Desde Rio de Janeiro.

Antes de todo, y en primer lugar, debo decir que tengo vínculos de décadas con Argentina. Vivi en Buenos Aires entre febrero o marzo de 1973 y agosto de 1976, cuando me marché a mi segundo exilio. Por lo tanto, me reservo el derecho de ser hincha de un equipo local. En el caso, precisamente River Plate.

En segundo lugar, debo admitir que en Brasil soy hincha irreversible del Fluminense, el más radical adversario del Flamengo. Y aclaro que, al menos en este punto específico, estoy acompañado de, por ejemplo, el genio de la arquitectura Oscar Niemeyer, el ícono de la cultura de mi país Chico Buarque, y otros, digamos, menos votados.

Dicho y aclarado eso, cuento: este sábado, Rio de Janeiro, mi ciudad, amaneció como quien espera la hora de celebrar la gran fiesta. Las personas, independente del equipo que seguían, se movían rumbo a una fiesta apenas anunciada. Parecia día de fiesta o de final de un Mundial.

La verdad es que a partir de las dos, tres de la tarde, las calles quedaron vacían. Concentración total. Y entonces, vino la hora de la hora.

Seguí el juego con el alma en la mano. Creo, sinceramente, que River ha sido mejor en la cancha. Pero debo admitir que Flamengo, y muy especialmente Gabriel, que aquí es conocido como "Gabibol", hizo honor a su apodo, en poco más de tres minutos.  

No me toca, en todo caso, comentar el partido, sino el clima en Brasil y, muy especialmente, en Río.  Y lo que constato tiene mucho que ver con lo que vive mi país. Antes del partido, mucha expectativa, con bares y restaurantes de Río anunciando eventos especiales, que iban de la presentación de artistas populares a descuentos espectaculares. En el mítico Maracaná, por ejemplo, se tendieron diez telones para la transmisión directa del partido. Y hubo expectativa de fiesta por toda la ciudad. 

Bueno: Flamengo dio vuelta al resultado. Cuando el partido terminó, lloviznaba en Río. Lo que no impidió que los hinchas "flamenguistas" saliesen a las calles a festejar.

Pero no hubo una fiesta explosiva, absoluta. Al fin y al cabo, la proverbial modesta brasileña asegura que la hinchada de Flamengo reúne por lo menos 45 millones de brasileños, o sea, una Argentina entera.

Lo que vimos y vivimos ha sido una fiesta, a propósito, que se extendió por varios y muchos puntos del país. Pero que, comparada al huracán anunciado, no fue más que una ventolera. Quizá porque los tempos vividos en mi país no sean exatamente propicios para festejos ilimitados.

De todas formas, me siento gratificado. De haber ganado River, hubiera sido vencedor mi equipo argentino. Y de haber ganado, como ocurrió, Flamengo –que, reitero, es archirival de mi equipo, el Fluminense– ha sido una alegría a mi país, tan tan tan carente de alegrías.