Hoy, a casi sesenta años de su estreno, La dolce vita –que a partir de esta semana vuelve en una versión restaurada por la Cineteca di Bologna a un puñado de salas de Buenos Aires y el interior del país*- no tiene ya nada de escandalosa y obscena, como la describían en su momento L'Osservatore Romano y otros periódicos conservadores fieles a la curia vaticana, que solo contribuyeron a potenciar la popularidad de una película que ya desde entonces se volvió icónica.

Pero el capolavoro de Federico Fellini sigue siendo un film incómodo, disruptivo, que a pesar de estar tan fechado en tantos detalles –desde el vestuario hasta los usos y costumbres de los personajes— no deja de ser contemporáneo en lo principal. La dolce vita sigue hablando, como ninguna otra película lo hizo antes o lo haría después, del ruido del mundo, de ese rumor permanente del presente –un rumor mediático, hueco, publicitario, hoy amplificado más que nunca por las redes sociales— que aleja y distrae al protagonista de lo esencial: de sus sentimientos, de sus deseos más profundos, de su identidad.

En ese sentido, se trata de un film moralista, “provinciano” incluso como lo calificó en su momento su colega y amigo Roberto Rossellini. De hecho, Fellini lo era. Nunca dejó de ver a Roma, su ciudad de adopción, con los ojos de aquel muchacho que llegó a la legendaria estación Termini desde el pueblo de Rímini, en la costa de la Emilia-Romaña, a los 18 años. ¿Quién si no podía tener ese asombro por una Via Veneto que a sus ojos parecía un circo en función permanente, un desfile de sofisticadas atracciones de feria, muy distintas por cierto a las carpas raídas que lo deslumbraron en su infancia? El mismo comprobó a su vez de qué modo la ciudad cambiaba frente a su mirada siempre lúcida, atenta, afilada.

“Llegué a Roma en tren en 1938”, contaba Fellini. “Una ciudad con la que se ha soñado y se ha esperado ver durante años y años, resulta siempre diferente de la imagen que uno se ha formado de ella. Lo que más me impresionó, entonces, fue el clima, el calor, el ritmo lento de los caminantes, sus ojos negros y huidizos, las voces roncas, el dialecto, los niños en las calles (…) Roma se me aparecía como la ciudad mediterránea por excelencia, como una verdadera madre, desalineada, prodigando su afecto, dando pruebas de esa severidad y de esa familiaridad que únicamente una madre puede manifestar al mismo tiempo”.

Pero a Fellini no se le escapaba tampoco entonces, siendo tan joven, los rasgos más profundos de Roma. “La vida de una metrópoli se define sobre todo en función de quien la habita. Aquí prevalece en el rostro de cada cual una expresión constante tan visible como una peca: la duda. Deforma los labios y hace más pesadas las miradas, que convierte en astutas y maliciosas. En Roma, el escepticismo es una doctrina por sí misma, una actitud que no es preciso aprender. El romano nace escéptico, como otros nacen morenos o rubios. Los mismos niños son escépticos. El aire que respiran, la leche que maman, los altos muros rezumando suciedad que les acompañan hasta a escuela engendran en ellos dudas profundas que penetran en sus almas y marcan sus rostros desde la más tierna edad”.

Por romano que parezca en su actitud despreocupada y escéptica, Marcello Rubini, el protagonista de La dolce vita --encarnado por Marcello Mastroianni en el apogeo de su talento y su elegancia-- es también, a pesar de su aparente displicencia y cinismo, un provinciano como Fellini. Su alter ego, como lo sería después en 8 y ½ (1963) y en La ciudad de las mujeres (1980). Es a través de sus agudos ojos de periodista, de observador privilegiado de la realidad, que Fellini mira a Roma. Y la ve frívola, cruel, sin alma. El insomne Marcello, para quien no pareciera haber diferencia entre la noche y el día, atraviesa los doce episodios de La dolce vita –porque para quienes no la recuerden o no la hayan visto se trata de un film episódico, fragmentario, todavía moderno en su construcción anti aristotélica— como quien recorre las estaciones de un via crucis.

No parece casual que el prólogo sea aquella famosa travesía de una enorme estatua de Jesucristo que surca el cielo de Roma colgada de un helicóptero y seguida por otro en el que viaja Marcello acompañado por su inseparable Paparazzo, que no le da tregua a su cámara fotográfica. Abajo, en las barriadas populares, los niños gritan y corren intentando vanamente alcanzarlos, mientras en una terraza de un quartiere acomodado unas chicas en bikini llaman la atención de Marcello, siempre dispuesto a distraerse de su tarea por las mujeres que lo busca y lo asedian.

El episodio más famoso de La dolce vita sigue siendo el de la Fontana di Trevi, con Mastroianni y Anita Ekberg sumergidos en esas aguas bautismales. Y por algo será –por su belleza, por su ternura, por su poesía—que esos pocos minutos han trascendido a la película misma, volviéndose autónomos. Pero más allá del trágico episodio de Steiner (Alain Cuny), que marca un antes y un después en la relación de Marcello consigo mismo (porque era en ese hombre que se quita la vida en quien él veía un modelo, un camino a seguir, alejándose del periodismo de banalidades para dedicarse a la escritura de una novela), hay otros capítulos de su via crucis que hoy son sin embargo más deslumbrantes.

Desde un punto de vista casi puramente formal, la feroz discusión de pareja entre Marcello y su posesiva amante Emma (Yvonne Furneaux) se vuelve hipnótica gracias a la puesta en escena casi onírica de Fellini. Un exterior noche iluminado por unos focos cegadores como los de un set –extraordinario trabajo del fotógrafo Otello Martelli, ahora revalorizado por la restauración— hacen de esa ruta de extramuros un espacio fuera del tiempo, féerico, acentuado por un acorde sostenido de órgano en una de las muchas genialidades de la banda sonora compuesta por Nino Rota, colaborador inseparable de Fellini. El quiebre más notorio con la etapa post-neorrealista previa del autor está aquí, en esta noche transfigurada.

Otro episodio injustamente olvidado de La dolce vita es el de la escena de un supuesto milagro. En las afueras de Roma, dos niños dicen haber visto a la Virgen y que ésta les anunció que reaparecería para dejarles un mensaje. Junto a las hordas de periodistas y las luces de la televisión, una corte de enfermos y menesterosos se llega hasta el lugar para pedir también su salvación. Acompañado por Emma, conmovida por el espectáculo, Marcello toma conciencia –y con él el espectador—de las fuerzas sagradas y profanas que se confunden en esa escena donde lo sobrenatural parece provenir de la tierra arcaica que pisan, convertida de pronto por una tormenta en un gigantesco lodazal, del que todos huyen, abandonando detrás a inválidos y dolientes.

La dolce vita quiere ser, al mismo tiempo, un testimonio y una confesión”, afirmó en su momento Fellini. “Traté de hablar de una sociedad que ya no tiene pasión, que ya no tiene nada en su vientre. Quise hacer una película que dé coraje, que nos obligue a mirar la realidad con nuevos ojos, sin ser desviados por mitos, supersticiones, ignorancia o sentimentalismos”. Para entonces, Fellini tenía apenas 40 años (en un mes se celebra su centenario), ya había dirigido seis largometrajes –entre ellos nada menos que Los inútiles (1953), La strada (1954) y Las noches de Cabiria (1957)— y con La dolce vita ganaría en mayo de 1960 la Palma de Oro del Festival de Cannes. Una nueva etapa en su obra se abría de manera asombrosa. Y empezaba a acuñarse en el mundo un nuevo adjetivo, que llevaba su nombre y estaba asociado al exceso y a lo extraordinario: “felliniano”. Ya nada volvería a ser igual.

 

* En el Arte Multiplex de Belgrano, Atlas Patio Bullrich de Recoleta y Cines del Centro, en Rosario.