La isla Maciel se encuentra bordeada de una mitología propia. Durante años, para acceder al barrio, por donde despunta el conurbano, se llegaba en botes desde la Boca. A poco kilómetros de la ribera con el Riachuelo, el arroyo Maciel, hoy entubado, funcionaba como un límite imaginario entre el Partido de Avellaneda y el Dock. Zona fronteriza, de prostíbulos y viejos astilleros, una mezcla de fábricas precarias e inmigraciones forzadas provenientes, en su mayoría, de Polonia y del interior del país, la Isla siempre mantuvo una identidad mutante.

Egresada del Cievic y alumna de Patricio Vega en el Laboratorio de Guiones, Sabrina Blanco entró en contacto con las comuna de la Isla Maciel después de hacer trabajos sociales en la Villa 31 de Retiro. Trabajaba en el Ministerio de Desarrollo Social, en el área Audiovisual, y había escrito un guión para un concurso de Patagonik, con el que obtuvo el primer premio. El resultado del certamen le trajo un problema: el guión se lo quedaría la empresa. Entre los miembros del jurado estaba Carlos Sorín, con quien entabló una amistad profesional. El director de Historias Mínimas le aconsejó que recuperara el guión para convertirlo en su primera película como directora. Según él, era una historia de director y no de guionista. Pero ella se dijo: escribo otro.

Cuando se le pregunta por la origen de La Botera, película estrenada en Competencia Argentina durante el último Festival de Mar del Plata, Blanco recupera el espíritu de aquel guión pero le da un giro: “Las películas no tienen una idea, son una construcción de muchas inquietudes. Por un lado, tiene mucho que ver conmigo, y con mi situación en la época que plantea la película; la relación con mi viejo y esa idea de hacerte un poco sola.” Por el otro, dice, con su necesidad de contar una historia sobre un determinado territorio, desde un punto de vista ideológico.

Así, empezó a frecuentar la isla Maciel. Entró en contacto con la gente del lugar, con la comunidad, los comedores. Conoció un oficio centenario; el de los boteros del Riachuelo, quienes primero cruzaban a los trabajadores de los barrios periféricos que viajaban a los astilleros, y hoy día explotan el oficio de remar aguas estancadas como un recurso para el turismo. Mientras tanto, estaba leyendo la primera novela de Pablo Ramos, El origen de la tristeza, que transcurre por esos paisajes posindustriales. De todos los personajes, el que más la atraía, dice, es el de la chica. La unión de esa novela y los barcos cruzando el agua estancada le dio una imagen: una chica que quiere aprender un oficio en desuso a fuerza de obstinación. “Es un trabajo obsoleto, pura resistencia de los mismos boteros. Se me armó la metáfora. Entre dos resistencias y la idea de por qué una niña no podría ser botera.”

Blanco inició el largo recorrido de las operas primas. Ganó el Concurso de Gleyzer, estuvo en laboratorios de cine, consiguió el apoyo de la productora Murillo Cine y obtuvieron fondos para iniciar de una vez el rodaje. En ese tiempo, escribió y reescribió el guión con un método más cercano documental. Entre los viajes a la isla Maciel y el contacto con la gente, apareció la película; el personaje de Tati, una chica de 13 años que vive en una casita de chapas con su padre, un remisero alcohólico con quien mantiene un vínculo áspero. Tati deambula en la isla, se lleva mal con sus compañeras de escuela. Su padre tiene un bote y para cobrar unos pesos, decide venderlo. Tati quiere aprender el oficio y entra en contacto con un chico de 17 años con quien entabla una relación.

Pero en Tati los vínculos y las relaciones no son causales, racionales o calculadas. En ella, el cuerpo habla, y lo primero que surge en la reacción. Blanco no podía acudir a un actor para eso, necesitaba trabajar con alguien de la isla. Para encontrar el rostro y la voz de su protagonista, armó un taller de teatro y realizó sucesivos castings; así conoció a Nicole Rivadero. Blanco dice que en el casting Nicole hizo todo mal: “Pero había algo que estaba en sus gestos, en la forma que tiene de pararse, de hablar con el otro. Nicole de pronto se me acercó con ganas de hacer la película. Quería hacerla y no tenía un fundamento sólido para convencerme. Y ahí me di cuenta que Nicole quería estar en la película tanto como Tati, el personaje, quería convertirse en botera.”

La Botera no podría ser la misma película sin su contexto. Blanco tomó una serie de decisiones con la idea de no reflejar lugares comunes, de salirse de los estigmas asociados a los barrios periféricos. Quería meterse en la intimidad de una chica en su paso a la juventud, en ese universo. Tampoco era ingenua: el lugar elegido contiene una potencialidad cinematográfica aunque siempre al borde del esteticismo ramplón. Por esa razón, con su directora de fotografía, buscaron un equilibro; filmar con luz natural, empatar los colores, que la película se hiciera con un tono nublado. La producción, junto con el equipo técnico, se amoldó a las condiciones que imponía la isla Maciel. Los técnicos comieron en los comedores, con los no actores y actrices de la película y sus familias. Se armó una comunidad que respondía a una necesidad ideológica de la directora, y que en cierto modo, proporcionaba una unidad ética y estética, personal y social: “Yo quería que la película fuese muy orgánica desde lo ideológico. Siempre todo es recorte y mirada sobre algo. Y todas las películas deberían pensarse desde lo ideológico porque el cine es, en definitiva, político. Hagas las película que hagas”.