Era de esperarse que El irlandés generara discusiones de todo tipo y color, pues su estreno fue uno de los hitos audiovisuales del año que se va. A eso ayudó que Netflix desplegara una campaña de marketing similar a las que Disney le da a Star Wars, Avengers, las remakes de sus grandes clásicos familiares y demás. Los tópicos abarcaron desde cuestiones estrictamente artísticas hasta otras a priori impensadas: cómo verla en capítulos, de qué manera “aligerar” las tres horas y media de duración, cuáles eran los mejores momentos para pausar y continuar el visionado en otro momento. El irlandés, entonces, como el síntoma más depurado del paradigma audiovisual de las audiencias criadas al calor de Youtube y lo fragmentado. A esos cultores del fragmento por sobre la totalidad está dirigida Escuadrón 6, la última superproducción a cargo del inefable Michael Bay disponible en la plataforma de la N roja hace un par de semanas.

Al director de Bad Boys, Armageddon, Pearl Harbor y Transformers pueden atribuírsele mil defectos, pero no la ausencia de un estilo propio. Un estilo relacionado con la tendencia a la grandilocuencia visual, la pulsión por nunca jamás de los jamases dejar la cámara quieta, el abuso de los montajes frenéticos aprendidos de sus épocas de director publicitario, los metrajes kilométricos (con 130 minutos, Escuadrón 6 es una de las películas más cortas de su filmografía), el desprecio por la coherencia narrativa y las transiciones dramáticas y, último pero no menos importante, un goce sardónico por la destrucción de cuanto vehículo exista. Y si esa destrucción incluye algún cuerpo y es con una explosión, tantísimo mejor. Lejos de enojarse con quienes lo ningunean, Bay se asumió hace años como un director pirotécnico e incendiario. Basta ver su participación en el comercial de la empresa norteamericana Verizon realizado una década atrás para comprobarlo.

Pero Bay es una anomalía, la excepción a la regla: en tiempos de grandes producciones despersonalizadas y filmadas de manera automática, es uno de los pocos directores industriales que marca sus trabajos con una huella personal y quizá el único –junto a Christopher Nolan– con luz verde para hacer lo que se le cante. En ese sentido, darle un presupuesto de 150 millones de dólares equivale a abrir un container de navajas frente una manada de monos. Miguel Bahía usó esa parva de plata para lo que más le gusta: poner a sus personajes (que aquí son de carne y hueso pero por sus nulos matices tranquilamente podrían ser los Autobots de Transformers) a recorrer el mundo tiroteándose con quien se les cruce, dejando tras de sí ciudades destruidas. Así ocurre en la secuencia inicial de 20 minutos por las calles de Roma, donde se vislumbra la concepción del cine como espectáculo de feria de Bay.

No es descabellado pensar en el protagonista central como un alterego del director. One (Ryan Reynolds) es un multimillonario de la tecnología informática que usa su dinero no para hacer filantropía sino para coordinar un grupo armado paraestatal que hace lo que suelen hacer los grupos armados paraestatales de Hollywood: luchar contra lo que piensan que es el Mal. En nueve de cada diez casos ese Mal se encarna en algún mandatario tirano, opresor, preferente de alguna zona alejada de Estados Unidos, que atenta contra las bondades del “mundo libre”. Aquí es el dictador de Turquestán, que al menos hasta el cierre de esta nota seguía siendo una región de Asia Central y no un país.

One arma un grupo de seis personas que se refieren entre sí por un número y no por su nombre. La francesita Mélanie Laurent es, por ejemplo, Two, y Dave Franco, Six. Esa ausencia de identidad –para no generar vínculos que trasciendan lo laboral, según sostiene One a modo de mantra– será la excusa para ensayar un intento de hondura emocional en el sexteto que desde ya no funciona, porque perdirle sutileza a Bay es una causa perdida de antemano. La idea del es cambiar al tirano por su hermano “bueno”, a quien primero deberán rescatar de su cautiverio.

El relato es apenas una excusa para recorrer el mundo (hay escenas en Roma, Emiratos Árabes Unidos, Hong Kong y Hungría, entre otros) y desplegar la habitual parafernalia visual sobrepasada de adrenalina. Con ecos de Misión Imposible, aunque sin el carisma de Tom Cruise, y de Rápidos y furiosos, las dos horas y pico de Escuadrón 6 podrían resumirse como una cadena de persecuciones, balas atravesando cuerpos por los lugares menos pensados –el disfrute por la destrucción de la carne es una nueva “evolución” en su cine–, más persecuciones, más y más tiroteos y algunas escenas visualmente impactantes. El plato más grasoso y calórico de las Fiestas ya está sobre la mesa.