El misterioso asesinato de Grégory Villemin, ocurrido en el 16 de octubre de 1984 en la región francesa de Lépanges-sur-Vologne, todavía permanece impune. Eso nos advierte la leyenda inicial de la miniserie Grégory, creada por el guionista y director Gilles Marchand y estrenada en Netflix hace apenas unas semanas. Sobre la imagen de los espesos bosques de la región, las letras anuncian, como una fatal advertencia, que luego de varias detenciones, investigaciones y acusaciones sin prueba alguna, nadie ha sido declarado culpable por ese asesinato. Grégory tenía cuatro años y era el hijo de Jean-Marie y Christine Villemin, miembros de una comunidad que se vio sacudida por el impacto del hecho, convertida en un circo mediático de la noche a la mañana, asediada por rumores y sospechas, por la impericia de la justicia y el dolor de las víctimas. Marchand, recordado por el guion de Recursos humanos en colaboración con Laurent Cantet, reconstruye con precisión cada peldaño de la investigación, recoge y confronta testimonios, y condensa un relato signado por la ominosa presencia de lo indescifrable, inspirado en el cine como si fuera una premonición, porque a veces, en contra de nuestras convicciones, es la realidad la que imita al arte y no al revés.

El hecho

Reconstruir un asesinato que desfiló por todos los medios de la época, que tuvo infinidad de hipótesis y reconstrucciones judiciales, que estuvo en boca de todos y fue objeto de inquebrantables silencios, requiere de la justa organización para sostener un suspenso que no emana de la realidad sino de su representación. Marchand regresa al origen a partir de la palabra de los testigos, quienes siguen paso a paso su rol en aquel episodio y sus consecuencias. Prescinde de la voz en off y de las dramatizaciones habituales en las series de true crime, para apoyarse en el material de la época, las tapas de las revistas, las imágenes de los noticieros, las miradas que asoman imprevistas, confrontadas entre sí, en una puesta en escena austera y despojada, que solo deja en el centro el hecho y las escalofriantes circunstancias que lo rodearon.

El cadáver de Grégory fue hallado en el río Vologne, maniatado y sin signos de violencia, horas después de su desaparición. La última vez que fue visto con vida estaba en el jardín de su casa, mientras su madre planchaba algo de ropa en el interior. Al descubrir su ausencia, Christine Villemin llamó a su marido y realizó la denuncia. Aseguró que, al salir de su trabajo, pasó a recoger a su hijo por la casa de la niñera y lo dejó jugando en el jardín de su casa, mientras ella realizaba algunas tareas domésticas. Cuando salió a buscarlo, ya no estaba. Solo quedaban los juguetes dispersos sobre el pasto. Ante el macabro hallazgo del cuerpo en el río, cerca del poblado de Docelles, las palabras de Jean-Marie despertaron las primeras alertas: “Lo conozco”, dijo en referencia al asesino. Ese es el primer indicio que utiliza la miniserie para diseccionar el entorno familiar de la pareja y apuntar los primeros sospechosos. Los Villemin eran una familia de clase trabajadora, nacida y criada en la región de Los Vosgos, con un fuerte arraigo en la comunidad. Ante el asesinato de Grégory, eran demasiadas las evidencias de una venganza. ¿Quién querría hacerles daño a Jean-Marie y Christine? La respuesta era una sola: El Cuervo.

El Cuervo

En 1943, durante la Francia ocupada, Henri-Georges Clouzot filmó El cuervo , película sintomática de la época, aguda en su retrato social, heredera de las sombras del expresionismo alemán, y señalada hoy como una de las grandes obras de ese ecléctico período. La película cuenta la historia de un pequeño pueblo en la campiña francesa que comienza a ser asediado por los misteriosos anónimos de El Cuervo. Figura temida y elusiva, El Cuervo parece conocer toda la intimidad de los pobladores, sus secretos, sus mezquindades, sus pasiones ocultas. Sus cartas se convierten en el terror de los residentes y de inmediato instala un clima de sospecha y delación que rasga para siempre la aparente paz del lugar. Clouzot utiliza las dagas verbales de ese criminal espectral para desnudar las grietas presentes en esa Francia de la guerra, que solo necesitaba una chispa para encender la hoguera. Es la figura de El Cuervo la que regresa con las mismas agoreras premociones luego del crimen de Grégory, y Marchand utiliza la estética ominosa que definió al cine de Clouzot para construir el rumbo de la investigación como la extraña réplica de aquella historia de ficción.  

Tres años antes del secuestro y asesinato de Grégory, la familia Villemin recibió los primeros anónimos. Cargados de odio y sed de venganza llamaban a Jean-Marie “el jefe” y señalaban su ascenso social y felicidad familiar como un pecado imperdonable. Capataz de una fábrica de la zona, Jean-Marie había conseguido cierta prosperidad: construyó una linda casa, tenía un buen pasar, cierta alegría hogareña. Ese aire de repentina felicidad despertó inquinas y resentimientos. Varios de sus amigos y familiares señalaban que su reciente progreso venía acompañado de desprecio y arrogancia respecto a los que antes eran sus iguales. Y la figura de El Cuervo se erigía entonces como la voz de ese rencor convertido en odio encarnizado. Fue El Cuervo quien llamó el día del crimen para anunciar el lugar donde yacía el cadáver del pequeño Grégory. Su venganza había sido cumplida y ahora desaparecía para siempre. Sin embargo, todos –los personajes y nosotros como espectadores- sabemos que El Cuervo sigue allí, a la vista de todos, como ya lo había mostrado Clouzot en aquella película de anunciaciones.

El rol de los medios

Dos de las piezas claves de la intriga son la identidad de El Cuervo y la verdadera dimensión del odio que se gesta en esa comunidad. Para ello, Marchand utiliza la presencia de los medios de comunicación como agitadores conscientes de esas tensiones y actores determinantes en el rumbo de la investigación y la dirección de las sospechas. La presencia de Jean Ker, de la revista Paris Match, se convierte en una de las más elocuentes, por su cercanía con los acontecimientos pero al mismo tiempo por la flexibilidad de sus escrúpulos. Es interesante cómo Marchand deja la voz de sus entrevistados en un tiempo nunca intervenido, de manera que sus declaraciones se inicien con ciertos reparos para luego adquirir la tenacidad de esa verdad escondida. Ker fue uno de los pocos periodistas que entrevistó al matrimonio Villemin, que tuvo acceso a la habitación de Grégory, a las fotos de la intimidad, a los sentimientos de la pérdida. El contraste entre la palabra del periodista y la evidencia de las páginas de Paris Match demuestra cómo lo íntimo se desgarra frente al ojo público, cómo la confianza se traiciona ante la exposición al juzgamiento.

El otro personaje que funciona como hilo conductor del relato es Dennis Robert, periodista independiente de Liberátion que fue a cubrir la noticia del asesinato cuando era un joven de 26 años. Su figura, hoy reflexiva y paciente, funciona como contrapunto perfecto a la ferocidad de los medios más sensacionalistas, como aquel capaz de leer entre líneas los detalles perdidos del caso, los signos esquivos de ese horror. Es él quien establece la analogía entre la investigación de la gendarmería sobre la identidad de El Cuervo y la imaginación de Clouzot. Al igual que en la película, el test de grafología se convierte en una instancia crucial para poner al descubierto la identidad del escriba anónimo. Todos los miembros de esa comunidad pasan por un célebre dictado en el que se intenta descubrir el trazo misterioso de los anónimos. Robert equipara esa búsqueda con la espectacular escena del funeral de Grégory, signada por el llanto y el dolor de su madre, donde intenta descubrir al criminal entre las vestiduras negras. Como en El cuervo, la segura presencia del asesino entre los deudos se convierte en una angustiante certeza. ¿Quién de todos los compungidos asistentes está detrás de ese maquiavélico asesinato?

El pequeño juez y la “maldición”

Con el correr de los episodios, Grégory ofrece giros narrativos y nuevos personajes estelares. Lo que caracterizó al trágico caso de los Villemin no fue solo la opacidad del entorno y el silencio de la familia sino la impericia en las distintas instancias de la investigación. En esa marea de pistas y reconstrucciones, de testimonios contradictorios y veleidades judiciales, aparece una silueta compleja: la del juez Jean-Michel Lambert. Magistrado de provincia, seducido por las luces de ese inesperado estrellato y signado por la duda y la inexperiencia, Lambert se convierte en uno de los intrigantes villanos que construye Marchand, fuerza inestimable para todo relato que coquetee con la tensión entre el bien y el mal. Es este personaje –bautizado por su misma inventiva como “el pequeño juez”, luego de la publicación de un libro de su autoría sobre el caso- el que emerge como catalizador de todos los caminos sin salida de la pesquisa. Alimentado por un ego disfrazado de modestia, Lambert atraviesa los cinco episodios como un personaje oscuro y subterráneo, nunca exento de la mala fortuna que parece alcanzar a todos los actores de esta tragedia.

La miniserie cimenta el suspenso más allá de la resolución. Pese a los jugosos detalles que definieron el caso, los distintos sospechosos que desfilaron por los tribunales, los cambios en el equipo de investigación y los giros periodísticos que afectaron la vida de la comunidad, lo que a Marchand parece interesarle es la emergencia de un horror que parecía impensable en ese entorno apacible y campechano, que nace de envidias silenciadas, de rencores atávicos, de anhelos inconfesables. La fatalidad que preside a cada episodio, en el que emerge siempre un nuevo sospechoso, cada vez más cercano a la familia, está dada por la imposibilidad de escapatoria de esa desgracia que irremediablemente se convierte en maldición. Nuevas muertes, nuevos y ceremoniosos funerales, vidas signadas por la persecución y la mentira, cada pieza de ese oscuro rompecabezas encuentra en el ritmo implacable del montaje un destino que a las claras se revela ineludible. No hay nada que hacer en ese oscuro bosque de Los Vosgos, triángulo de celos y mendacidades, de anunciadas premoniciones.

“Usted cree que la gente es buena o mala. Que Dios es la luz y el demonio las tinieblas. Pero, ¿dónde está la oscuridad? ¿Dónde está la luz? ¿Dónde está la frontera del mal? ¿Sabe usted si está del lado del bien o del mal?”, reflexiona uno de los personajes esenciales de El cuervo de Clouzot mientras agita una lámpara en una habitación oscura, dibujando las paredes con haces de una luz intermitente. “¡Cuánta retórica!”, le responde su ingenuo interlocutor. “Basta con parar la lámpara”. Pero, al intentar hacerlo, el calor incandescente le quema la mano. El movimiento pendular rasga la habitación como sentencia de ese mal que persiste pese al intento de exponerlo a la luz. Marchand cita la escena con ingenio en varias de las locaciones donde aloja a sus entrevistados, todos signados por ese movimiento que los descubre ambiguos, siempre en esa frontera desconocida. El homenaje a Clouzot, nacido de esos anónimos que precedieron al crimen de Grégory, de la escena del dictado para rastrear la caligrafía del asesino, de los espectaculares funerales que recuerdan a los de la película, encuentra la mejor analogía en el retrato de esos entornos sociales. Aquel de los años del terror del fascismo y el que hoy circunda a un crimen irresuelto luego de más de 30 años. Es en esos vínculos profundos y arraigados donde aquel horror se hace de nuevo presente.