Lo inolvidable permanece en el tiempo; esas escenas en el final del tríptico que destilan una pátina de tristeza con una convicción inapelable: nadie escribe como Rodrigo Fresán en el cierre de La parte recordada (Literatura Random House) -dedicada al editor Claudio López Lamadrid, que murió en enero de este año-; es el escritor que inocula la alegría de la lectura y la escritura; la felicidad de inventar, soñar y recordar de ese narrador Escritor que ya no puede escribir, pero que repite: “inventar es recordar lo que vendrá”. Eso que vendrá en más de 750 páginas es una vertiginosa sucesión de narraciones en la que participarán una suerte de elenco más o menos estable, como Penélope y su hijo perdido; la surrealista familia Karma; fragmentos del irrealista Vladimir Nabokov, los ecos de Ricardo Piglia; el tío Hey Walrus como “el loco del pueblo”, y un entramado de nombres, canciones, películas y libros; un flujo torrencial de referencias y memorias, de listas e inventarios, que decantan en “la parte verdadera”, sin ánimo de anticipar el entrañable epílogo.

Fresán (Buenos Aires, 1963) hace veinte años que vive en Barcelona. Cuando publicó La parte inventada (2014) –que obtuvo después el Best Translated Book Award 2018 en Estados Unidos- todavía no sabía que esa voz narrativa se prolongaría en dos novelas más, La parte soñada y La parte recordada, para integrar finalmente el tríptico La parte contada. En 2017, el autor de Historia argentina, Vidas de santos, La velocidad de las cosas, Mantra y El fondo del cielo, entre otros libros, recibió en Francia el Premio Roger Caillois a la totalidad de su obra. “El proyecto me llevó más de diez años de escritura y más de 2000 páginas. Se dice fácilmente, pero nunca fui consciente en el durante. Estoy satisfecho de ver los tres libros juntos”, subraya el escritor en la entrevista con Página/12.

--Entre los temas que aparecen en el tríptico, hay una obsesión geográfica y sentimental con México. ¿Por qué esta persistencia con México?

--Tengo un recuerdo del deslumbramiento en el colegio primario, cuando llegamos a los aztecas. Después estaba la fascinación por las revistas de Batman y Superman de editorial Novaro, que venían de México; los luchadores enmascarados, Las momias de Guanajuato en los cuentos de (Ray) Bradbury. Uno de mis rasgos más marcados es una especie de preferencia por un cierto español que surge del doblaje de las series norteamericanas e inglesas hechas en México, como La dimensión desconocida; cómo habla la gente en una especie de español neutro extraterrestre, el español que hablarían los extraterrestres, si vinieran aquí. Más allá de sus propios escritores, México es el país que generó más grandes novelas extranjeras en otros escritores: Bajo el volcán (Malcolm Lowry), Los detectives salvajes (Roberto Bolaño), El poder y la gloria (Graham Greene); es un lugar muy literarizable para los no mexicanos. Mi humilde contribución fue Mantra, un libro que escribí por encargo. Las estructuras y ciertos trucos que hay en las tres partes del tríptico las descubrí en Mantra.

--¿En “Mantra” descubriste el recurso de la simultaneidad del tiempo?

--Sí, puede ser… Eso de la simultaneidad surge de un párrafo de Matadero cinco, que lo pongo en casi todos mis libros, cuando se describe los libros de los tralfamadorianos como una sucesión de momentos maravillosos, ocurriendo todos al mismo tiempo, sin principio ni final, sin moraleja. Eso para mí es la literatura. Nabokov decía que sus libros no tenían que ser leídos nunca políticamente. Yo me siento cada vez más alejado de la idea de lo testimonial o de reflejar lo real. Hay como un oxímoron en la idea de decir que hago ficción para contar la realidad. La ficción debería estar para otra cosa, pero también respeto muchísimo a los que hacen una literatura incluso comprometida. Pero no es lo mío.

--Pero este tríptico te comprometió con un proyecto muy ambicioso, en un momento en el que parecería que se ha renunciado a la desmesura, ¿no?

--Sí, pero me parece paradojal este vuelco de la literatura a lo testimonial, a la literatura del yo, a la autoficción, a la crónica; la literatura ahora está más cerca de la selfie que de la pintura. La única batalla que puede seguir dando la literatura en un mundo tan audiovisual es la desmesura; el único territorio donde la literatura puede ganar con estilo. Cuando saqué La parte inventada y todavía no sabía que iban a ser tres libros, Alan Pauls escribió una cosa que me gustó: “ha hecho un gesto”. Me gusta la idea de que se perciba una toma de posición desde donde pararme para decir: “los tiros van por este lado en lo que hace a la literatura”…

--¿Es un gesto vanguardista en un momento en que las vanguardias están replegadas?

--Sí, pero después de Pálido fuego decir que mi libro es vanguardista me da un poco de vergüenza. Yo diría que es un gesto más retaguardista para en el repliegue lanzarte al ataque. No sé si son posibles los grandes gestos vanguardistas, no sé si no está agotado el concepto per se. ¿Qué se puede hacer de nuevo? Además, hay que tener cuidado porque si alguien escribe una novela en base a emoticones no va a ser vanguardista. Uno también decide cuáles son las propias vanguardias, lo que cada uno entiende por vanguardista. Un libro como Pedro Páramo de Juan Rulfo puede ser entendido como súper vanguardista y al mismo tiempo híper naturalista tradicional.

--Un gran hallazgo es esa voz narrativa en tercera persona que parece que fuera una primera persona.

--Es un narrador en tercera persona muy próximo a la mente del personaje. El personaje obviamente no soy yo, su vida no tiene casi ningún punto de contacto con la mía; pero hay una cantidad de simpatías y antipatías que compartimos y me gustaba porque tenía ahí una especie de recipiente que podía cargar con un montón de metrallas que yo nunca dispararía, pero mi personaje, por cuestiones muy personales y de su vida, no tiene ningún problema en disparar.

--Es un personaje que puede ser muy miserable, ¿no?

--Sí, me gusta esa tradición judeo norteamericana del personaje ventilador de mierda, que es catastrofista, que todo el tiempo está girando tipo Demonio de Tasmania. Me gustó llegar al despojamiento absoluto al final del libro, cuando el personaje se da cuenta de que todas las maniobras de ocultación, la cantidad de citas y de lecturas y de referencias, no le sirven para nada en ese momento puntual. El final del libro era dejar de inventar, de soñar y de recordar o seguir haciéndolo, pero en función de un presente absoluto y hacia adelante porque el pasado queda atrás. Que es lo que hace (Marcel) Proust en El tiempo recobrado al final, cuando entra a la fiesta y se sorprende porque ve a todos los personajes disfrazados de viejos y después se da cuenta de que son viejos. Entonces ahí dice que le gustaría escribir un libro, que es el libro que leímos; un mecanismo que también está en La dádiva de Nabokov, la idea de que el libro deseado es el libro que el lector ya tiene en las manos.

--El tríptico es como una especie de Big Bang literario que logra diseccionar qué hay en la cabeza de un escritor, algo que no se había hecho.

--¿Pero los libros de (Ricardo) Piglia, como Respiración artificial, no funcionan un poco así? No lo sé… quizá no se hizo de una manera tan enfática… puede ser. Yo todavía estoy viviendo los efectos de la onda expansiva, todavía incluso me tengo que convencer de que terminé. El problema fue en el último año el temor a no terminarlo, a que pasara algo y quedara inconcluso.

--Le pasó a Juan José Saer con “La grande”.

--También están El hombre sin atributos de Robert Musil y 2666 de Roberto Bolaño… La literatura está llena de libros inconclusos por causas mayores. Cuando muere alguien muy cercano, como fue el editor Claudio López Lamadrid, la idea de la muerte se enfatiza en todos los niveles, incluso la posibilidad de la muerte propia. Entonces escribí el final del libro porque tenía pánico de que quedara inconcluso. Me gusta que sea un final sentimental y emocional, porque el personaje del libro es una especie de auto castrado emocional que no cree en la idea de la pareja y la paternidad. Y no solo no cree, sino que desea que no exista. La idea de entregar todo a la literatura y decir que una pareja o un hijo te pueden distraer de alcanzar las alturas más excelsas es una idea adolescente. La literatura no te pide que escribas siquiera. Te puede pedir que leas, en todo caso.

--¿Cómo funcionan las listas y lo inventarios que aparecen en tus libros?

--La lista es como un rasgo de estilo. Yo siempre digo cómo me gustaría escribir una novela decimonónica donde un capítulo termina con alguien subiéndose a un caballo y en el capítulo siguiente ese caballo llega a otro pueblo. Soy incapaz de hacer ese movimiento, tan sencillo y tan natural. Incluso en el libro está exacerbado por parte del protagonista un cierto desprecio a la frase “giró sobre sus talones, abrió la puerta y salió”; que al final aparece incorporada y lo hace en la anteúltima página porque se da cuenta de que a veces hay que girar sobre los talones, abrir la puerta y salir. No hay más que eso. No tiene por qué estar todo bombardeado por referencias, citas, simpatías o antipatías. A veces un gesto como abrir una puerta es igual de definitivo que los últimos compases de una sinfonía. Lo de la lista es algo que comparto con algunos escritores que me gustan, como Rick Moody o (Kurt) Vonnegut. Las listas son como ciempiés que siempre pueden tener más patas y además son muy útiles para definir un personaje.

--La paradoja principal del personaje es ser un ex escritor, alguien que no puede escribir, pero que no deja de funcionar con la cabeza de un escritor. ¿Habría una literatura producida por escritores que no escriben o que escriben poco?

--En el libro se propone una diferencia: una cosa es ser narrador y otra es ser escritor. Hay muchos narradores, algunos muy buenos, pero yo no me atrevería a llamarlos escritores porque me parece que el escritor hace otra cosa, además de narrar; hay una voluntad de estilo, una estética, una forma de ver el mundo. Los libros que más me interesan suelen transcurrir en las cabezas de los personajes. Si hay un problema, es que los best sellers son cada vez peores. Yo me eduqué en una época donde con los best sellers podías aprender mucho, como los libros de Morris West, de Irving Wallace, de Leon Uris o de Harold Robbins; en comparación con Cincuenta sombras de Gray, hay una diferencia abismal. Eran best sellers que estaban bien hechos, que tenían clara conciencia de su utilidad y del lugar que ocupaban y además eran libros que te permitían saltar. Yo siempre uso la imagen de cuando te metés a una pileta y te vas arriesgando cada vez más a ir a lo hondo; de repente no hacés más pie y perdés el miedo y te das cuenta de que está bueno no hacer pie. El camino del lector parte de una seguridad absoluta y se va arriesgando a meterse cada vez más en lo hondo. Ahora la mayoría de los best sellers son piletas planas; te niegan el riesgo a flotar o aprender a nadar. No tengo ninguna preocupación ni pena por Joyce, Proust, Kakfa, Salinger, toda la buena literatura, porque se va a seguir leyendo y probablemente tenga cada vez más lectores por una cuestión demográfica. Pero no sé cuánta gente lee hoy a los 12 o 13 años El lobo estepario, de Hermann Hesse, para usarlo como trampolín y saltar a otros libros. Como se leía En el camino de (Jack) Kerouac o Un mundo feliz de (Aldous) Huxley; esos eran trampolines hacia otros libros. Ese tipo de libros, que también eran best sellers, como los libros de Bradbury, ese tipo de libro iniciático, abridor de puertas o señalador de montañas a escalar, me da la impresión de que ya no funcionan así.

Encuentros cercanos del tercer tipo

 

Después de diez años de escritura del tríptico de novelas reunidas en La parte contada, Rodrigo Fresán tiene que cumplir una promesa que le hizo a Claudio López Lamadrid, antes de su muerte: que escribirá un libro en el que narrará sus encuentros con “celebridades” diversas como Bob Dylan, Ray Davies, Narciso Ibáñez Menta, Susan Sontag o Hugh Grant, entre otros. “La particularidad de los encuentros que voy a narrar no es ‘lo que me dijo Susan Sontag’, sino la situación absurda que se produjo con Susan Sontag, completamente inverosímil, pero cierta. Me pasan muchas cosas absurdas que mis amigos más cercanos, incluso los que me conocen de hace veinte años en Barcelona, siempre ponen en duda que hayan pasado. Pero después les ocurre una situación absurda conmigo –-aclara el escritor--. Claudio López Lamadrid me pidió un libro ‘un poco más ligero’ y no va a ser un libro ligero porque me conozco… lo siento por la memoria de Claudio. Haré todo lo que pueda, pero no ofrezco garantías”.