La situación en Bolivia es mucho más compleja de lo que parece. No gobierna Control sino Kaos. ¿Evo Morales verdaderamente renunció? Hasta las diez de la noche del 10 de noviembre de 2019 no se había producido ninguna de las circunstancias contempladas en la Constitución vigente, la de 2009.

¿De qué forma cesa el mandato del Presidente? Dice el artículo 170: “La Presidenta o el Presidente cesará en su mandato por muerte; por renuncia presentada ante la Asamblea Legislativa Plurinacional; por ausencia o impedimento definitivo; por sentencia condenatoria ejecutoria en materia penal; y por revocatoria del mandato”.

Nada de eso sucedió.

La revocatoria del mandato se da previa consulta popular vinculante, cosa que tampoco sucedió.

Si hubiera impedimento o ausencia definitiva, la Constitución dice en su artículo 169 que el Presidente será reemplazado por el vicepresidente, a falta de éste por el presidente del Senado y a falta de éste por el presidente de la Cámara de Diputados. En ese caso habrá convocatoria a elecciones en 90 días. La realidad es aún más compleja porque, al menos en teoría y quizás sin cumplir ninguna formalidad, la noticia es que renunció toda la cadena sucesoria. ¿Entonces? Entonces todo es precario.

¿Y el mandato de los legisladores? Porque en Bolivia el 20 de octubre no solo hubo elecciones presidenciales. También legislativas. Otra precariedad.

En su informe vinculante del viernes pasado, la Organización de los Estados Americanos pidió realizar otra vez “la primera ronda tan pronto existan nuevas condiciones que den nuevas garantías para su celebración, entre ellas una nueva composición del órgano electoral”.

Evo Morales había anunciado las elecciones en cumplimiento de su acuerdo con la OEA y también había impulsado el cambio de la Justicia electoral.

La OEA dijo, con la firma de su secretario general Luis Almagro, que “la situación del país exige a los actores gubernamentales (primordialmente) y políticos de las diferentes opciones, así como a todas las instituciones, actuar con apego a la Constitución, responsabilidad y respeto por las vías pacíficas”.

Es sabido que los partidos opositores rechazaron el llamado al diálogo por parte de Morales, a quien desconocieron mientras la policía se amotinaba y las Fuerzas Armadas primero ganaban una autonomía inconstitucional y luego presionaban al mandatario para que renunciara.

O sea que no hay renuncia de veras.

O sea que hubo un golpe de Estado que aún no terminó de fructificar.

O sea que la OEA pudo haber impulsado el derrocamiento de Evo pero ni la propia OEA encontró un cauce alternativo.

O sea que no aparece un órgano convocante de nuevas elecciones.

Y quizás, además, la constelación opositora, incluidas las Fuerzas Armadas, haya tenido el objetivo común de derrocar a Evo Morales pero ahora no comparta el mismo rumbo sobre qué hacer, cómo hacerlo y hasta qué punto llegar.

Hay por lo menos tres actores. Uno es Luis Fernando Camacho, el representante de los cívicos de Santa Cruz de la Sierra. Camacho es el que entró al Palacio Quemado (la Casa Rosada de Bolivia) con un texto de renuncia que Evo debería firmar. Se llama Camacho, no Asamblea Legislativa. Otro actor es Carlos Mesa, presidente interino en 2005, el año en que Evo terminó ganando las elecciones, y quien salió segundo el 20 de octubre. Otro más, el general Williams Kaliman, el comandante en jefe sublevado que, tras el cumplimiento del acuerdo de la OEA por parte de Morales, dijo: “Luego de analizar la situación conflictiva interna, pedimos al presidente del Estado que renuncie a su mandato presidencial permitiendo la pacificación y el mantenimiento de la estabilidad, por el bien de nuestra Bolivia”.

Nada indica que Mesa, Camacho y Kaliman sean parte de otra cosa que una coalición coyuntural anti-Evo.

Si, además, alguien partiera de la hipótesis de que la OEA es tan honorable como la Cruz Roja y Almagro es la reencarnación de Nelson Mandela, ¿a qué gobierno de Bolivia deberían reconocer los Estados integrantes de la organización panamericana?

En estos casos siempre aparece la tentación de la historia exprés. Es la que afirmaría que ya se terminaron las democracias en América Latina y que las Fuerzas Armadas recuperaron su poder omnímodo como partido militar. Sin embargo, y más allá de la simpatía o antipatía por Nicolás Maduro, en un análisis realista hasta ahora la crisis no quebró el control sobre las Fuerzas Armadas y sobre una parte importante de la calle por parte del gobierno bolivariano. Otro caso distinto es el argentino. La derrota del gobierno ultraliberal de Mauricio Macri derivará en la asunción de Alberto Fernández aquí nomás, el 10 de diciembre.

Lo que sí está claro es un triple proceso. Por un lado, que el continente fue perdiendo el efecto de la vacuna contra los golpes de Estado, si es que esa vacuna alguna vez existió: Honduras 2009, Paraguay 2012, Brasil 2016, Bolivia 2019. Por otro lado, que efectivamente salvo en la Argentina --donde hubo guerra de Malvinas, juicio a las juntas en tiempos de Raúl Alfonsín, desarticulación presupuestaria en los gobiernos de Carlos Menem y centenares de juicios de lesa humanidad con Néstor Kirchner y con CFK-- las Fuerzas Armadas resurgieron como factor de poder, en unos casos definitorio y en otros complementario. Tercer proceso en marcha: la imprevisibilidad ganó otro ritmo y se convirtió en una característica que puede medirse ya no en años sino en horas o en días. No solo Bolivia está en problemas. La Argentina afronta desafíos regionales que nunca imaginó.

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