo Macri consiguió recuperar o sumar votos para llegar a un par de millones largos. Eso de que las pérdidas de Lavagna, Espert y Gómez Centurión, más prácticamente todos los que no habían concurrido a las primarias, más los que habían sido votos en blanco y anulados y, bingo, hasta miles de las voluntades troskistas, se fueron con el oficialismo.

Pedí a mi equipo que consultara a Paenza. Hablé con consultores varios, aunque sin caer manifiestamente en las teorías conspirativas que subyugan a negadores de la realidad.

La cuestión es que, reconozco, llegué a plantearme si acaso no había incurrido en algún exceso de vocación triunfal, en algún confort analítico, sin perjuicio de aquellas advertencias remarcadas sobre lo complejo del escenario que se viene y sobre la potencia objetiva de los poderes fácticos derrotados en las urnas.

La respuesta es no. Lo pensé montón de veces. Y es no.

Más todavía, creo que se trata de desmontar la maniobra mediática que desde el domingo pasado intenta minimizar y hasta ningunear la victoria opositora.

El objetivo, burdo o no tanto si vemos cuántos compran humo, es darle marco a los condicionamientos contra el gobierno entrante.

Hubo dos notas a las que se agradece, en particular, haber(me) insistido esta convicción de que la alegría no tiene más reparos que los ya sabidos. La foto argentina es mucho más la del domingo del balotaje virtual que la del 11 de agosto, así sea que el escrutinio definitivo alargue la diferencia.

Un artículo es el de Ernesto Tiffenberg, el jueves, aquí, justamente sobre el manipuleo periodístico para cambiar el resultado de las elecciones y cómo esa definición de “empate técnico” fue sólo el punto más ridículo de una serie de análisis, dedicados a desgastar la fórmula ganadora desde el inicio. “El lente utilizado no parece el mismo que saludó el triunfo de Mauricio Macri en el ballottage de 2015 por apenas 2,68 por ciento de los votos, después de una derrota por casi tres puntos en la primera vuelta. Clarín puso entonces en su tapa “El balotaje marca el fin del ciclo kirchnerista” (…) Tanta insistencia en resaltar el 40 por ciento obtenido por los perdedores, por encima del casi 50 de los ganadores, sería risible si no hubiera impactado en muchos seguidores del Frente de Todos, que vieron empañados sus festejos por la nube con que les presentaban los resultados”.

La otra nota, firmada por Edgardo Mocca en la Tecla@Eñe, pregunta si es lógica la sorpresa por el voto de derecha de un (alrededor de) 40 por ciento del electorado. Pregunta cómo compatibilizar esa sorpresa con la realidad política del mundo, que incluye el triunfo de un cavernícola como Bolsonaro y --agrega uno-- la muy probable derrota del Frente Amplio en Uruguay con ¡10 por ciento! a favor de un fascista de pacotilla. Pregunta en cuántos otros sitios se da que una fuerza estigmatizada y sistemáticamente perseguida, casi sin recursos económicos ni comunicativos, monopolizada la palabra mediática por sus enemigos más intensos, retoma el gobierno en cuatro años.

Interrogantes como ésos quedan quizá obnubilados para, sobre todo, cierto progresismo intelectual y pensamiento romántico acerca del comportamiento de las masas, de la mano del estallido social en Chile; más otros cuantos que revelan ciertos límites, pero no el agotamiento final de los modelos neoliberales (ni muchísimo menos).

Es hora de rescatar, con recurrencia, las particularidades argentinas que llevan a ver el vaso medio lleno.

Para usar una muy común metáfora futbolera aplicable en política, hace menos de dos años se firmaba no perder por goleada y hace apenas unos meses ni siquiera había fórmula presidencial. Resulta que con primera vuelta y adentro hay gusto a poco, porque era mejor ganar con baile.

La derecha venció por un pelo en 2015 e hizo todo lo que tenía que hacer disfrazándolo de “gradualismo”.

El aparato mediático y judicial, constitutivo del poder real, no se anduvo con chiquitas y ahora tampoco.

Tanto como el histórico editorial del diario La Nación que le puso pliego de condiciones a Néstor Kirchner, antes de que asumiera en 2003, hoy destacan que habrá un gobierno sin números categóricos para hacerse el guapo.

Ese es el sentido de querer transformar una victoria contundente en derrota “digna”. O empate técnico…

Es el show de que “los kirchneristas” ya estuvieron a los codazos para subirse al estrado ganador, con Cristina digitando las pulseritas habilitantes. Y Kicillof asustó a los mercados con su discurso dominguero. Y en el FMI esperan el pragmatismo racional porque de lo contrario se viene el apocalipsis. Y Alberto Fernández no tiene programa. Y los piqueteros lo acogotarán más temprano que tarde, y así sucesivamente.

Nada que sea novedoso, ni en la coyuntura ni en la historia.

De modo que derrota digna de los que en 2015 habían acabado para siempre con el pérfido populismo, seguro.

Derrota condicionante o triunfo condicionado, jamás.

Esto último es lo que esperan los verdaderos ganadores.

No es esta una columna con datos informativos mayores ni opinión original, pero su intención no fue ésa.

El interés principal es haber invitado a que rija la alegría y la disposición que eso significa, más allá de todas las dudas, porque si empezamos con depre y cuestionamientos a ultranza estamos listos. Y quienes festejarán son los que quieren cambiar el resultado.

Las elecciones salieron como salieron. No como ellos quieren que se interprete.