"De pronto nuestros conciertos se volvieron espacios de resistencia. La gente se expresaba. Sobre todo, en Obras. Cuando cantaba “Canción de Alicia” era un momento fuerte. Una vez se iban a llevar una chica en cana. Le pedí al iluminador que apuntara adonde estaba la chica. Y en el micrófono le dije al cana: “Soltala. Somos cinco mil contra uno”. Charly García recuerda aquel 1980 y afirma: “El tema era cómo ser metafórico y a la vez directo”. Como dice Eduardo Berti, uno de los periodistas de rock más prestigiosos de aquellos años:

"Serú era la suma de cuatro individualidades y cada uno tenía una información, una postura y una forma de reaccionar diferente. También estaba el tema de la diferencia de edad. Aznar dijo ya en democracia que no llegaba a captar ciertas referencias políticas en las letras. No solo fue muy sincero, sino que expresó algo que le ocurrió a mucha gente. Aquellos conciertos eran un desahogo. Uno se sentía menos solo yendo a esos recitales". Lo que dijo, entre otras cosas, Aznar era que al principio no prestaba atención a las letras: “Me avivé de lo que decía ‘Alicia’ dos años más tarde”.

Las grabaciones en los estudios ION transcurrieron sin sobresaltos: el de Bicicleta era un material probado en decenas de conciertos en vivo. Conscientes de que tenían algo fuerte entre manos, advirtieron que mayormente eran canciones que disparaban ideas y sentimientos, piezas sueltas que, sin embargo, encajaban. Bicicleta no fue conceptual, pero reunió textos poderosos. En un momento el perfeccionismo de Charly pudo más y le dio una vuelta de tuerca al disco: cuando ya estaba todo listo para la mezcla, lo acechó una duda. Había escuchado las grabaciones hasta el hartazgo, pero algo molestaba leve y persistentemente como una piedra en el zapato. Una noche, después de un concierto en el teatro Ocean de Morón, se acercó a Gustavo Gauvry y le dijo: “¿Sabés, Gus? No me cierra cómo quedó ‘Alicia’. ¿Qué te parece si el domingo vamos to- dos a tu casa, hacemos un asado y la grabamos de nuevo?”.

Charly se permitía ese tipo de vacilaciones sobre la hora. Alguna vez dijo que estaba tomado por el “piazzollismo”, como una manera de reconocer su obsesión por llegar al sonido exacto. No aguantaba la sensación de que el tema estaba correctamente grabado pero carecía de algo que él tenía en la cabeza y que, extrañamente, no podía explicar de un modo cabal. Gauvry brindaba los primeros servicios profesionales con el estudio casero que había montado junto con David Lebón en su casa de Parque Leloir. El equipamiento era modesto. Apenas lo utilizaba Lebón para maquetar canciones.

El asado en Leloir fue familiar, de gaseosa, vino y pileta. Fueron Zoca, María y Regina, e hijos. Después del almuerzo, el anfitrión llevó a los cuatro músicos a la cabaña contigua al estudio. Al rato llegó Amílcar Gilabert. Moro grabó la batería y luego se fueron montando las diferentes capas instrumentales.


Por su realización, su mensaje críptico, los estudios académicos que motivó sobre la relación entre rock y dictadura, por su arquitectura sonora, “Canción de Alicia en el país” es un tema fundamental de la música popular argentina. Choca contra las declaraciones del propio autor. Charly dijo alternativamente, en diferentes épocas —no sin caer en contradicciones—, que era apenas una canción de amor y que jamás había terminado de leer la Alicia de Lewis Carroll. La maniobra es clásica en García, y tiene que ver con la desmarcación permanente. Nunca quiso verse a sí mismo como un artista social. Algunos años después cantaría, protegido en la conjugación en tercera persona: Él se cansó de hacer canciones de protesta...

La que quedó registrada en Bicicleta es una versión más rotunda y corrosiva —tanto lírica como musicalmente— que la compuesta luego de la separación de Sui Generis para la película de Eduardo Plá. La diferencia es abismal. La “nueva” abandona el folk pastoril que se escucha en la voz de Raúl Porchetto en los títulos del filme para volverse un rock con cambios de ritmo y una tensión dramática extraordinaria. Charly la había tocado ocasionalmente en los primeros meses de La Máquina de Hacer Pájaros, en el boliche La Bola Loca de la calle Maipú. La que grabó aquel domingo en lo de Gauvry es tal vez una de las mejores interpretaciones vocales de Charly, que corona —como una firma o un certificado— un filoso riff de guitarra de Lebón. Los cambios en la letra respecto de la versión de 1976 son medulares: aquel se puede considerar un bosquejo naif de la de Parque Leloir. Se trata de la primera parte de la canción, sin la determinante línea “el asesino te asesina”. La del filme de Plá se reduce a: Quién sabe, Alicia, este país / no estuvo hecho porque sí / Me voy a ir, voy a salir, / pero te quedas / ¿Dónde más vas a ir? / Es que aquí, sabes, / el trabalenguas traba lenguas / El adivino te adivina / y es mucho para ti / Se acabó ese juego que te hacía feliz. Charly diseñó una obra maestra alegórica que enlazó el “Dream is Over” declarado por John Lennon diez años atrás con las caricaturas de la revista Tía Vicenta de Landrú: las tortugas, las morsas y los brujos (Ya no hay morsas ni tortugas // Enciende los candiles que los brujos piensan en volver) correspondían al imaginario de las figuras del doctor Arturo Illia, el general Juan Carlos Onganía y el policía José López Rega. Si Tía Vicenta fue juzgada, en diferentes períodos, por juicios antagónicos, de “golpista”, “subversiva” y “gorila”, la canción de García también convoca a diferentes lecturas. Por empezar, pone en un mismo plano a un presidente civil de una honestidad irreductible, a un militar dictador y ultracatólico, y a un personaje siniestro de la última presidencia de Perón. Emergente del rock, Charly no es un músico con una conciencia política dogmática, ni un intelectual en términos académicos. Tal vez eso lo salvó de quedar atrapado en compartimentos ideológicos estancos. Es un extraordinario comentarista social intuitivo, y ese olfato le da aún más potencia al mensaje, porque la intencionalidad se vuelve difusa. Cada vez que García tuvo propósitos desembozadamente políticos, premeditados en el mensaje, compuso sus canciones más vulgares como “Botas locas” o “Juan Represión”, de la última etapa de Sui Generis. Siempre se ha deslizado con brillo y fluidez en el terreno de la alegoría. En “Canción de Alicia…” Charly no tiene un plan orgánico: en sintonía con la historia de Lewis Carroll, combina lo onírico con lo real. ¿Quién puede determinar exactamente a qué se refirió, por caso, cuando parafrasea el textual de Lennon? ¿De qué sueño acabado habla? Charly jamás respondería esas preguntas. El valor más preciado de una letra de rock son sus preguntas más que sus respuestas. Las conjeturas —¿habla del peronismo,de la inocencia, del terrorismo de Estado?— pueden conducir a conclusiones diletantes.

Con el llamado “Proceso de Reorganización Nacional” los militares proponían una suerte de nueva fundación de la Argentina. Y en “Canción de Alicia…”, tanto Onganía como Illia y López Rega eran parte del pasado, y de alguna manera adversarios de la Junta Militar: Onganía era considerado, por mentalidades mesiánicas como las de Videla y Massera, como un militar al menos ineficaz; Illia, un radical inofensivo surgido de la estructura de los partidos políticos recién disueltos; López Rega, un peronista inescrupuloso y esotérico. La frase Enciende los candiles / que los brujos piensan en volver / a nublarnos el camino habrá sonado como la más maravillosa de las músicas para el gobierno. Un joven argentino, un “rockero”, cuestiona un posible regreso del peronismo expulsado del poder el 24 de marzo de 1976.

¿Por qué les iba a molestar la canción? Ahora, ¿esa es la línea textual más importante del tema? No.

La dictadura nunca supo leer de un modo abarcador el rock, como a tantos otros fenómenos culturales. Y por otro lado, gran parte del rock—como gran parte de la sociedad—, apoyó en un inicio el golpe al gobierno de Isabel. Si se raspa la olla, el rock argentino fue y es un movimiento con una ideología movediza que refleja, al fin, el pensamiento zigzagueante de la clase media urbana. Los músicos con conciencia y coherencia política son excepcionales.

De principio a fin, la canción tiene un tono de fábula y ensoñación. Seguramente, esa apariencia de nursery rhyme inglesa —con la que Genesis jugó fonéticamente al titular Nursery Cryme el disco de 1971 cuya portada en parte inspiró a Charly (mujeres jugando al cróquet con cabezas decapitadas en lugar de pelotas)— funcionó como un distractor. El rey de espadas, un deporte tan lejano a la cultura argentina como el críquet (o cróquet), la palabra “candil” le dan a la canción un barniz medieval, anacrónico, exótico. Por dentro, retumban las frases que quedaron camufladas en el remolino semántico: El asesino te asesina y Un río de cabezas aplastadas por el mismo pie son estentóreas y no dan lugar a segundas lecturas.

Foto Andy Cherniavsky

El escritor y ensayista Abel Gilbert observó con claridad el contexto político en que apareció “Canción de Alicia...”. Cita a Mara Burkart cuando sostiene que la revista Humor inició “un cauteloso pero persistente proceso de politización tendiente a desafiar y ampliar los límites de lo permitido por el régimen” y pone como hitos los informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el cierre de la Universidad de Luján —que fue criticado hasta por Jorge Luis Borges— y los primeros reclamos de apertura electoral, que suscitaron meses más tarde la respuesta del régimen con una frase de Galtieri, futuro presidente, que quedó tatuada en la sociedad: “Las urnas están bien guardadas”.

Ese es el contexto en el que se desplegó la fuerza condensada de Alicia —señala Gilbert—. El “¿qué dirá?” esa Alicia que, como se ha dicho, proviene de alétheia, la palabra que Heidegger exhumó de la Grecia presocrática con el sentido de “hacer evidente”. El quántum de visibilidad estaba sin embargo en juego. Debía primar la astucia. “No se pudo censurar porque decía nada y decía todo”, recordó Lebón.

“Canción de Alicia en el país” es el tema que más convocó a investigadores como Pablo Vila, Pablo Semán, Martín Rodríguez, Lisa Di Cione, Julián Delgado y muchos otros. Entre análisis que toman al rock en dictadura como un ámbito de resistencia o de refugio, cuesta llegar a acuerdos. No hay absolutos, mandan. Como dice Esteban Buch en su formidable libro Música, dictadura, resistencia, no se trata de reemplazar la leyenda blanca del rock resistente por la leyenda negra del rock colaboracionista.

Como fuere y como lo dijo Charly García, a partir de 1980 los recitales empezaron a ser un ámbito de resonancia política. Hay cambios sutiles pero vertiginosos. Entre 1979 y 1980 se abrió una hendija. Y no es lo mismo, tampoco, como se vio en el Obras compartido entre Jade y Serú Girán, “Dale gracias” y “¿No te sobra una moneda?”. “No te sobra…” era un clásico de los conciertos de Serú Girán de la época, un rock and roll que abordaba tópicos esenciales del rockero medio en su propio lunfardo: la evasión a través del alcohol y las drogas, la sensación de desamparo y los conflictos con la policía. Tengo un mambo que me caigo // Tengo la barriga llena de pastillas // Tengo un trip en la cuca / tengo un speed en las piernas // Tengo las venas mezclando sangre roja con alcohol conviven con el verso Tengo miedo de la ley / un palazo en la nuca / y que me trague la tierra. Esta canción condensa la causa por la que el poder no tomó el rock como un peligro real: el movimiento era observado como el desvío de una juventud perdida. Un tema menor, una tarea para la policía; no para el ejército. Lo peor que le pasaba al rock eran las razzias: con mayor o menor intensidad, ese método policíaco de detención masiva fue una constante en la historia del género, aún en democracia.

La posición civil era inobjetablemente diferente. Como ya había cantado Serú Girán en Obras, en junio del 80, el inconsciente colectivo era como un transformador que te consume lo mejor que tenés / Te tira para atrás, te pide más y más / y llega un punto en que no querés. El gesto de Charly de impedir que la policía detuviera a una chica del público en un recital tuvo hacia fin de año una remake más violenta —se podría decir, más punk— en el mismo estadio. Daniel Grinbank contrató a un trío llamado, para la incredulidad de muchos, The Police. Estaban deslumbrando la escena del rock de Gran Bretaña y firmaron con el mánager de Serú Girán para hacer tres conciertos: el primero en la discoteca New York City de Colegiales, otro en Mar del Plata y el tercero en Obras. Las capas estilísticas empezaban a confundirse, a mezclarse, a confluir. The Police era una banda de culto en la Argentina. En un momento del último concierto, una chica se acercó al escenario para tratar de abrazar a Andy Summers. Estaban tocando “Shadows in the rain” cuando un policía quiso alejar a la chica del guitarrista. Summers lanzó una patada que voló la gorra del agente.

Andy Cherniavsky

No tan lejos del estadio Obras, unas semanas más tarde, en su cuarto de Villa Urquiza, un chico llamado Enrique Chalar escribía en un cuaderno las primeras líneas de una canción. Todavía no se había unido con Stuka para formar la columna vertebral de Los Violadores. Quien luego sería conocido como Pil Trafa cantaba en la banda rockabilly Don Gato y su Pandilla, y justamente pensando en ese ritmo escribió el estribillo de “Represión”. Se inspiró en un jingle de Mantecol que decía “Mantecol a la vuelta de tu casa, Mantecol a la vuelta de la esquina”. Cambió el nombre de la golosina por la palabra ‘represión’ y concibió el primer hit del punk argentino y una de las letras más directas y contestatarias de la época.

En City Bell, la banda punk que lideraba Federico Moura, Las Violetas, se fusionó a Marabunta, donde tocaban sus hermanos Julio y Marcelo Moura, y formaron Virus. El grupo proponía prácticamente ser la contracara del hippismo a través del baile, el erotismo, la ambigüedad sexual, el juego de palabras y la crítica social inteligente. Eran una manifestación flamante del linaje de La Plata. Aunque con una trayectoria diferente, que linkea con la contracultura comunitaria de La Cofradía de la Flor Solar de comienzos de los 70 y con otras armas musicales, Los Redonditos de Ricota también batallaban el under del amanecer de los 80 como una noticia fresca.

La revista Expreso Imaginario atravesó una crisis en la redacción que motorizó el cambio de paradigmas estéticos. Alberto Ohanian se había hecho cargo de la parte comercial de la publicación. Como buen empresario, siempre persiguió el rédito económico. Era el productor del operativo retorno de Almendra, y en medio de la presentación del disco El valle interior no dudó en hacer la portada del número de enero con la banda de Spinetta, Del Guercio, Molinari y Rodolfo García. Algo que no habría llamado la atención si el 8 de diciembre no hubieran asesinado a John Lennon. Hubo un debate periodístico acerca de quién me- recía la tapa: Lennon versus Almendra. Se impuso el criterio del empresario. La decisión editorial provocó un terremoto puertas adentro y la partida, un mes más tarde, del director, Pipo Lernoud. Roberto Pettinato se hizo cargo del timón: llegó con ínfulas del nuevo periodismo de Tom Wolfe y los cambios fueron notorios tanto en lo for- mal como en los contenidos. “No daba seguir hablando de la vida de los bichos canasto o prendiendo inciensos”, jus- tificó con acidez Pettinato. Charly estaba alerta: pronto el mientras miro las nuevas olas, yo ya soy parte del mar mutaría en me gustan estos raros peinados nuevos. Pero faltaba. Los tiempos todavía eran confusos. Y en ese fin de año Grinbank aportó más a la confusión: en plan de ganar mercados en el desarrollo de Serú Girán, había vendido una reunión de Sui Generis en Uruguay. García sintió que era un retroceso. Fue la primera vez que Charly quiso matar a Grinbank. No fue la última.