A mi mamá,

por enseñarme a creer.

A quienes cosechan el deseo,

siempre.

El otro día, mientras veía garabatear a la niña de mi amiga la carta para Papá Noel y para los Reyes –el 2x1 alcanza todos los deseos–, desovillé este texto que hoy, en la víspera de las celebraciones tipeo, en el día que cierra, a contramano de las obligaciones y urgencias.

Existe una máxima popular –que algunas creencias han edulcorado pero que no por ello pierde su fuerza– que predica: Creer es crear. Creamos lo que creemos y creemos en lo que creamos. Por eso la palabra duende o ángel pueden ser sustantivos, seres. Creamos y creemos en realidades particulares en universos personales. Podemos –hasta en cierto modo– decidir en qué creer, pero no, no creer. En algo, en alguien creemos siempre. Cree quien dice Sí, quiero al juez y a su amor. Cree quien pide se ponga un nombre en oración. Cree quien habla con el jefe pidiéndole mejores condiciones laborales. Cree quien prende velas, en repetir mantras, lee el horóscopo, junta visiones de filósofos en la mesa de luz o estudia fechas históricas. Creemos en lo que creamos y así vivimos, pisando realidades inventadas más o menos ficcionales, más o menos felices.

Todo ello parece una simplificación new age de cierta facilidad para cambiar los hechos presentes sin atender a variables históricas, sociales, culturales incluso, condicionantes. Estos tiempos de celebraciones, lejos de apagar las particularidades de cada hecho posible o no, lo potencian. Crecen las posibilidades y las imposibilidades, sobre todo, bajo la luz que algunes asumimos y otres discretamente sostienen como una última brasa: la esperanza. En la víspera de las fiestas, todo se dimensiona con mayor intensidad, gravedad. Se recuerda la injusticia con más nitidez y también los rencores como los amores. Todo parece latir en la piel con un sonido que nos identifica por la calle, que nos atrapa y que no nos deja salir. Nadie sufre ajenidad en los tiempos de celebraciones, disfrute o no de ellas.

Hay una teoría lingüística que dice que cuando decimos determinadas cosas, hacemos. Y en tiempos movidos necesitamos sobre todo creer: que nos aman, que seremos mejores, que le encontraremos la vuelta. Creer que enero –pese a ser sólo el mes siguiente– puede sorprendernos con la felicidad abandonada en los zapatos que le dejamos a los reyes.

Yo aprendí a creer con convicción, en las Navidades en la casa de mis papás. Mi madre guarda un par de tradiciones que me emociona conocer y haber vivido. El 8 de diciembre se arma el árbol y cada año se cuelga una nueva guirnalda. Por cada una se cierran los ojos y se pide un deseo en silencio. Esperábamos ese momento con mi hermana menor. Cada año teníamos dos momentos para pedir cosas importantes para nosotras: nuestro cumpleaños y Navidad. No se olviden de pedir el deseo, decía mi madre, que repetía esa tradición de la suya. Luego escribíamos la carta y mi madre, una tarde que mi abuela paterna venía a cuidarnos, iba a Popeye, una juguetería del barrio. Papá Noel, al parecer, rotaba ciertos días por ciertos comercios, levantando los pedidos. Después, mi mamá volvía y nos comentaba qué tenía Papá Noel o qué podía traernos de lo que habíamos pedido. Esos regalos nos llegaban misteriosamente al árbol a la medianoche, mientras nosotras íbamos hasta la esquina para ver si Papá Noel estacionaba de urgencia y lo agarrábamos distraído.

Con los Reyes, el modo no cambia mucho. También le hacíamos una carta y dejábamos agua y pasto abundante para los camellos que venían de lejos, muertos de sed y de cansancio. Mi madre, a quien trajeron los Reyes Magos hace muchos años, se encargaba de tirar agua y pasto por toda la casa, diciéndonos que los camellos eran grandes y encima estaban cansados y hacían un lío bárbaro para entrar. Nunca nos preguntamos con mi hermana por qué no se deshidrataba Papá Noel con ese traje en enero o por qué no comían nada los Reyes y sí los camellos. Creer es un poco creer en el vacío de las certezas, sin pronósticos, sin cuentas que den redondas. Mi madre nos ayudaba a creer, pero sobre todo nos enseñaba a desear, a sentir que si deseábamos podíamos no sólo creer sino crear. Creo que ella no es consciente de eso. Sostener durante tantos años que creamos en que nuestros deseos en papel podían volverse materia nos llevó a entender que el tiempo del deseo es también el tiempo de la espera y el de la cosecha, que no todo deseo es exprés, que no todo deseo es posible, pero que pese a eso, desear es lo único real. 

Una vez pedí un juego de repostería que salía en la tele. Los Reyes me trajeron uno pequeño que vendía mi mamá en su negocio. Yo le reclamé a ella, que era mi intermediaria. Respondió que había dos opciones. Le traían algo parecido a lo que cada nene o nena había pedido. O te traían lo que vos pedías, pero a otros no le traían. Mi mamá me enseñó también la empatía, el compartir, y una posición política amorosa, que aún hoy intento practicar. Creo que creer es tan necesario, tan vital como hacer, como respirar. Defiendo las cartas al Papá Noel capitalista o a los Reyes que vienen de la Iglesia que condena, porque lo que sostengo con convicción amorosa y política es que si creemos, que si nuestros niñes creen, vivirán y harán de esta sociedad un lugar que crezca desde el deseo y la urgencia del amor. Sólo el amor y el deseo alumbran lo que perdura.

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