En las últimas semanas, fuimos testigos en Chile de grandes manifestaciones sociales que hicieron volar por los aires los relatos que presentaban al país trasandino como ejemplo de estabilidad institucional, económica y social. A partir del anuncio gubernamental del aumento de la tarifa del transporte subterráneo de Santiago a mediados del mes de octubre, tomaron fuerza diversas protestas sociales tanto en la capital como en varias ciudades. Sin embargo, la sociedad no sólo se manifestaba contra dicha medida, sino que se visibilizó el hartazgo hacia un sistema en decadencia.

País considerado ‘‘modelo’’ por la derecha latinoamericana, cuyas bases fundamentales de corte neoliberal implementadas a sangre y fuego por la dictadura de Pinochet (1973-1990), jamás han sido discutidas por los sucesivos gobiernos democráticos.

Chile es uno de los países más desiguales de la región donde el 99% de la población se reparte lo que deja el 1% . Además, según estudios de la Universidad de Chile, el ingreso per cápita del 10% más pobre de la población es 78 veces menor que el del 10% más rico.

En este sentido, no ha existido en Chile una política de redistribución del ingreso, asumiendo institucionalmente que es el mercado el mecanismo que distribuye los ingresos de manera eficiente. Así, podemos mencionar, como consecuencia, la marcada desprotección laboral imperante y la privatización de derechos básicos como la salud, educación y jubilación (ofrecidos mediante sistemas de créditos financieros endeudando a la ciudadanía).

Este sistema ha sido reproducido con diferentes matices por todos los gobiernos de las últimas décadas incluidos los de la centroizquierdista Concertación, que no logró apartarse demasiado del modelo -ni muchos menos cuestionarlo-.

Asimismo, es fundamental tener presente que la mayoría de las leyes básicas que rigen el sistema económico, social y cultural del país han sido impuestas por la dictadura -incluso la propia Constitución que data de 1980-. Así, el sistema político chileno, elogiado por las derechas latinoamericanas y por muchos organismos internacionales por su ‘‘pacífica alternancia de poder’’, funciona como una especie de corset: según la orientación ideológica, los partidos gobernantes se moverán más a la izquierda o a la derecha, pero en un espacio reducido y definido de antemano desde hace más de 30 años por la propia dictadura que se aseguró el ‘‘amarre legal’’ del sistema neoliberal impuesto. De este modo, ningún partido, una vez que acceda al gobierno, podrá llevar a cabo reformas sustanciales en áreas claves de la economía y de la sociedad. La desigualdad se institucionaliza y perpetúa.

Por otra parte, cabe destacar que la primera respuesta oficial a las masivas protestas ha sido una represión desmedida de las fuerzas de seguridad, la declaración del estado de sitio en todo el territorio y la detención arbitraria de miles de ciudadanos chilenos -con denuncia de abusos y torturas- que hasta el momento han dejado más de 6 000 detenidos y al menos 20 muertos.

El presidente Sebastián Piñera inclusive llegó a declarar que su país estaba en guerra. Días después, pidió perdón a su pueblo, volvió atrás con las medidas restrictivas y anunció un paquete de políticas sociales, el cambio de su gabinete de ministros y el fin del estado de sitio.

No obstante, el pueblo chileno no abandonó las calles: lo que se cuestiona no es una medida específica, sino las bases mismas de un modelo de desarrollo excluyente por definición.

Sin duda, las protestas ayudaron a visibilizar mundialmente las desigualdades del sistema neoliberal. No en vano, las fuerzas de seguridad chilena están apuntando directamente a los ojos de los manifestantes. El Colegio Médico chileno ha reportado más de 180 casos de lesiones oculares.

Tal como se repite en las manifestaciones, las protestas ‘’no son por 30 pesos (el precio al que subiría el metro) sino por 30 años’’.

Fernanda Gil Lozano es parlamentaria del Mercosur y miembro del Observatorio de la Democracia