Cuadro gerencial en el mundo de la cultura y prototipo del ideario macrista en la materia, Pablo Avelluto siempre fue más dúctil con los números que con las letras. En cuanto a los números, que como se sabe tienen valor absoluto pero subordinan sus interpretaciones a las ideologías, el inminente ex secretario de Cultura de la Nación puede inflar el pecho y volverse a su casa orgulloso de su gestión. Ejecutó con entusiasmo y eficacia el plan que se le asignó: achicar la inversión (perdón, el gasto) en cultura y debilitar su impronta de participación comunitaria. En cuanto a las letras, el balance también le da positivo: se reveló como un eficiente polemista de twitter, recorriendo esa sinuosa frontera entre el tono cool de la nueva derecha moderna/democrática y las obligaciones de un troll.

Avelluto puede jactarse, frente a otros funcionarios más timoratos, de haber sido uno de los primeros en cumplir la orden de despedir trabajadores. Arrancó echando a 494 empleados del área y al principio mintió un poquito, cuando describió su decisión como “espantosa pero necesaria”. Esa timidez para hacer lo que había que hacer se fue disipando con el tiempo, hasta que liberó por fin sus endorfinas y señaló que había tenido “el coraje, la audacia y la voluntad política” para despedir a 1600 personas.

Aquí debe hacerse una salvedad: el tema de los despidos, tanto para Avelluto como para el macrismo en general, es menos una cuestión de “saneamiento de las finanzas” que una referencia simbólica para satisfacer el morbo punitivo de sus votantes. Lo de “limpiar la grasa militante” y reemplazarla sin ruido mediático por “voluntarios” contratados VIP para puestos gerenciales, es, simplemente (dirían ellos) “pour la galerie”, o (diríamos nosotros) “para la gilada”.

Lo que verdaderamente marcó el éxito de la gestión del secretario en términos de planificación económica fue la reducción permanente del presupuesto a través de los años (casi siempre sin necesidad de bajarlo nominalmente, utilizando el simple recurso de dejarlo estable para que se lo comiera la inflación), la subejecución estratégica de determinadas partidas y el desfinanciamiento de programas puntuales.

Se calcula que en 2019 el presupuesto de Cultura fue, en términos reales, un 60% menor que en 2015. La subejecución sistemática de ese presupuesto refuerza la percepción de que no hubo “errores”. Con datos que recogió la Junta Interna de ATE hacia fines de 2018, solo tomando los organismos de la administración central (es decir, quitando la Biblioteca Nacional, el Instituto Nacional de Teatro, el Fondo Nacional de las Artes y el Teatro Nacional Cervantes), la ejecución llegó al 57% del total del presupuesto anual.

Un ejemplo cuantitativo y otro cualitativo, para que se perciba la matriz del exitoso proyecto de desculturización.

a) En la Conabip (Comisión Nacional de Bibliotecas Populares) solo en 2015 se habían comprado 146 títulos para 1300 bibliotecas, lo que equivale a 189 mil libros por 13 millones de pesos. Juntando tres años de gestión de Macri (el relevamiento es hasta septiembre de 2018) se habían comprado 86 títulos para 1300 bibliotecas, el equivalente a 111.800 libros por 12 millones de pesos.

b) Todos los programas culturales se vieron afectados por la “política de modernización”. Pero el ojo experto de Avelluto enfocó especialmente sobre aquellas áreas que tuvieran algún tufillo, digamos, “inclusivo”. Las que habían pertenecido al ítem “Acceso igualitario y Promoción a los Derechos Culturales” tenían todos los boletos cortados para un inevitable desguace. Es posible imaginar el placer con el que Avelluto hubiese oprimido la tecla “delete” cuando le mostraron que había un programa llamado “Lenguas Originarias”, que daba talleres a pueblos indígenas. Algún prurito de corrección política evitó la abrupta eliminación del área. No era necesario: el despido de talleristas redujo el programa a su mínima expresión.

Todo lo que se podía cerrar, se cerró. Lo que no se pudo cerrar se desarticuló, lo que no se llegó a desarticular quedó sumido en una inercia indefinida. Así, el Ballet Nacional de Danza, demasiado expansivo en su campaña de integración social, desapareció; a la Orquesta Sinfónica Nacional, que cometía la imprudencia de llevar la música clásica más allá del círculo trazado por la elite, le fue concedido el favor de sobrevivir, siempre al borde del colapso.

La enumeración de éxitos en la gestión de Avelluto (el Estado pudo prescindir o morigerar la carga de lastres culturales como Becar Cultura, Fondo Argentino de Desarrollo, Factoría en Danza, Puntos de Cultura, Orquestas Infanto-Juveniles, concurso Vamos las Bandas, Ronda Cultural, entre otros) corre el riesgo de abrumar al lector. Tampoco se le adjudicarán proezas ajenas, como el ajuste en el Incaa, fuera de su alcance en el esquema burocrático del ministerio devaluado a secretaría. Ni siquiera se hará hincapié en ciertas desprolijidades derivadas de cuestiones personales (por ejemplo el escándalo en que se vio envuelta su novia Carolina Azzi cuando retiró equipos de trabajo del Centro de Producción e Investigación Audiovisual).

Su fe en el dogma neoliberal lo inmunizó contra el desencanto. Un reciente informe de la Cámara Argentina del Libro indicó que desde 2015 las tiradas de libros cayeron a la mitad y el empleo en editoriales se redujo un 20%. Frente a esta situación, el siempre optimista Avelluto alentó a los editores a “reconvertirse”. La arenga se repitió en diferentes contextos económicos de la administración Cambiemos. Antes de la devaluación fue muy preciso en su proposición: “¡Exporten libros!”. Después de la devaluación, también: “¡Importen libros!”. La cuestión era reconvertirse.

Sería injusto, no obstante, cerrar esta apología de su trabajo sin reparar en su contribución a “la unión de los argentinos”. Desestimó la virulencia de twits anteriores a su ingreso en el gobierno nacional (como este, de 2013, cuando se refirió a la “Revolución Libertadora” de 1955: “Ay, mi golpe favorito. Qué mala prensa que tiene. Hubiéramos estado del lado de los libertadores. Yo también”). Se permitió, apenas, definir el reciente pedido de declaración de emergencia alimentaria como “un slogan de campaña”, o reclamar que se cambiara el nombre del CCK con el argumento de que “hay que acabar con el culto de la personalidad. Imagínense si en 1982 le hubieran puesto Leopoldo Fortunato Galtieri a una plaza o a un centro cultural”.

La jubilación prematura como funcionario público le reabrirá seguramente las puertas del sector privado (en las editoriales Random House, Planeta y Atlántida recuerdan con cariño su entereza para subordinar el destino de personas y libros a la ética de los negocios corporativos).

Quedarán las marcas de su gestión al frente de la Secretaría. Le dejará a su sucesor una vara muy alta: la satisfacción del deber cumplido.