Las primeras semanas del gobierno de Alberto Fernández lo muestran ocupado (también preocupado…) por la cuestión de la gobernabilidad. Para ello el Presidente despliega actitud en tal sentido y no ahorra gestos e iniciativas para tender esa mesa que él mismo ha dado en llamar “Argentina unida”. Las reuniones, los encuentros y las fotos se multiplican, con los más cercanos pero también con otros y otras que parecen estar más lejos. Se busca construir la certeza de que el éxito de la gestión depende en gran medida de superar la denominada “grieta” pero, sobre todo, de sumar voluntades en función de propósitos comunes. Para enfrentar lo que sea: desde la renegociación de la deuda externa con el Fondo Monetario y los acreedores privados, mejorar la productividad y los salarios y superar la crisis. Sin importar que para ello haya que sentar en el mismo escenario a los empresarios o a quienes se dicen representantes “del campo”, a sindicalistas, líderes sociales, comunitarios o populares. También a quienes en otro momento fueron críticos del peronismo y/o del kirchnerismo.

Esa es la traducción pragmática y concreta que Alberto Fernández le quiere dar al término gobernabilidad. Ese concepto que los académicos definen como el proceso por el cual los diferentes actores de una sociedad ejercen, al mismo tiempo y en forma complementaria, el poder y la autoridad, como base para la toma de decisiones de orden político en el ejercicio del gobierno.

Más allá de los resultados electorales, Alberto Fernández supo desde siempre que su acceso al Gobierno no implicaba, de manera alguna, la llegada al poder y, ni siquiera, el control total del Estado. La gobernabilidad es siempre una relación compleja entre Estado y sociedad, entre gobernantes y ciudadanos, construida sobre compromisos mutuos, y para lograr propósitos comunes para un país.

Puede decirse que la legalidad no alcanza si no hay percepción de legitimidad en las acciones que el gobierno emprende. Y que, al mismo tiempo, después de un período de desprestigio de la política la legitimidad se obtiene poniendo a los ciudadanos y ciudadanas en el centro de la gestión y sus preocupaciones entre las prioridades de quienes gobiernan. Todo lo anterior adquiere espesor político cuando se inserta, operativa pero también discursivamente, en el marco de un proyecto político reconocible al que también debe adaptarse la gestión de gobierno.

Este es el sendero que parece haber elegido Alberto Fernández. A sabiendas de que no se trata de un camino construido sobre un lecho de flores porque a poco de andar aparecen las diferencias, las contradicciones, los conflictos. Porque esa búsqueda está necesariamente atravesada por intereses contrapuestos, por historias y trayectorias. En definitiva, por concepciones del mundo diferentes, por ideologías o perspectivas políticas distintas. ¿Se pueden compatibilizar esas diferencias? La pregunta asalta a más de uno. Hasta ahora el Presidente viene sorteando con éxito estas dificultades. Logró sentar en la misma mesa no solo a actores que parecían irreconciliables, sino que estuvieron o están enfrentados. Es verdad que en gran parte de los casos nada ha trascendido mucho más de lo simbólico, de la foto y, en algunos casos, del discurso.

La gobernabilidad es una tarea permanente de quien está al frente de la gestión de gobierno. Se negocia y se consensúa a cada paso, ajustando los resortes y los mecanismos. Además de la legitimidad de inicio requiere demostración de eficacia y eficiencia en la gestión. Pasados los primeros días estos son los parámetros con los que comenzará a evaluarse la gobernabilidad y con los que el Gobierno tendrá que comenzar a respaldar su accionar. Algunos teóricos dirán que en ello comienza a medirse la calidad de la gestión gubernamental, la capacidad de alcanzar los objetivos con el menor costo posible, adaptándose a las exigencias permanentes del cambio y perdurando en el tiempo.

Indudablemente la gobernabilidad se construye también desde la comunicación. Pensado no sólo como la arena mediática donde las grandes corporaciones siguen jugando su partido con ventajas significativas en función del poder que detentan, sino también y fundamentalmente en la lucha cultural que exige discutir el sentido de lo que se hace, lograr que el proyecto se haga colectivo en la ciudadanía y se convierta en impulso transformador. Sin prisa, pero sin pausa, el Gobierno necesita mecanismos institucionales para explicar, para clarificar, para “predicar” su idea, su proyecto en forma integral. Todo ello de manera articulada, complementaria y transversal a los distintos estamentos del Estado, como estrategia institucional, sumando a sus voceros principales y habituales y sin desgastarlos. Se requiere de una estrategia de comunicación todavía en ciernes que responda a esta necesidad.

Este también es un costado esencial de la gobernabilidad para la que trabaja el Presidente y que necesita además de un relato que la legitime y la acompañe.

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