AQUÍ ESTOY

Tengo pocos años. Estoy sentada en el alféizar, a mi alrededor hay juguetes esparcidos por el suelo, torres de cubos derrumbadas, muñecas de ojos saltones. La casa está oscura, en las estancias el aire, poco a poco, se enfría, se debilita. No hay nadie, se han marchado, han desaparecido, cada vez más tenues se pueden oír todavía sus voces, su arrastrar de pies, el eco de sus pasos y alguna risa lejana. Al otro lado de la ventana el patio aparece desierto. La oscuridad se desliza suavemente desde el cielo. Se posa sobre todas las cosas como un negro rocío.

Lo más molesto es la quietud: espesa, visible; el frío crepúsculo y la luz mortecina de las lámparas de vapor de sodio que se sumerge en la penumbra apenas a un metro de su fuente.

No ocurre nada, el avance de la oscuridad se detiene ante la puerta de casa, el vocerío del eclipse se desvanece. Se forma una espesa tela, como la de la leche al enfriarse. Los contornos de las casas, con el cielo como telón de fondo, se alargan hasta el infinito, perdiendo sus ángulos agudos, bordes y aristas. La luz que se apaga se lleva el aire: no hay nada que respirar. La oscuridad penetra en la piel. Los sonidos se han enroscado y han echado para atrás sus ojos de caracol; la orquesta del mundo se ha ido alejando hasta desaparecer en el parque.

Esta tarde es un confín del mundo. Lo he tocado por casualidad, mientras jugaba, sin querer. Lo he descubierto porque me han dejado un rato sola en casa, sin vigilar. Sin duda, he caído en una trampa. Tengo pocos años, estoy sentada en el alféizar mirando el frío patio. Han apagado las luces de la cocina del colegio, todo el mundo se ha marchado. Las losas de cemento del patio han empapado la oscuridad y desaparecido. Puertas cerradas, celosías y persianas bajadas. Me gustaría salir, pero no tengo adónde ir. Sólo mi presencia adopta contornos nítidos que tiemblan, ondean, y eso duele. Enseguida descubro la verdad: ya no hay nada que hacer, existo, aquí estoy.

KALI-YUGA

El mundo se está volviendo cada vez más oscuro, convinieron los dos hombres que iban a mi lado a bordo de un avión; por lo que entendí volaban a Montreal, donde iba a celebrarse un congreso de oceanografía y geofísica. Por lo visto, desde los años sesenta, la intensidad de la radiación solar ha disminuido un cuatro por ciento. La luz se va apagando a un ritmo medio de 1,4 % por década. El fenómeno no resulta lo bastante intenso como para ser detectado a simple vista, pero lo descubrieron los radiómetros. Demostraron, por ejemplo, que la cantidad de radiación solar que llegaba a la Unión Soviética entre 1960 y 1987 disminuyó nada menos que una quinta parte.

¿Cuál es la causa del oscurecimiento? No se sabe a ciencia cierta. Se atribuye a causas como la contaminación del aire, el hollín, los aerosoles…

Me dormí y vi una imagen aterradora: una nube inmensa emergiendo en el horizonte, prueba de la sempiterna gran guerra librada en la lejanía, despiadada y cruel, destructora del mundo. Pero que no cunda el pánico, nosotros estamos –todavía- en una isla feliz: entre el celeste del cielo y el azul del mar. Bajo los pies, arena caliente y bultos convexos de conchas.

Pero esto es Bikini. Dentro de nada todo morirá, quedará calcinado, desaparecerá, o, en el mejor de los casos, sufrirá una mutación monstruosa. Aquellos que sobrevivan engendrarán niños monstruos, gemelos siameses unidos por la cabeza, un cerebro para un cuerpo duplicado, dos corazones en un pecho. Aparecerán sentidos nuevos para detectar la carencia, degustar la ausencia, ser capaces de una particular precognición. Saber lo que no sucederá. Oler lo que no existe.

El resplandor rojo oscuro crece, el cielo tira a marrón, el mundo se vuelve cada vez más oscuro.

REPRESENTACIONES DE LOS MEDIOS

Por la mañana se produjo un atentado. Un muerto y varios heridos. Se habían llevado ya el cuerpo. La policía cercó el lugar con una cinta rojiblanca tras la cual se veían enormes manchas de sangre en el suelo; alrededor de ellas revoloteaban las moscas. Una mancha opalescente de gasolina se desparramaba junto a una motocicleta tumbada: al lado, una red de fruta, mandarinas desperdigadas, sucias, chamuscadas; un poco más allá unos trapos, una sandalia, una gorra con visera de color indeterminado, parte de un teléfono móvil; allí donde antes había pantalla, se abría ahora un agujero. Bastantes personas se habían congregado junto a la cinta: contemplaban con espanto la escena. Hablaban poco, a media voz.

 

La policía demoraba el momento de limpiar el lugar porque esperaba a un periodista de un importante canal de televisión que debía emitir desde allí su crónica. Al parecer quería filmar sobre todo las manchas de sangre. Al parecer ya estaba de camino.