Las celebraciones de fin de año hacen evidente las ricas y complejas contradicciones que ese hito social llamado fiesta porta consigo. Por empezar, en forma velada la fiesta trae la esencial cuestión de la finitud. Su origen cultural indica que lo que allí se celebra es la ofrenda cedida a la divinidad con el fin de renovar el pacto de convivencia --la re-unión-- que hace posible la continuidad de una comunidad. De manera que la relación con el Absoluto --sea bajo la forma imaginaria de la muerte, el encuentro con el Otro sexo, o los votos de lealtad hacia una comunidad-- cimentan el terreno ineludible de toda celebración. Basta citar el sencillo ejemplo de un cumpleaños: alegría, felicitación, la torta como banquete común y entre los invitados la oscura e irrefutable constancia de acercarnos hacia la muerte. Es que fiesta y duelo conforman un par de vocablos opuestos tan sólo en apariencia, si el primero refiere una situación de dicha, goce y plenitud, el segundo convoca una instancia de congoja, angustia y desamparo, aunque también una situación de grave y definitiva confrontación. De hecho, la experiencia confirma la presencia de estas dos instancias en la franja dedicada al divertimento del tiempo libre de las personas: excesos, violencia, exclusión, se entremezclan con el Eros que el deseo porta como marca en el orillo.

Ahora bien, “Las Fiestas de fin de año” ponen en juego todos los condimentos más arriba enumerados, aunque exacerbados hasta límites a veces insospechados. Es que a la finitud expuesta por el nacimiento del Niño (por si es necesario aclararlo: la llegada de todo recién nacido pone en primer plano la condición mortal que nos distingue como seres vivos), se suma la ausencia de los que ya no están. Así el salto desde nuestro frágil y actual escenario adulto hasta el recuerdo de la niñez trae a veces consigo insólitos y oscuros sentimientos de culpa, reproche o resentimiento, todo mientras nos deseamos felicidades en el ámbito que por excelencia reúne los más intensos y apasionados sentimientos: la familia. Como si fuera poco, la llegada del fin de año impone de manera explícita o implícita un balance que no siempre da resultados felices, sobre todo cuando en la mesa hay quienes encarnan los peores fantasmas y rivales del sujeto: padres, madres y/o sus metáforas.

No es de extrañar entonces la sintomatología que atestigua la experiencia clínica en torno a estas fiestas: discusiones previas acerca de dónde, con quién o los medios para trasladarse hasta el lugar de la dichosa celebración; fobias que se resuelven en puntuales descomposturas; actings a granel; encantadores encuentros que a las dos de la mañana --y varias copas mediante-- se convierten en campos de batalla; comentarios y desencuentros a posteriori por lo que dijo, no dijo o insinuó “la tarada de tu hermana”, “el boludo de tu cuñado” o el “gil de tu primo”, son algunas de las delicias que, sumadas a los avatares por el destino y suerte de las ansiadas (hoy quizás frustradas) vacaciones, dan por resultado un cóctel explosivo. En este escenario va de suyo la concurrencia de la pauperización generalizada a la que nos ha llevado una política económica desastrosa con sus consecuentes secuelas de malestar y tensión en las relaciones interpersonales, en especial en el seno de las familias. (Para no hablar de la exacerbación del odio que el gobierno saliente --hoy oposición-- ha insuflado con el solo propósito de sedimentar su política de miseria y exclusión). No por nada durante su discurso de asunción el actual presidente Alberto Fernández recalcó la importancia de generar las condiciones para que las familias se sienten a la mesa en paz. De allí que no esté demás estar advertidos del delicado desfiladero que se recorre en estos días tan especiales. Se trata de no prestarnos a las provocaciones de nuestros fantasmas y, eventualmente, de sus cómplices ocasionales. Elegir el momento para librar las batallas que elegimos dar es nuestra mejor política.

Sergio Zabalza es psicoanalista.